Hubert Fichte
Hubert Fitche (Alemania/1935, Alfaguara/ 1982) es un niño caprichosito e hiperestésico que tiembla por la geografía bombardeada de su país durante la guerra, cruzando, como un fantasma breve, aldeas y orfelinatos. Ahora se traduce su novela autobiográfica Ensayos de pubertad. En 1946 ya es actor infantil en los distritos renacidos y esmerillados de Hamburgo, criatura hanseática que crece entre el arte dramático y la cultura francesa. Seis años más tarde está becado en Poitier. Joven campesino en Provenza, hueste fugaz del abbé Pierre, y luego enfermo grave y novelista, dramaturgo, director de escena, periodista, profesor en Lisboa y Columbia. Como un nuevo Rimbaud (no poco hay de Rimbaud en su manera de narración lírica), se nos desaparece en algún tercer mundo, y, pasando por Brasiles, Haities y Trinidades, toca, inevitablemente, en Africa. (Claudel encuentra a Rimbaud, en Africa, viviendo con una negra, como otros le encontraron viviendo con una unesco de mujeres de varias razas). Desde hace tres años, Fitche, recuperado para la galaxia Gutenberg, vive y escribe otra vez en Alemania. Ensayos de pubertad es la confirmación de que, si la primera guerra mundial asentó las vanguardias, la segunda, panteonizados Rilke, Proust y la Woolf, confiere a la literatura la forma perdurablemente lírica que va de Albert Camus a Peter Weiss, recién fallecido, de Ionesco a este grande y admirable Hubert Fitche. Fitche se define a sí mismo como "bastardo de primera, hijo ilegítimo y además pederasta". Ha encontrado una manera de contarse sin contar nada, contándolo todo, que es un volar las preceptivas de la novela académica, incluso la escritura (por supuesto, la sintaxis), para conseguir una prosa que está entre el viejo lirismo alemán -¿todavía Schiller?- y el expresionismo de este siglo.Pero el expresionismo ha sido casi siempre una dimensión hacia afuera, poco apta para expresar intimidades (Marat-Sade del citado Weiss), en tanto que Fitche consigue doblegarlo hacia adentro, volverlo sobre sí y confesarnos su intimidad púber, temblorosa de ensayo, mediante una escritura expresionista y, como tal, llena de cadáveres disecados, mierda y tortura. ¿Dónde quedan los aplacientes y puntuales relatos de la infancia, en que tan rica es la novela del XIX, muy adentrada en el XX? Devolver la prosa narrativa al tintero angosto del crítico es ya tan imposible e inútil como devolver el Duero a su origen. Lo sentimos, en todo caso, por el tintero. Dice Fitche: "En cuanto los Centros culturales británicos, los Instituts Français, y los Instituti italiani comenzaron a introducir a Chaucer, Proust, Dante, los buenos modales y la nobleza de espíritu en la mente de las señoras, catedráticos de Instituto y estudiantes, a horas fijadas con antelación, la moda cambió nuevamente a favor de la exhibición de vísceras, anillos escrotales y crucifixiones".
O sea, que la literatura ha dejado de ser un rito de media tarde o una clase de media mañana y se ha convertido en un escándalo en mitad de la calle, un borracho de vida agarrado a la última farola que queda encendida, sin que se sepa por qué, en pleno día. De esa farola suele colgar Nerval, ahorcado con un cordón de zapatos. La novela pequeño-burguesa, novela de agrimensor, que servía para hacer, antes, una clase, y hoy una pelicula, se ha encanallado para siempre entre las piernas de la poesía.
Lo que prueba que el siglo está desguazado, tras dos guerras, mundiales y la larguísima espera/ esperanza de la tercera, no son Los acantilados de mármol ni otras alegorías, sino Manndelstham, Beckett, Weiss, Miller, Borrougbs, Fitche. Todavía hay crítico/cátedros que esperan ver reordenado el mundo en una novela.
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