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Cómo Kling pasó de ingresar millones a la quiebra (y casi cárcel): relato de un hundimiento

“No recuerdo haber disfrutado de absolutamente nada. Los momentos que deberían haber sido de felicidad o realización siempre iban acompañados de una espada de Damocles”, cuenta Papo Kling. El fundador de la marca aniñada y ‘popera’ que marcó a una generación acaba de publicar un libro en el que rememora el auge y la caída de su compañía

Distintas imágenes de varias de las colecciones de la firma Kling en sus años de bonanza.
Distintas imágenes de varias de las colecciones de la firma Kling en sus años de bonanza.Facebook Kling
Patricia Rodríguez

Todo comenzó con una camiseta robada. Concretamente con una prenda que Papo Kling le cogió sin permiso a su novia de entonces, tras constatar sorprendido cómo varias mujeres le preguntaban por ella en la calle. Con la camiseta sustraída viajó a Tailandia, para encontrar algún taller en el que le pudieran replicar el diseño por pocos euros y encargó una producción con el dinero que había ganado junto a un “hijo de gran empresario” en un negocio opaco. “En el libro lo cuento un poco como si fuera Indiana Jones”, evoca Kling (46 años, Buenos Aires), que entonces era un migrante argentino que estudiaba Sociología en Madrid, “pero la verdad es que cuando tienes veintipocos y tienes ganas de aventura, cualquier cosa es una excusa. Creo que esto fue una excusa, porque nunca me planteé tener una marca de ropa. Yo simplemente tenía ganas de vivir, ganas de salir del trabajo horrendo que tenía en un garito en Alonso Martínez”, cuenta por teléfono.

Así que todo empezó con una camiseta robada. Y copiada: “Quiero desmitificar un poco esto de la creación. En Occidente la copia, desde la Ilustración, es una especie de robo del alma; los chinos tienen una concepción distinta y por eso copian todo descaradamente, porque ellos consideran que en la copia aparece la mejora. Cuando uno va copiando, lo que hace es tomar lo bueno y mejorarlo agregándole algo propio. Todo está inventado, la creación es reacomodar las cosas que andan por ahí y a lo mejor darles un nuevo sentido. Eso pasó con nuestra primera camiseta, que fue un bombazo. Cuando vi que la copiaba Zara dije: ‘Bueno, a lo mejor con esto puedo hacer algo más que pagarme los viajes a bucear”.

Papo Kling y portada del libro 'Fractura expuesta' (Círculo de Tiza), imágenes de la editorial.
Papo Kling y portada del libro 'Fractura expuesta' (Círculo de Tiza), imágenes de la editorial.

De vuelta en Madrid comenzó a vender las prendas en ese templo de la modernidad que era a principios de este siglo el Mercado de Fuencarral. Al poco tiempo comenzaron a lucir la etiqueta de Kling. Aún ni existía el filtro Valencia y todo se fiaba al flashazo de la cámara digital y al posterior montaje en Fotolog. Mientras en Nueva York o Los Ángeles triunfaban los chándales de terciopelo, aquí los blogs rastreaban los minivestidos de colores de Patricia Conde, icono de estilo patrio en esos años. En poco tiempo las prendas de Kling eran virales, en una época en la que aún se estaba acuñando ese término. “Fuimos de las primeras marcas en lo que después fue la viralización. Estamos hablando de 2004, 2008, no había ni Instagram, pero comprobé horrorizado la potencia de las redes sociales, vi que eran una caja de Pandora. Tanto es así que nunca se me pasó por la cabeza tener las mías propias. Pero esa potencia que a mí me asustó en ese momento nos sirvió muchísimo para darnos a conocer, es innegable”.

Tampoco se puede negar que sus colecciones tenían algo que atraía a las mujeres jóvenes de aquella generación, con sus estampados naífs y sus precios asequibles. “Nos hicimos un hueco porque rompíamos un poco esta lógica de que teníamos que vender. Hacíamos cosas divertidas, cosas que no nos preocupábamos de si se iban a vender, cosas que nos gustaban. Al menos al inicio, todas las decisiones iban detrás de lo que nos resultaba atractivo y eso genera una identidad única; mejor dicho, genera identidad. El problema de las marcas es que cuando entran en esa lógica de vender, del algoritmo y todo eso, la esencia tiende a desaparecer. A mí ni siquiera me interesaba la moda, me interesaba el arte, el cine, la literatura, la música. Me resultaba divertido lo estrafalario, las combinaciones raras de colores, lo feo. Y creo que mucha gente captó esos códigos”.

De la sala vip a los juzgados

Papo Kling habla sin freno ni pudor y despacha con gusto contra el sistema que le acogió con efusividad y después le repudió sin miramientos. Confirma el tópico de que los argentinos son grandes contadores de historias en la entrevista y en el libro que acaba de publicar sobre sus vivencias, Fractura expuesta (Círculo de Tiza). Lo hace desde la frase con la que abre el relato: “Lo lógico hubiese sido comenzar a narrar esta historia varios años antes y quizá de otra manera, pero creo que tiene sentido contarla a partir de esa mañana de abril de 2015, cuando en menos de cinco minutos de reunión supe que mi empresa no solo se iba a la quiebra, sino que yo tenía, además, muchas posibilidades de acabar en la cárcel”.

