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Opinión
Tribuna
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Hablar es ‘sexy’

Cuando un cuerpo coincide con otro en espacio y tiempo y ambos desean quedarse ahí un rato, encuentran la manera de hacerlo sin que nadie salga con el corazón o la cabeza rotos, sin humillaciones y sin coacciones de ningún tipo

Hunter Schafer y Dominic Fike en una escena de la serie 'Euphoria'.
Hunter Schafer y Dominic Fike en una escena de la serie 'Euphoria'.Alamy Stock Photo

Quizá sea el deseo una de nuestras primeras puertas a la frustración. Mana de la intimidad, a menudo de lo que no se atreve a nombrar, de terrenos difusos y libres que desde nuestras vidas domadas parecen abismos infranqueables. Hace falta mucho valor para enunciarse desde el deseo sin trabas, si es que esto es posible, lo habitual es cortarle trajes morales y culturales para hacerlo presentable a nuestro contexto social, cultural, familiar, afectivo e íntimo. Es inevitable y cuesta mucho desandar los caminos de la adaptación, que en un mundo que observa reglas tan marcadas, es sinónimo de protección. Pasamos demasiado tiempo sumergidas en nuestro propio entorno como para dar por seguro que somos del todo libres en algún aspecto de nuestra vida, suele ser la idea de esa libertad, o la escenificación controlada de la misma, lo que nos convence de estar ejerciéndola. Nunca sabremos del todo qué es lo que nos pertenece de nuestro propio deseo, lo que es víscera y lo que es prótesis.

Estos días, una chica colgaba un vídeo en sus redes en el que, desconsolada, exteriorizaba su tristeza y su frustración por el rechazo de un chico en una cita, cuya explicación para no seguir adelante era culpabilizarla por “no haberle avisado” de que era trans. Podemos ver vídeos, tirando a sonrojantes, de adultos funcionales haciendo bailes, sesiones de playback caseras, chavales de Carabanchel hablando de hacerse a ellos mismos desde una habitación de 3 metros cuadrados en un piso de 35, influencers del fitness que rozan el supremacismo, cocineros improvisados, retos ridículos o enumeraciones de datos sacadas del Trivial que pretenden pasar por divulgación científica, y seguir con el scroll como si nada, pero a una mujer trans y joven se le ocurre hablar de cómo vive el rechazo y de nuevo se habla de nosotras como si fuésemos un corro de faunos meneando su genitalidad, la que sea, en el rostro de dios.

Podemos tener una conversación como adultas o podemos seguir en la deshumanización por pura pereza. El rechazo forma parte del deseo mismo y no hay una sola mujer trans que obligue a nadie a hacer nada que no quiera hacer, más bien al contrario, a menudo nuestro papel en el deseo ajeno ha sido el de lo furtivo, el del fetiche, el de algo que no se puede controlar pero que hay que esconder. Históricamente hemos sido el objeto de deseo que debe permanecer oculto y que se disfruta en la trastienda de la respetabilidad, en el desván de lo público, en el de la vergüenza. Desde el mundo transexcluyente se practica una trampa sucísima cuando este “debate” vuelve de forma cíclica al ágora mugrienta de las redes sociales, la de confundir enunciación con exigencia y construir con ella un muñeco de paja —nunca mejor dicho— que poder agitar delante de quien está deseando hacernos daño. Todas tenemos deseos que pueden enmarcarse en lo tránsfobo, en lo racista, en lo gordófobo, en cualquier forma problemática de estar en el mundo, hacernos cargo es lo mínimo, soportar la verdad cuando la escuchamos es signo de madurez, del mismo modo que usar esa conciencia de la verdad como nos de la gana es nuestro privilegio.

Por otra parte, esa exigencia de aviso de lo trans no es más que una forma de blindar cualquier reacción posible, es un contraaviso que manda un mensaje que a las mujeres nos suena familiar: “Es culpa tuya. Mira lo que me has obligado a hacerte”. En muchos países del mundo, por ejemplo en algunos estados de Estados Unidos, existe una figura jurídica llamada “pánico trans” que sirve como eximente en asesinatos de mujeres trans. Se basa en un supuesto estado de alteración de la conciencia provocado por el descubrimiento súbito de la condición trans de la compañera de intimidad, el “me ha provocado o iba provocando” de toda la vida en su versión más sangrienta. Por otra parte, poner estas conversaciones sobre la mesa como declaraciones de culpabilidad o de mácula, aparte de machista, es irreal. Presuponer a nuestros cuerpos una falta que debe subsanarse o una capacidad potencial para ofender a otra persona entronca con lo peor del ser humano. Con la idea de que hay cuerpos que merecen ser amados y otros no.

Pero ya que existe un interés desmedido por mirar debajo de nuestras bragas, la realidad, o lo habitual es que, cuando dos personas se gustan, se atraen y crean una intimidad en la que el sexo es una posibilidad, se habla de ello en términos que transitan entre la delicadeza, la excitación y una sexualidad preciosa que enciende más que apaga. Hay formas divertidísimas de hacerlo que nada tienen que ver con esas conversaciones traumáticas que viven en la imaginación de quien nos detesta, o de quienes nos obligan a tenerlas, como le sucedió a la chica del vídeo.

Si una persona entiende las relaciones sexuales como meros choques entre genitales y va por la vida como un etnólogo británico del siglo XIX, ni es de fiar, ni debería intentar dar lecciones de cómo aproximarse a alguien a quien se desea, y por supuesto, si vamos a ejercer violencia contra un grupo de personas, tengamos la decencia de hacerlo en términos claros, sin disfrazarlo de un debate que nunca se ha querido tener. Detrás de las “peticiones de aviso”, de los “debates”, de las “opiniones” y los “gustos personales” nunca hay un verdadero interés por analizarlos, por sincerarse, suelen ser excusas para la deshumanización y, esta vez sí, un verdadero aviso de lo que nos espera por estar mal hechas.

Cuando un cuerpo coincide con otro en espacio y tiempo y ambos desean quedarse ahí un rato, encuentran la manera de hacerlo sin que nadie salga con el corazón o la cabeza rotos, sin humillaciones y sin coacciones de ningún tipo. Hablar es muy sexy.

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