Muchas de nosotras: cuando te encantan los niños pero no quieres ser madre
El primer verano con mi novia en la playa, vi un niño con un gorrito y no pude no llorar. «Hay algo de lo que no nos curamos, y pasarán los años y no nos curaremos nunca», dice Natalia Ginzburg. En aquel momento, ¿por qué se me saltaron las lágrimas? Escribo. ¿Quizá porque si quisiera tener un hijo tendría que planificarlo a fondo? No lo sé, pienso. ¿Tal vez porque quien se reía a mi lado para quitarle hierro al asunto no era con quien querría tenerlo? Si hacía memoria, con mi pareja anterior que era, por cierto, un chico, ¿habíamos llegado siquiera a plantearlo, a consensuar una planificación…?
Hace unos días, y tras leer el texto de Alba Muñoz, «Muchacha 2», se iluminaron dos faros. El primero de ellos, ¿por qué arrancamos tanto Alba como yo misma a llorar al hablar de ser o no ser madre? Es que siempre es igual. ¿El segundo? Mejor lo dejo para el final. Luego vino una barquita con pequeñas luces de colores en los costados, en forma de debate encendido. Ay, de todas esas lecturas y reflexiones, tan solo entendí que dos ideas entraban en conflicto: la de ser o haber sido madre y la de madrerear, es decir, poder actuar como lo que convencional, social y tradicionalmente se entiende por madre en una coyuntura particular. También que no se estaba hablando con manzanas, sino con ideas, esto es, con abstracciones que no son siempre transparentes para quien las lee, y que, por supuesto, el mercado editorial nos la había vuelto a jugar, al agitar sin mezclar la opinión con la labor y la vocación con el encuentro.
Es claro que ser madre y madrerear son ejercicios que discurren en paralelo, a veces, hasta son el mismo, y que pueden suceder o existir frente a los que sencillamente existen, y que al mismo tiempo son unas prácticas sujetas a una conversación común y en común entre mujeres. Esa es su correspondencia e intercambio, a aquel modelo epistolar apelaba Alba Muñoz cuando decía que su texto era en realidad una carta de amor. Toda carta de amor es el fruto de una reciprocidad. Lo que tal vez tengan en común ser madre y madrerear sea la capacidad generar otredad, la oportunidad de ponerse en el lugar del otro. En este caso, de la otra. Así el refranero popular: «Cuando seas madre, lo entenderás». Y es verdad que lo entendí: esta última temporada, hemos estado conviviendo con una sobrina nuestra en la veintena. ¡Y casi me muero! Pero, por favor, ¿qué estaba haciendo? ¿Quién era yo? Yo no era su madre, pero actuaba absolutamente como si lo fuese. Ese como si —jueguecito que a Carmen Martín Gaite le encantaba señalar en las conversaciones como un chiste— me hizo preguntar más allá de lo que debiera, cocinar pensando no solo en recetas, sino en horarios, estar de vuelta de las horas de conexión en Whatsapp u obsesionarme con que el cesto de la ropa sucia no se nos fuese de las manos. Bueno, de las manos, ¡a mí! En fin, por no mencionar las conversaciones conmigo misma que tenía de casa al trabajo y del trabajo a casa con asuntos de los que tendríamos que hablar. ¡Asuntos de los que hablar! ¡Yo! ¿Con quién y para qué? El caso es, mi suegra, por ejemplo, ella sentaba a su mesa a diario a sus hijos y a todo aquel que venía con ellos mientras decía o pensaba que madre no es solo la que pare.
A veces creo que no estamos pensando, sino que estamos hablando. Pero lo cierto es que no podemos continuar abrazando las verdades que las demás han ido descubriendo poco a poco para sí. Tenemos que dar con nuestras propias certezas. Debemos —y es casi una obligación— exigirnos un pensamiento crítico, no solo respecto a nosotras mismas frente al mundo (en relación a este asunto y a todos en general), sino a propósito de nosotras mismas a solas para poder salir después al primero y que se nos objete, pero no que se nos censure o no se nos escuche porque no hemos sabido contarnos lo que nos pasaba o no nos pasaba. Muchas de nosotras no queremos ser madres y nos gustan mucho, pero mucho los niños. Muchas de nosotras no queremos tener hijos (tenerlos, matizo, aunque sea otro jardín), pero no nos desagrada la idea de ser madres, al contrario. Muchas de nosotras no queremos ser madres o tener hijos y no por ello somos de la antiniños league o, como dicen por ahí, estamos en contra de la infancia, de los paisajes con ruido, de las zonas plasticosas del McDonald’s que, por cierto, ¿existen todavía? ¡Es una absurdez, todo! No somos brujas contemporáneas sin escoba o unas amargadas sin corazón que no tienen pareja. Muchas de nosotras somos muchas de nosotras, pero no somos todas. Otras muchas de nosotras, que también son nuestras amigas, no tienen niños ni intención alguna de tenerlos y nos hacen movernos de mesa en un bar cerca de un parque porque quieren estar a lo suyo. Otras muchas de nosotras prefieren un libro en el que no haya niños o no exactamente. Otras muchas de nosotras no quieren oír la palabra n*. O una canción sobre ellos, una película. Otras muchas de nosotras siguen siendo nuestras amigas y tienen hijos, y esos niños nos llaman tías o la mejor amiga de mamá, esto último, en un escenario digno de Howard Hawks. O no nos llaman nada de nada y solo somos un incordio porque tratamos de acaparar la atención de nuestra amiga con nuestras tretas, que para eso llegamos antes. Asimismo, esas muchas otras de nosotras que tienen hijos, pero no les gustan los niños, o no especialmente, y quieren que crezcan antes de ayer. Ay, esas muchas otras de nosotras que tienen hijos y que silencian el chat de las madres del cole.
