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Definirse como creador de contenidos es caer en la trampa de la servidumbre hacia el continente
Me sorprende y apena el orgullo con el que tantísimas personas se definen hoy como creadores de contenido. Qué manera tan servil de depreciar el propio trabajo, la propia vocación.
De cara a una red social, una plataforma, un medio, podemos ser creadores de contenidos, pero de cara a nosotros mismos es una triste necedad. El deseo de comunicar a través de un medio (escrito, oral, musical, pictórico, interpretativo, audiovisual) es exclusivo del ser humano. Expresar ideas complejas, simbólicas, abstractas, cómicas, o simplemente idioteces es el milagro del homo sapiens. Es eso, un milagro. Pensar que una canción es contenido para Spotify es dejar de lado ese milagro y concebir esa capacidad única como parte y circunstancia de un engranaje industrial. Ser el tonto útil.
Por supuesto, cada sandez que subimos a redes es contenido para la plataforma. “Hoy he desayunado aguacate, LOL”: contenido. “Olé la salud mental”: contenido. Un poema de Alfred: contenido. Independientemente de la naturaleza de ese contenido, quien lo crea está expresando algo que desea compartir. El que se define como creador de contenidos suele aspirar a ser hombre anuncio. Citaré a mi influencer favorita: “Bueno, chicas, hoy ha llegado el gran día. Os voy a enseñar cómo me hago las ondas”. Y te enseña cómo se hace las ondas con un rizador que paga por ese vídeo. El triunfo de la voz “creador de contenidos” es el fracaso de la creación como fin en sí mismo.
Pensar que las flores existen para que los jarrones tengan contenido es una desquiciada perversión del sentido de las cosas. Lo importante es la flor, no el jarrón. Huxley nos previno sobre un mundo en el que los humanos llegan a amar su servidumbre. Evitemos que se haga realidad. Evitemos caballos de Troya como la expresión “creador de contenidos”.
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