‘Veneno’: Una biografía luminosa de las sombras
Atresplayer Premium estrena este domingo el primer episodio de la serie de Javier Calvo y Javier Ambrossi, en la que se acercan a la cultura popular sin cinismo
El anuncio de que el dúo de Javier Calvo y Javier Ambrossi iba a contar la vida de Cristina Ortiz, La Veneno, en una miniserie (Veneno, cuyo primer capítulo llega a Atresplayer Premium el domingo 29, el resto de la serie tendrá que esperar al después del estado de alarma) fue tan sorprendente como previsible. Por un lado, La Veneno está en el lado opuesto al universo de estos creadores. Ella era autodesprecio, marginalidad y bravura; ellos, orden, brillo y afectividad. Por otro lado, tenía sentido: la muerte de Cristina en 2016 la convirtió en una diosa pagana y Calvo y Ambrossi son el máximo exponente de ese paganismo de nuevo cuño en el que cualquier cosa (Médico de Familia, Amaia o un torrezno) es susceptible de elevarse a la categoría de icono instantáneo. Su acercamiento a esa modernidad, curiosamente, resulta bastante conservador: travestis, prostitutas, gordas, chonis y macarras buscan, al final, la redención, el perdón, el conocimiento. Quieren ser personajes de Gregg Araki, pero pasan por el mismo arco dramático que los de Doris Day. No es necesariamente malo, vaya: se llama estilo y ese es el suyo.
Calvo y Ambrossi han sido de los primeros que se han acercado a la cultura popular española contemporánea sin ápice de cinismo (incluso Almodóvar, alguien tan pegado a lo popular en sus películas del pasado, ha tratado la televisión en sus películas con distancia condescendiente). Por ejemplo, cuando la trama de Veneno se desarrolla en 1996, mientras Cristina es descubierta por Esta noche cruzamos el Mississippi, la redacción del programa de Pepe Navarro es rodada —qué buena esa secuencia de Lola Dueñas llegando al plató— como si fuese la de The Washington Post. Esa épica puede ser exagerada, pero también bienvenida: celebremos que estén haciendo entretenimiento gente que sabe que el entretenimiento es una cosa muy importante.
La otra línea argumental del primer episodio salta a 2006, diez años después, cuando la vida de La Veneno ha dado un giro radical y se ha convertido en un despojo que vive de prestado en la casa valenciana de su amiga Paca la Piraña (que, haciendo de sí misma, es la gran revelación de todo esto). Allí es descubierta por Valeria, que es autora de las memorias en las que se basa la serie y a la vez personaje principal de la misma. Valeria (Vegas), fascinada desde pequeña con La Veneno, sigue su consejo a la hora de iniciar su propia transición. En cualquier otra serie el espectador se preguntaría preocupado si una exprostituta y expresidiaria es la persona ideal para aconsejar a una adolescente confundida. En esta, no hay que temer: todo el mundo es bueno.
No aparece demasiado La Veneno joven en este primer episodio y eso contribuye a retratarla como una superheroína que viene y va de entre las sombras (preciosos esos momentos en los que su halo angelical es, en realidad, la luz del coche de un cliente que espera a recibir una felación a cambio de 5.000 pesetas). No es el caso de La Veneno mayor, que sí aparece y regala los mejores momentos del episodio. Si en la subtrama de 1996 Cristina rechaza la fama, en la de 2006 la añora con urgencia e invita a merendar a la única fan que llama a su puerta.
A veces, la serie parece esa Veneno mayor: se la ve desesperada por meternos en su casa y ofrecernos magdalenas. Los seguidores de Calvo y Ambrossi los aceptarán encantados. El resto mirará con recelo ese estilo diabético que se convierte a menudo en una plantilla: cada diez minutos un personaje vive una revelación mientras suena un piano suave y una voz se empeña en verbalizar el entrelineado que llevamos viendo una hora. Con ustedes, lo mejor y lo peor de Paquita Salas, un producto que es en sus mejores momentos una adaptación cariñosa y divertida y en los peores una maraña de luces de neón fagocitando un contenedor.
Es magnífico que esta serie exista y que vaya a ser vista por mucha gente joven. A los otros, a los cascarrabias, permítasenos fantasear con lo que podrían haber hecho Eloy de la Iglesia, Carlos Saura o Bigas Luna con el mismo material.
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