Quitando caspa a Eurovisión
Se alinearon los astros y RTVE logró evitar un nuevo bochorno
Imposible olvidarlo. Al entrar en Televisión Española, lo primero que te chocaba era la ausencia de glamur. Hablo de la segunda mitad de los años setenta: en la ventanilla de pagos hacías cola con ilustres actrices cobrando dietas y personajes aferrados a documentos misteriosos. Te encontrabas en los pasillos con el supuesto jefe de los censores, un hombrecillo pelón que aseguraba llevar pistola “para cuando se presenten los rojos”. No daba miedo.
Las sorpresas abundaban. Descubrí que mi teórico superior, el director de programas musicales, era un realizador de transmisiones deportivas. Y no cualquier realizador: Ramón Díez era leyenda en los campos de fútbol. Se trataba de un hombre cordial, al que un día me atreví a preguntar aquello de qué hace un señor como usted en un puesto como este. “Es que aquí ha habido mucho sinvergüenza conchabado con las compañías de discos”. Ah.
Consciente de sus carencias musicales, Díez te consultaba cuando se enfrentaba con algún asunto peliagudo. En 1978, la televisión alemana había grabado el apabullante show del nigeriano Fela Kuti en Berlín. Como parte de la UER (Unión Europea de Radiodifusión), TVE podía emitir el concierto. Díez tenía dudas carnales: “Es que salen negras. ¡Negras desnudas! Nos puede caer una gorda”. Intenté argumentar que aquellas formidables bailarinas eran las esposas del cantante, casadas según una ceremonia yoruba. No coló.
Díez suspiró aliviado cuando volvió a los deportes, encargado de coordinar el despliegue televisivo de la Copa Mundial de Fútbol de 1982. Sus sucesores tuvieron menos problemas: los programas de gran presupuesto (los más codiciados) iban a la Primera, mientras que los especializados (de vida notablemente más breve) iban a la Segunda cadena. Caso de surgir algún conflicto, la solución era tajante: si un espacio de la Segunda conseguía, digamos, un clip apetitoso, se le obligaba a desmontar el programa y ceder la exclusiva al programa poderoso. Verídico.
La Casa tenía zonas obscuras en el apartado de Eurovisión. El sistema de “elección interna” sugería conciliábulos raros y, muchas veces, clamorosos patinazos. Te llegaban ecos de situaciones embarazosas protagonizadas por participantes que no sabían muy bien dónde estaban y, por ejemplo, birlaban unas Ray-Ban de la competencia en un acto público. En general, los mayores desastres reflejaban las habilidades de los disqueros para engatusar a unos directivos de RTVE con mínimos conocimientos de música pop y nebulosas ideas de lo que podría ser una canción festivalera con posibilidades de éxito.
¡Atención! La ignorancia podía ser recompensada en Prado del Rey: si el método de selección multiplicaba el número de programas dedicados a Eurovisión, caía maná en forma de pluses sobre la persona teóricamente responsable. Llegué a ver un estadillo interno que revelaba lo cobrado en un año por la cabeza de Espacios Musicales y de Variedades. Para hacerse una idea: la cantidad triplicaba el sueldo oficial de José María Aznar como Presidente del Gobierno en ese mismo año.
Eurovisión estuvo agonizando, por la torpeza de sus responsables españoles y los vaivenes de los mecanismos internos. Se salvó por la aparición de las redes sociales, que permiten a cada espectador jugar a su fantasía favorita: ejercer de seleccionador nacional. En los últimos años, RTVE se ha subido al carro de los placeres culpables y ha imitado las últimas fórmulas de éxito, con el disfraz de hipster. Y ha acertado con Chanel, un producto industrial que tuvo la fortuna de no enfrentarse a las habituales pachangas. Su energía caribeña nos hizo olvidar que la mayoría de los competidores tenían una superior dignidad creativa.
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