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COLUMNA
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Syd Barrett no quería ser una estrella del pop. Sus compañeros en Pink Floyd, sí

El documental ‘Syd Barrett y el origen de Pink Floyd’ trata de explicar los enigmas de una figura clave del rock psicodélico. Fundó una de las grandes bandas de su tiempo y se esfumó. El diamante loco no quería brillar

Syd Barrett, en 1967.
Syd Barrett, en 1967.Chris Walter (WireImage / getty)
Ricardo de Querol

Cuando Syd Barrett decidió que no quería ser una estrella del pop, volvió a pintar cuadros, abstractos, con vivos colores. Según terminaba uno, lo fotografiaba y lo destruía, o pintaba otro encima. Pero sus compañeros en Pink Floyd, la banda que nació de su impulso, sí querían ser estrellas del pop. Tanto que un día en el que la furgoneta debía recoger a Barrett para un bolo, acordaron no parar por él. Ni ese día ni ninguno más.

La amarga y oscura historia del “diamante loco” o “el lunático”, como aludían a él dos canciones de Pink Floyd tras su salida, se cuenta en el documental Syd Barrett y el origen de Pink Floyd (Have You Got It Yet?), en Movistar+. Sin revelaciones sensacionales, pero minucioso, con testimonios de sus allegados, incluida su hermana, sus compañeros de banda, otros músicos y quienes fueron sus managers. Se nota, eso sí, que el artista no fue grabado en vídeo salvo en un par de actuaciones y un par de videoclips de su primer disco. Y que luego no se dejaba ver. Promete la cinta resolver lo misterioso de esta figura, pero no lo logra del todo. El enigma sigue ahí porque era difícil, hasta para los más cercanos, penetrar en su cabeza.

Barrett, llamado en realidad Roger Keith Barrett, era el compositor, guitarra y cantante principal de la banda que a partir de 1966 despuntó en el UFO, conocido local londinense, y se convirtió en la sensación de la escena underground. Amante del blues, lo deslumbró el Revolver de los Beatles y quiso profundizar en ese camino psicodélico. Lideró el primer álbum del grupo, The Piper at the Gates of Dawn, que se movía entre la experimentación sonora de sus largas piezas instrumentales y un puñado de melodías pop con letras influidas por Lewis Carroll. Lo grabaron en Abbey Road, al lado del estudio de los Beatles, eso eran palabras mayores.

Pero enseguida empezó a flaquear, y no era fiable en los conciertos: su mente creativa e inestable no digirió bien ni el éxito ni el abuso del LSD. Se quedaba en blanco, o no aparecía, o tocaba la misma nota todo el rato, o algo diferente a lo que tocaban los otros. Al segundo álbum solo aportó una canción (y dos fueron descartadas). En 1968 ya estaba fuera. Sus compañeros partieron de esa base para evolucionar hacia un rock con ambición artística y construir una de las grandes discografías de su tiempo, que alcanzaría en los años setenta cimas como The Dark Side of the Moon.

Con mala conciencia por haberse deshecho de él de mala manera, Roger Waters (que tomó el mando del grupo) y David Gilmour (que lo reemplazó en la voz y la guitarra) ayudaron a Syd Barrett a sacar un par de discos en solitario en 1969 y 1970. Después desapareció del todo. Vendió sus derechos de autor a la discográfica por unas migajas. Arruinado, se recluyó en casa de su madre. Allí pintaba y destruía pinturas. Apenas pisaba la calle. Gilmour dice arrepentirse de no haberle visitado en las décadas siguientes. Fue Barrett el que fue a ver a sus compañeros en el estudio cuando grababan Wish You Were Here en 1975. Les impactó mucho porque apenas lo reconocían: ese tipo antes tan glamuroso se había rapado el pelo y engordado. La música que hacían sus compañeros le pareció “rara”.

La prensa sensacionalista lo rescataba en sus portadas de vez en cuando: para los tabloides era el juguete roto del rock británico, un mal ejemplo con el que poder dar moralina. Si hubiera muerto joven, como Brian Jones, Janis Joplin, Jim Morrison o Jimi Hendrix, habría subido a ese olimpo de la cultura popular. Lo suyo fue menos épico: la diabetes y un cáncer de páncreas lo mataron en 2006 a los 60 años. No presumía, ni siquiera parecía consciente, de lo lejos que había llegado lo que él empezó. No se entienden sin él los últimos sesenta ni los setenta, la era más fértil del rock.

A Pink Floyd le fue muy bien sin él, pero su sombra sobrevolaba a menudo lo que hacían. “Y si la banda en que estás empieza a tocar otras melodías, te veré en el lado oscuro de la Luna”, se dice en Brain Damage, canción que iba a llamarse The Lunatic. “Quedaste atrapado en el fuego cruzado de la infancia y el estrellato”, se canta en Shine on You Crazy Diamond. “¡Vamos, pintor, flautista, prisionero, y brilla!”. Su huella siempre estuvo ahí.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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