Escribir muchas no implica nombrar a la mayoría, no son circunstancias análogas, y resulta urgente comenzar, por un lado, a hablar de que ya no existe tal cosa, la mayoría, y de que cualquier diálogo de provecho implica o requiere de varios interlocutores que no siempre piensen igual. Ser madre, para mí, es algo que se da o no se da, y que es precisamente a caballo entre ese darse o no darse donde existe un margen de, digamos, ¿maniobra? que cada mujer gradúa dependiendo, sí, de sus circunstancias económicas, entre otros muchos motivos, muchísimos, que hacen que pase y que no pase. Es ese espacio fronterizo el blanco sobre el que apuntan nuestras conversaciones; un ambiente en el que, además, se aloja algo que no le es propio, como es la culpa. ¿A santo de qué somos convictas porque no nos suceda o, sencillamente, no se dé algo en nuestras vidas? De nuevo, y como dice mi amiga más amiga, la culpa nos sitúa en la mesa de los niños y nos impide tener conversaciones de adultos. No podemos dejar que se disfrace o confunda la responsabilidad moral con la libertad.
En mi caso, no me he parado a pensarlo hasta ahora y cuando digo pensarlo digo pensarlo en serio. Diría que hará unas semanas como mucho. Total, a mis casi treinta solo me lo habían preguntado en el colegio, qué barbaridad, o sugerido algunos familiares en alguna comida especial, pero yo a mí misma jamás. Ahám. Y ahora, al hacerlo, quería ponerle un poco de cuidado y atención y no caer en el cliché, en lo fácil: «Un sentimiento maternal, ¿qué tiene que ver inspirarse en un tema materno para ponerle ritmo a las cosas? Pueden gustarnos los niños, pero no querer tenerlos. ¿Y qué? ¿También van a reprocharnos la emergencia climática, el precio de la sandía?» Volviendo sobre la escritora italiana: «Entre los vicios de nuestra época, es sabido que está el sentimiento de culpa: se habla y se escribe mucho acerca de él. Todos lo padecemos. Nos sentimos implicados en una historia cada día más sucia. Se ha hablado también de la sensación de pánico, también la padecemos todos. La sensación de pánico nace del sentimiento de culpa. Y quien se siente asustado y culpable calla.»
«Hay algo en lo que no nos pensamos, y pasarán los años y no nos pensaremos nunca», reescribo ahora. Quiero pensar que si lloré aquel día fue porque no solo estaba viendo a un niño, estaba mirando dos cosas que estaban sucediendo simultáneamente y no lo sabía. Por un lado, miraba a un niño, sí, pero por el otro me miraba a mí obviando cómo se movía el tiempo delante de mis ojos. Me miraba a mí esquivando sentarme a pensar y tal vez entendiendo que lo que copa el espacio límite es el tic tac, no la culpa. Ahora me arrepiento de no haberle hecho una pedorreta con la mano en forma de puño y de haberle dicho a aquellos polacos que sí, que les sacaba la foto. Hay que acabar con el que los demás dispongan de nuestro tiempo y de lo que hacemos con él. Ah, y ese era el acertijo, el segundo faro: el tiempo. Puede ser, o puede no ser, que tengamos que recordarnos mejor en el transcurrir de los días al vivirlos, ubicándolos si queremos en un cuaderno o una agenda y no sintiendo falta por algo que no está sucediendo o, que, si lo está haciendo, ocurre de otro modo para que lo experimentemos de acuerdo a lo que nosotras queremos y deseamos para nuestra vida. Poco más se puede decir.
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