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‘Fama’: cómo la escuela de danza más sexy de la televisión nos hizo creer en la meritocracia

Cuatro décadas después de su estreno, la película y serie que provocaron un alza global en las escuelas de danza e interpretación ofrece una interesante lectura sobre la persecución del sueño americano y la cultura del esfuerzo.

Fotograma de 'Fama' (1980).
Fotograma de 'Fama' (1980).Cordon Press

«Tenéis muchos sueños, buscáis la fama. Pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor». Esta era la frase que pronunciaba la profesora Lydia Grant (Debbie Allen) al inicio de cada episodio de la serie Fama, justo antes de que sonase la canción interpretada por Irene Cara que funcionaba como identidad sonora de aquella. Los nacidos antes de 1980 probablemente la recuerden y se pongan de inmediato a canturrear «Fame, I’m gonna live forever, I’m gonna learn how to fly«. Sería un merecido homenaje, tanto a la serie como a la película homónima de Alan Parker, estrenada en 1980, que dio lugar al fenómeno Fama y que el pasado 12 de mayo cumplió cuarenta años.

Fama se vio en todo el mundo cuando el término «globalización» aún no había sido acuñado. Su argumento se centraba en el día a día de los alumnos y profesores de una escuela de música y artes escénicas de Manhattan. Se estrenó en la cadena estadounidense NBC el 7 de enero de 1982 y el domingo 20 de febrero del año siguiente ya la estábamos viendo por la primera cadena de TVE. Gracias a Fama subió la demanda de matrícula en las escuelas de artes escénicas, en un momento que coincidió con el gusto por el aerobic y su correspondiente estética de bodis, mallas y calentadores en las pantorrillas. Recordemos que la actriz Jane Fonda publicó en 1981 su famoso libro En forma con Jane Fonda, y que, en estas latitudes, Eva Nasarre había comenzado a difundir la cultura aeróbica en 1983 en su programa televisivo Puesta a punto.

Desde luego, no es lo mismo ejercitarse al ritmo de una melodía discotequera que abrir con naturalidad las piernas en un impecable spagat mientras charlas con tus amigos: lo segundo lo lograban hacer solamente los muchachos y muchachas de Fama, así como los miembros del Ballet Zoom de Televisión Española, dirigido por Giorgio Aresu, y ya presente en la cotidianidad televisiva de este país durante los años setenta del pasado siglo. Tampoco parece casual que cuando la serie se emitió en España, lo hiciera tomando el relevo de la revista musical Aplauso, producida por TVE y cita sabatina para muchos aficionados al pop hasta 1983. Gracias a Fama y a Aplauso, que también ofrecía números de baile, aprendimos que la danza moderna no era un desorden de articulaciones arriba y abajo al son que alguien tocase, sino un espectáculo coreografiado tan preciso como el ballet clásico, aunque acompañado de una música más «marchosa», por emplear el vocabulario vigente en aquella época.

Acudiendo a la bendita hemeroteca, vemos que el diario ABC anunciaba la serie refiriéndose a los personajes en estos términos: «Todos ellos alumnos de una escuela donde sus respectivos talentos son nutridos y desarrollados». A la estudiante de danza Coco (Erica Gimpel) la definía como «un prodigio de talento y ambición que sueña con ser una estrella». Este vocabulario no ha de sorprender a nadie, ya que en Estados Unidos el talento y la ambición son dos palabras que producen chiribitas en los ojos a quien las escucha: recordemos que uno de los mitos fundacionales del país norteamericano es el sistema meritocrático. La meritocracia persigue la igualdad en los éxitos logrados por medio del esfuerzo y el trabajo, si bien actualmente su buena reputación empieza a tambalearse, pues académicos como Daniel Markovits, profesor de la Universidad de Yale y autor del ensayo The Meritocracy Trap, comienzan a detectar sus debilidades.

