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Series TV
Columna
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De luces y sombras

En ‘Feria: la luz más oscura’, el principal escollo es mantener una intriga sobre una serie de asesinatos en los que si el culpable es el príncipe de las tinieblas poco o nada tiene que hacer la Guardia Civil

Ana Tomeno y Carla Campra, en el primer episodio de 'Feria: la luz más oscura'.
Ángel S. Harguindey

Hay dos componentes de Feria: la luz más oscura que sobresalen sobre el resto de los demás: el pueblo en el que se desarrolla la trama y los efectos especiales. Del pueblo, Zahara de la Sierra, Cádiz, en la llamada ruta de los Pueblos Blancos, cabe decir que es una belleza. Y de los efectos especiales, que esa parte de la industria audiovisual nacional alcanza el grado de excelencia.

Claro que las series no son solo localizaciones y efectos especiales. Exigen una trama y un tiempo narrativo que busquen el interés del espectador y, naturalmente, que no saturen. 400 minutos (casi siete horas) de lo que podría llamarse ruralismo mágico son muchas horas, al menos para el que suscribe, al margen de que la realización y los intérpretes sean funcionales y correctos.

Con un potente arranque —de una mina abandonada salen 23 personas desnudas que se convertirán en 23 cadáveres y se culpará de la tragedia, inicialmente, a los desaparecidos padres de dos adolescentes, Eva y Sofía— la historia se adentra en los rituales de una extraña secta, El Culto de la Luz a la que, al parecer, sigue una parte importante de los lugareños. Creada por Carlos Montero, que tiene en su haber series de éxito como Física o química y Élite, y Agustín Martínez (La caza, Monteperdido), con una producción potente en la que no parece faltar de nada, el principal escollo es, probablemente, el mantener una intriga sobre una serie de asesinatos de los que se intuye que el responsable es el Maligno. Dicho de otra manera: si el culpable de los males es el príncipe de las tinieblas poco o nada tiene que hacer la Guardia Civil.

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