Fueron migrantes y votaron por Trump en Florida
Ya no se acuerdan del bote en que llegaron a Key West, o del día que ganaron la lotería de visas, o la frontera que cruzaron, de que durmieron en el auto, de que limpiaron pisos, de que no les alcanzaba el salario ni de que los ayudaron. Apoyaron al republicano
Me despierto y llamo a mi padre, a quien le digo que a larga no hay nada lo suficientemente malo que pueda pasarnos, en caso de que lo deporten a Cuba a él, que hace unos años además de mi papá es un emigrante indocumentado en los sures de Miami. Imaginamos el escenario en que volvería a la casa que tanto extrañamos, al barrio, a la cama de su hermana convaleciente. Su familia en Estados Unidos le dio el voto a Donald Trump.
Es miércoles, el día después de que el país pusiera por segunda vez la Casa Blanca en las manos del republicano, que desde 2016 nunca dejó de comportarse como el presidente de los Estados Unidos, por encima de los impeachment, de la burla, del cuerpo femenino o de la justicia. Es el hombre que, en una euforia roja en las urnas, arrasó con el condado antes demócrata de Miami-Dade y el Estado cada vez más republicano de la Florida, que lo ha acogido como no lo ha hecho su natal Nueva York, y que Trump ganó por más de 1,4 millones de votos.
En el viejo Versailles, “el restaurante cubano más famoso del mundo”, un amigo trumpista alza la mano y la agita para que lo vea. Es un amigo nuevo, recién hecho, a quien conocí el martes a las afueras del restaurante cuando no eran ni las cinco de la tarde y ya Donald Trump había ganado las elecciones en la fe de los trumpistas, en el convencimiento de los republicanos y más tarde en el tiempo real de los Estados Unidos. Mi amigo anda sumamente feliz, con su gorra MAGA y un pulóver nuevo que dice ¡Fight! y en el que caen, sobre la cara de Trump, sus más de diez colgantes con las imágenes duplicadas de la Santa Bárbara, San Lázaro y la Virgen de la Caridad.
Es DJ Jerry, un cubano disponible para fiestas de cumpleaños, bodas y karaoke, que tiene toda su esperanza en Trump y en la demanda que impuso a los dueños de una gasolinera tras un accidente que le provocó dos hernias en la columna. Se muestra radiante, triunfador, como si hubiese ganado él una larga competición, como si hubiese llegado de primero en el maratón de una causa importante. Ya retirado, pasa sus días en un efficiency sin cocina, con baño compartido con los dueños de la casa, un lugar que le parece tan caro para el poco retiro que le dan.
La cuenta es sencilla: todo es culpa de los demócratas y todo va a cambiar ahora, el día que tanto soñaron los que votaron por Trump, un día en que se iban a levantar y las pantallas de las gasolineras habrían bajado sus precios, los caseros disminuido la renta, las cadenas de mercados rebajado los productos y el salario iba por fin a alcanzarles. DJ Jerry parece un tipo sencillo, un tipo noble.
El Versailles está tranquilo este miércoles, varias personas pasaron temprano a tomar café, otros llegaron a tiempo para la hora del almuerzo, nada que no hayan hecho los comensales por casi medio siglo en sus salones con espejos, su piso de pequeños y múltiples rombos, sus paredes verdes y blancas, una mezcla señorial, con aires de dinner y comedor obrero. En el lugar han estado antes Ronald Regan, George W. Bush, Bill Clinton y Trump, quien ordenó un café cubano y dejó una propina de 83 dólares. Ahora algunos clientes visten de rojo, tienen sus gorras MAGA como DJ Jerry, son lo que queda del martes largo y ferviente en que decenas de trumpistas tomaron el Versailles, con la misma pasión con la que antes planificaron ahí, tantas veces, la caída de la dictadura cubana o la muerte de Fidel Castro.
Fue un martes estrepitoso, tumultuoso, más aún después de las cinco de la tarde, cuando la gente salía de sus trabajos, se enfrentaba al imposible tráfico de la ciudad y luego manejaba hasta el restaurante situado en La Pequeña Habana.
La gente en Miami no suele alterar los martes, como si estuviese escrito que el tiempo del disfrute solo está concedido a los viernes o los sábados, pero esta vez hubo votantes desvelados hasta las cuatro de la mañana que durmieron dos horas y luego se levantaron temprano, encendieron el auto y agarraron la selva del expressway. Miami desde dentro del auto parece la misma ciudad que ayer. La gente aferrada al timón, que mira hacia adelante, que va en solitario, adelantando al que está al lado, llamando estúpido al que se cambió de carril, sin nada más importante que llegar al lugar de destino.
Los trumpistas de Miami
Llegaron de Cuba y están convencidos de que este país los hizo personas. Les agradecen y tienen razón en su agradecimiento. En su país les dijeron que no servían para nada, pero llegaron acá y se hicieron de un oficio, Estados Unidos los convirtió en clase media, les puso en las manos las herramientas y los hizo plomeros, constructores, electricistas de la Florida Power & Light Company. Luego tuvieron una familia. Dejaron de ser maridos infieles y ahora llegan temprano a la casa, celebran Halloween, compran pavo en Thanksgiving y siguen poniendo el congrí y el cerdo en la mesa de fin de año. A veces dicen que no les gusta el congrí o el cerdo, en un afán de reafirmar que sin dudas el tiempo los ha convertido en otras personas. Les gusta proveer. Ahorran para pagar las cirugías estéticas de sus esposas y las universidades de sus hijos. Compran una primera casa, compran una segunda.