Lo curioso es que Fama arrasó en España no porque los ambientes y personajes que retrataba nos resultasen familiares, sino más bien por lo contrario. Su escuela de artes escénicas era una quimera: al ver la serie, los adolescentes españoles intuíamos que nunca íbamos a llegar a estudiar en un lugar como aquel, donde se hablaba con naturalidad de talento, ambición y de «perseguir nuestros sueños», misión que hoy sí está en boca de muchos por todas partes. En España, esas palabras no estaban aún implantadas en el día a día de los estudiantes de ningún ciclo, en parte porque para difundirlas no existían las redes sociales, principales pandemistas del vocabulario global.

El centro de estudios de Fama combinaba de modo extraño –y, por eso mismo, tan sugerente– el ambiente de una escuela de arte dramático con el de un conservatorio de música clásica y una academia de danza moderna, algo que aquí nunca se había dado: quien estudiaba violín o clarinete en la España de los años ochenta no tenía entre sus compañeros a alegres jóvenes con calentadores de rayas que montaban números musicales en la cantina del conservatorio. Los representantes del ala más clásica de la escuela de Fama eran el profesor de música, Shorofsky (Albert Hague) y la profesora de teatro, la señorita Sherwood (Carol Mayo), pero ambos convivían sin problemas con el barullo, la diversidad y el color gris chándal presente en las clases de la profesora de danza Lydia Grant (Debbie Allen), cuyo alumno estrella era Leroy Johnson (Gene Anthony Ray), probablemente el personaje más recordado de la serie.

Imagen promocional de la serie de televisión.
Imagen promocional de la serie de televisión.Cordon Press

Una posible respuesta a la pregunta sobre qué nos enseñó Fama –más aún cuando en España el paisaje televisivo no era en absoluto frondoso, pues consistía en un pequeño erial televisivo de dos cadenas– podría ser que ayudó a una generación a buscar la idem, pero con el añadido protestante de sudarla. Fama nos enseñó a ser meritócratas, a lograrlo todo con trabajo y tesón, independientemente de nuestro origen social (la inclusión del personaje de Bruno Martelli –Lee Curreri–, cuyo padre era taxista, servía para estos fines).

Los valores que la serie ofrecía no estaban en sintonía con los de la figura del vendeexclusivas actual, cuyo único talento reconocido es el de ser espabilado. Quizá por eso, la versión española de los chicos de Fama en los años noventa eran los JASPs, aquellos «Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados». El acrónimo lo idearon los publicistas del anuncio de Renault Clio, en un guiño al término WASP [White Anglo-Saxon Protestant], que definía al colectivo más poderoso de la sociedad estadounidense, formado por ciudadanos blancos de orígenes anglosajones y protestantes.

Tuvieron que pasar casi veinte años para que viésemos en una cadena de televisión nacional una serie de ambiente similar a Fama realizada en España y cuyos personajes aspirasen a lo mismo que los protagonistas de la producción norteamericana: convertirse en estrellas. Se titulaba Un paso adelante, fue emitida por Antena-3 entre 2002 y 2005, y en ella Carmen Arranz (Lola Herrera) encarnaba a nuestra Lydia Grant. En esos primeros años del siglo XXI ya se hacía notar también el furor por los musicales en una Gran Vía madrileña cada vez más parecida a Broadway que ha seguido dando sus frutos escénicos hasta el inicio del reciente aislamiento.

Hoy, cuarenta años después de la película de Alan Parker, y con toda actividad escénica en suspenso, los muchachos de Fama nos recuerdan la felicidad momentánea que proporcionan las artes escénicas y los sudores que se necesitan para formarse en teatro, música y danza. Remember my name, recuerda mi nombre, pedía a gritos la letra de la banda sonora antes de concluir con el grito de «Fame«. Eso mismo esperan las orquestas, bandas y compañías de danza y teatro actuales, deseosas de retornar a los escenarios pero conscientes de lo mucho que dependen del apoyo de su público.

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