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La ‘eco’ excusa que nos venden

La industria empuja a los consumidores a que renueven sus aparatos en nombre de una supuesta eficiencia energética

Cientos de frigoríficos en una fábrica húngara, alrededor del año 1959. 
Cientos de frigoríficos en una fábrica húngara, alrededor del año 1959. Getty Images

El estreno en 2010 del filme Comprar, tirar, comprar, de Cosima Dannoritzer —en la que se basa mi libro Hecho para tirar—, aumentó considerablemente el interés por un tema que ha empezado a llamar la atención del público en general. Desde entonces se han publicado numerosos estudios, se han elaborado proposiciones de ley tanto en Bélgica, Francia e Italia como en el ámbito europeo, y se han organizado reuniones entre parlamentarios y representantes de la industria. Hoy hay una cantidad considerable de documentos sobre este asunto. Los principios básicos de esta cuestión no cambian, pero esta nueva literatura permite matizar afirmaciones y abrir nuevas perspectivas.

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Aunque no se abandone la sociedad de consumo y de crecimiento económico —que sería la única manera realmente eficaz de atajar de raíz el fenómeno— se ha desarrollado una voluntad de luchar contra la obsolescencia programada en el ámbito político, mediante diversos proyectos de ley, y en la sociedad civil, mediante el desarrollo de los mercados tradicionales de segunda mano (Emmaüs), la aparición, especialmente en Internet, de todo tipo de webs de intercambio (Le bon coin, sitio web de compraventa al estilo de Wallapop), o de nuevas formas de resistencia, como los repair cafés (reuniones a menudo participativas de usuarios y de manitas en las que tratan de reparar aparatos averiados).

Hasta ahora, las leyes medioambientales se enfocaban más en las prácticas de los consumidores y menos en las de los grupos de presión que representan a la industria y tratan de influir en la legislación europea y nacional. Las cosas están cambiando tímidamente. La mayoría de los proyectos de ley empiezan, en general, con una condena penal del fenómeno, pero es sobre todo simbólica, porque resulta casi imposible dar una definición operativa. ¿Cómo se puede demostrar, al tratarse de objetos complejos, que se ha incluido deliberadamente una pieza defectuosa con el fin de obligar al usuario a comprar un aparato nuevo? Los grupos de presión que representan a la industria de los equipamientos eléctricos y electrónicos no se equivocan del todo cuando afirman que la obsolescencia programada, entendida como un complot o un sabotaje, no existe. La vida útil de los aparatos es limitada, pero eso, argumentan, se debe al deseo de los consumidores, una mayoría de los cuales no espera a que el objeto deje de funcionar para adquirir un modelo nuevo. Desde este punto de vista, el ejemplo más simbólico es el teléfono móvil. Tiene una vida útil media de 24 meses, pero, en general, se renueva a los 18 meses, y los jóvenes incluso lo cambian a los 12 meses y a veces antes. Evidentemente, el marketing predispone al consumidor, y la industria es en gran parte responsable de este comportamiento compulsivo de compra.

Estos lobbies también rechazan que los bienes duraderos duran cada vez menos, algo que denuncian las asociaciones de consumidores. La obsolescencia programada, argumenta la industria, es simplemente una “triste leyenda”. En cambio, para las asociaciones que tratan de defender a los compradores, los aparatos se averían antes y esto obliga a comprar otros con más frecuencia. Este debate también es erróneo, ya que los datos comparados son siempre discutibles: no se trata exactamente de los mismos aparatos, y las estadísticas no analizan lo mismo. Cada cual puede encontrar las cifras que le den la razón. Incluso admitiendo que la vida útil de los productos no ha disminuido, una persona ingenua podría extrañarse de que los investigadores sean capaces de permitir que los cirujanos realicen operaciones a distancia, pero que no consigan que una nevera dure más de 10 años. Los propios fabricantes reconocen de buena gana que la durabilidad del producto no es su objetivo de marketing prioritario, y les entendemos.

Otro argumento más perverso que esgrimen los profesionales es el de la ecoeficiencia. Supuestamente, se necesitan menos materias primas y menos energía para la fabricación y mantenimiento de los nuevos aparatos y las nuevas máquinas. Este reciclaje ecológico de la industria, una verdadera operación de greenwashing (lavado de cara verde o ecoblanqueo), ofrece una excusa para abandonar aparatos antiguos, que, sin embargo, todavía están en perfecto estado de funcionamiento, y comprar nuevos productos que consumen menos energía. Esto no es falso, y se podría reducir aún más si renunciásemos a toda una serie de artilugios que consumen una gran cantidad de energía, como los coches o las lavadoras, que a menudo contrarrestan la disminución del consumo.

Hay que hacer un balance completo. En la mayoría de los casos, el ahorro conseguido es muy inferior al daño que se produce al tirar un aparato, por no hablar del hecho de que estos abandonos incrementan considerablemente los residuos. Dejar de usar un producto que aún funciona para adquirir otro que el consumidor no necesita inmediatamente no supone, en general, un beneficio ecológico, ni una disminución de la contaminación. No obstante, el consumidor se deja convencer de buen grado con la excusa medioambiental, y, medio engañado, medio cómplice, tiene la conciencia tranquila. Para compensar el derroche energético que representa llevar un coche viejo al desguace, por ejemplo, habría que conservar el nuevo modelo durante décadas.

Una de las dificultades —y no la menos importante— de la lucha jurídica contra la obsolescencia programada radica en el hecho de que las medidas que se toman solo podrían funcionar realmente si todos los miembros de la UE las adoptasen. Incluso en ese caso, los efectos de unas medidas europeas comunes seguirían siendo limitados, dada la improbabilidad de que se impusiese una legislación internacional a China o a EE UU.

Las reacciones y las iniciativas de la sociedad civil quizá sean más alentadoras. Una de las consecuencias nada despreciables del debate público sobre la obsolescencia programada es que las lenguas empiezan a soltarse. Ingenieros jubilados que han trabajado para grandes marcas denuncian algunas prácticas. Y surgen iniciativas para luchar contra ellas. Podemos citar a la empresa de reparaciones La Bonne Combine, con sede en Lausana, cuyo objetivo es sortear las artimañas que usan algunos fabricantes, y que ha recibido el premio de la ética por su lucha contra “el todo desechable”. Y florecen otras iniciativas, como las plataformas de intercambio entre usuarios en Internet para la reparación de material electrónico e informático. Los ya mencionados cafés de reparación son también lugares de resistencia participativa y concreta.

Es cierto que todo esto no llega muy lejos, pero representa un pequeño paso en la buena dirección y, sobre todo, su efecto más importante no es tanto el de la acción inmediata, sino el de ayudar al posible cambio de mentalidad. Ese es un requisito previo para la necesaria revolución del decrecimiento.

Serge Latouche es profesor emérito de Economía de la Universidad de Orsay y autor de ‘Hecho para tirar. La irracionalidad de la obsolescencia programada’ (Octaedro, 2014).

Traducción de Newsclips. 

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