Trabajan, trabajan, trabajan. Están convencidos de que los mexicanos son unos delincuentes, los venezolanos unos vagos, los nicaragüenses unos indios, los boricuas unos vividores, y si no tienen lo que necesitan es porque no trabajan. Apenas descansan, hasta que lo merecen. Llegan al viernes agotados de la faena de la semana, el sábado van de paseo al Dolphin Mall, el domingo hacen barbecue con la familia. Los días de diversión salen en yate, se van a una cabaña en Tennessee, celebran cumpleaños en Orlando.
Nueva York les parece asqueroso, jamás vivirían ahí. “Jennifer Lopez es una ramera, no puede criticar a Donald Trump si se ha casado cuatro veces”. Se iban en cruceros cuando eran residentes, ahora cruzan el Atlántico en aviones porque son ciudadanos. Madrid les parece lindo, Londres no es lo que les contaron, ninguna como Miami. Han reducido sus viajes a Cuba. En Cuba les pican los mosquitos, el agua les provoca diarreas, no les gusta bañarse con cubetas de plástico, ni dormir con ventilador. Ayudan a sus familiares, recargan sus celulares, algunas veces a regañadientes porque, cuando vivían en Cuba, nadie les recargaba a ellos. Dicen que no extrañan nada. Viven en la mejor ciudad del mundo. Les da miedo México. No existe América Latina, solo esos sitios llamados Cancún o Punta Cana, más bien sus playas traseras.
Fueron alguna vez residentes de los Estados Unidos, pero parece un tiempo lejano, apenas se acuerdan, mucho menos del tiempo en que no lo eran, cuando llegaron y Miami se mostraba como un lugar de otro planeta, del que habían oído hablar desde que nacieron. Hace tanto que son ciudadanos que ya no se acuerdan del bote en que llegaron a Key West, o del día que ganaron la lotería de visas, o la frontera que cruzaron, de que durmieron en el auto, de que limpiaron pisos, de que no les alcanzaba el salario, de que los ayudaron. Con los años les da igual si cierran la frontera por donde entraron. Han prosperado. Han triunfado. Han tenido un accidente y el seguro los ha compensado. Detestan a la gente que fuma marihuana, ellos, que lo consumieron todo, pero que ahora ven la televisión en familia, porque lo más importante es la familia. Como para Trump, cuyos hijos lo adoran.
Manejan truca y no entienden del Tesla, un auto pensado por los republicanos que usan los demócratas, mucho menos en el ahorro de la gasolina o la emoción de dióxido de carbono. Creen, de hecho, que es la única falla de Elon Musk. De Trump les gusta el patriotismo, el nacionalismo, el populismo y su supuesta libertad, pero no lo explicarían con ninguno de esos conceptos, sino con los de dinero, inflación y anticomunismo. Se ríen si Trump se sube a un camión de basura, pero se enfurecen si a Harris le sale una prima mexicana o si repite, casi como una mueca a ellos mismos, que viene de una familia middle class y que su mamá la crió en un departamento de una sola habitación.
No por trumpistas son gente que no piensa y saben que, a la larga, ni Trump se hace los cortes en la barbería del Bronx y que da igual si Kamala trabajó en McDonald’s, porque la distancia entre Trump y Harris es más corta que la que los separa de ellos. A veces son violentos, a veces benévolos. Critican a los que reciben ayudas, no les gusta pagar taxes. Escuchan cuando Trump desprende odio hacia los emigrantes como ellos, pero siempre creen que son los otros. No permiten que digan que Trump es un dictador. A Hitler casi lo justifican. Creen que no hay una razón para votar por los demócratas, cuando todos sus biles solo han subido en los últimos cuatro años. Defienden la libertad, pero apelan a la cancelación del otro casi todo el tiempo.
Oyen a Willy Chirino, y es algo en los que están de acuerdo los republicanos y los demócratas cubanos. En las bocinas a las afueras del Versailles, por ejemplo, se oía la voz inconfundible de Willy Chirino, y para ser más específicos, su canción Ya vienen llegando, que es la canción con la que los cubanos se han imaginado volviendo, desembarcando en La Habana libre y recuperando el país. Lo único que indicaba que no era una protesta anticastrista eran las banderas de Take America back, Jesús is my savior, Trump is my president o la que tenía dibujado un fusil grande junto a la frase Come and take it.
La noche del martes en el Versailles se volvía cada vez más extravagante mientras Trump iba acumulando votos en la mayoría del país. Desfilaban decenas de autos y camionetas que pitaban a quienes permanecían en el restaurante, mientras estos les respondían con más gritos de felicidad. Cuando supieron que Trump había ganado la Florida, gritaron más fuerte aún. Pasó un carro con banderas de Kamala y lo aplaudieron, hasta que se dieron cuenta de que eran los demócratas y les lanzaron insultos. Unas señoras retiradas permanecieron desde el mediodía hasta la madrugada esperando el resultado. Una contó que a su esposo fallecido le hubiese encantado vivir esto. Dice que extraña tanto su ciudad, Santiago de Cuba, de la que salió hace ya 62 años.
Otro señor está convencido de que algo cambiará en Cuba con Trump como presidente. Desde que se fue del país hace 50 años, solo volvió en dos ocasiones: para enterrar a su papá y para enterrar a su hermano. Una mesera vio llegar a la congresista republicana María Elvira Salazar. El congresista Carlos Jiménez también se personó en el restaurante. Había decenas de carteles de “SOS Cuba”, “Patria y Vida”, alguien gritaba que abajo el comunismo. Por un momento se nos olvidó dónde estábamos, si a favor de Trump o en contra de los Castro, y si en realidad había ahí alguna persona de derecha o de izquierda, o qué éramos a la larga. Pasadas las nueve de la noche ya casi era imposible que Trump no fuera el ganador. Unas horas después lo verían aparecer y decir en la televisión nacional que ahora de verdad comienza “la era dorada de los Estados Unidos”. Estaban seguros de que votaron por el mejor, y ahora lo están aún más.
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