Solo un par de años antes, en 2013, la compañía facturaba 17,5 millones de euros, acababa de iniciar su exitosa expansión por Estados Unidos y vendía en cientos de puntos de países como Francia, Alemania, Reino Unido e Italia, así como en 15 tiendas propias repartidas por toda la geografía española. Al frente del casi medio millar de empleados estaba el creador de todo, Papo, que viajaba por el mundo en business mientras iba cerrando nuevas alianzas: “No recuerdo haber disfrutado de absolutamente nada. Los momentos que deberían haber sido de felicidad o realización personal y profesional siempre iban acompañados de una espada de Damocles. Empecé a disfrutar cuando me puse a escribir, ya con distancia, cuando ya llevaba tiempo fuera del mundo de la moda y completamente desvinculado de Kling, cuando me enteré de que cerraba definitivamente. Recuerdo subirme a aviones para ir a Asia realmente deprimido, estar en hoteles preguntándome qué coño estoy haciendo aquí. Estaba por un lado mi deseo de poder tener independencia económica, poder tener mi proyecto, pero mi educación me decía que estaba haciendo una aberración, que estaba contaminando el planeta, que estaba trabajando en una industria tremendamente opaca y sospechosa de unas prácticas horribles de trabajo”.

Kling lanzaba varias colecciones al año, confeccionadas todas en países del sudeste asiático, en condiciones laborales que a menudo olvidaban los derechos humanos. La enseña producía casi un millón de prendas al año que pasaban a engrosar la entonces incipiente rueda del usar y tirar. La moda rápida que desde entonces se ha fagocitado a sí misma y hoy es ultra (híper) rápida. Una rueda que, una vez empieza a girar, es imposible frenar. “Es fácil confundir las necesidades del mercado, las necesidades del sistema, con unas necesidades propias. Yo no necesitaba crecer, no necesitaba abrir tiendas, no necesitaba tener filiales en otros países, no necesitaba franquicias… pero te engaña una lógica que te lleva ahí todo el tiempo. Hay una narrativa del emprendimiento que te conduce ahí. Me di cuenta, quizá tarde, de que no estaba trabajando para mí, estaba trabajando para el capital, para los bancos. Cada vez vendíamos más, cada vez nos iba mejor, así que cada vez teníamos que pedir más dinero prestado para poder encargar las producciones. Ese era un poco el tren que me iba succionando y todo empezó a generar pequeñas fisuras, pequeñas fracturas”.

Es fácil confundir las necesidades del mercado, las necesidades del sistema, con unas necesidades propias. Yo no necesitaba crecer, no necesitaba abrir tiendas, no necesitaba tener filiales en otros países, no necesitaba franquicias…

Hasta que el equilibrio precario se rompió por un letal cóctel de mala suerte y peores decisiones. Así lo cuenta en el libro: “Una inversión fuera de control para el desembarco en Estados Unidos, un par de colecciones demasiado arty que no se vendieron, un invierno europeo casi sin frío, el retraso de dos contenedores de abrigos que llegaron entrada la primavera, un agente griego en dificultades con impagos, un supuesto incendio en una fábrica de un proveedor chino, todo sumado a una gestión financiera desastrosa a cargo de un delincuente y, entonces, ese enorme torrente de felicidad que nunca debía detenerse se frenó en seco”. “Estados Unidos fue muy bien”, reflexiona ahora el argentino, “pero había que financiar toda la expansión, la logística era muy compleja y yo no estaba preparado. No tenía la capacidad. Sí la tuve para juntar a un grupo de artistas y gente creativa, pero no estuve preparado para armar una empresa eficiente. Así se fracturó”. Y así llegó a esa reunión que inicia su libro en la que se enteró de que sus acreedores estaban dispuestos a llevarle a los juzgados.

Escaparate de una de las muchas tiendas que Kling abrió en España.
Escaparate de una de las muchas tiendas que Kling abrió en España.Facebook Kling

“Yo tenía una mirada crítica, pero me dejaba seducir. Nos iba bien, vendíamos, venían las estilistas al showroom, a las fiestas, y todos decían que era fantástico. Éramos un imán que atraía a un montón de artistas, a creativos. Pero jamás se nos acercó un solo inversor. Éramos soñadores a sueldo y no nos interesaba lo más mínimo la cuestión empresarial. A mí me interesaba exclusivamente porque tenía que pagar las nóminas de una estructura gigantesca, pero realmente nos importaba cero el negocio. Y esto es un error. En el libro intento contarlo, es un error porque si no te interesa el negocio, haces otra cosa, haces una fundación, algo fuera del mercado. Pero mi error fue pensar que podía hacer algo dentro del mercado y con mis reglas. No puedes: son unas reglas que están perfectamente definidas desde hace por lo menos 200 años y donde desde los últimos 30 todo pasa por una cuestión de financiación. La moda ya no es una cuestión industrial, ahora es todo financiero. La moda es un negocio financiero, porque el dinero está danto todo el tiempo vueltas. Si miras el ranking de los millonarios, siempre hay de las tecnológicas, petroleras… y del sector textil. La moda es un negocio muy potente”.

Papo Kling vendió su firma a un grupo de inversores en 2016 y salió paulatinamente de la compañía que cerraba definitivamente tras el mazazo de la pandemia, hace exactamente un año. Hoy se dedica a escribir en un canal de contenidos sobre filosofía y política y colabora con algunos medios en Argentina: “Estoy escribiendo, estoy haciendo un programa de política... estoy en otra fase; o quizá en la misma de siempre, con un paréntesis de 15 años”.

Sobre la firma

Patricia Rodríguez
Periodista de moda y belleza. En 2007 creó uno de los primeros blogs de moda en España y desde entonces ha desarrollado la mayor parte de su carrera en medios digitales. Forma parte del equipo de S Moda desde 2017.
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