El desafío de envejecer con VIH: “Las personas de largo recorrido sufrimos depresión, ansiedad y deterioro cognitivo”

Onusida estima que hay más de ocho millones de personas en el mundo con VIH mayores de 50 años. Las personas infectadas pueden sufrir un envejecimiento prematuro y más problemas neurológicos y de salud mental

Carlos López, de 57 años y 33 de ellos con VIH, en su apartamento de Barcelona.Gianluca Battista

La guerra contra el virus de inmunodeficiencia humano (VIH) es una historia de éxito: todavía no se ha encontrado una cura, pero los tratamientos antirretrovirales han logrado mantenerlo a raya y que el diagnóstico de infección por VIH deje de ser esa sentencia de muerte que se firmaba sin remedio en los años ochenta. Si se tratan, los pacientes viven. Y aunque el mundo sigue batallando para erradicar el virus y diagnosticar y tratar cuanto antes en todo el planeta, el triunfo parcial contra virus ha abierto también en los últimos...

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La guerra contra el virus de inmunodeficiencia humano (VIH) es una historia de éxito: todavía no se ha encontrado una cura, pero los tratamientos antirretrovirales han logrado mantenerlo a raya y que el diagnóstico de infección por VIH deje de ser esa sentencia de muerte que se firmaba sin remedio en los años ochenta. Si se tratan, los pacientes viven. Y aunque el mundo sigue batallando para erradicar el virus y diagnosticar y tratar cuanto antes en todo el planeta, el triunfo parcial contra virus ha abierto también en los últimos años un nuevo melón para médicos y pacientes: el envejecimiento de los supervivientes. El peaje de convivir con el VIH puede ser una vejez prematura, avisan los expertos, y mayor riesgo de algunas enfermedades, como tumores o problemas neurológicos y de salud mental. “Lo que sufrimos las personas de largo recorrido, aparte de depresión y ansiedad por ese recorrido, es el deterioro cognitivo, como pérdidas de memoria. Te pasa con 45 años lo que te tendría que pasar con 65”, enumera Carlos López, de 57 años y 33 con VIH. Los profesionales reclaman más recursos psicosociales y los pacientes urgen más formación a las nuevas generaciones de sanitarios: no solo pesa la carga viral, sino toda la mochila de dolencias asociadas que arrastra el VIH.

López conoció su infección en 1989, ocho años después de que se describiesen los primeros casos en Estados Unidos: “Fue un shock importante. Un diagnóstico de VIH entonces significaba que te ibas a morir”, recuerda. Eran años oscuros, de incertidumbre y estigma. De terror: poco se sabía y más se temía. La medicación de la época, la azidotimidina, era, además, “muy tóxica”, rememora López: “Tenía efectos secundarios devastadores. No se sabía qué hacía más daño, si la medicación o el propio virus. Tanto era así, que mucha gente dejaba de tomarla porque se ponía muy mal. Te destrozaba el estómago, te provocaba náuseas y efectos a nivel psíquico, como desorientación y pérdidas de memoria”.

En 1996, con una nueva combinación de tratamientos antirretrovirales (TAR), más eficaces y menos agresivos, la carga viral se negativizaba —no se podía transmitir el virus— y la salud mejoraba. Gracias a estos medicamentos, apunta López, él y otras personas infectadas en esa época han sobrevivido. Pero la sombra del VIH es más larga que la carga viral, advierte.

Onusida estima que el número de personas de más de 50 años con VIH pasó de 5,4 millones en 2015 a 8,1 millones en 2020. Envejece la primera generación de supervivientes —aquella que se infectó en los años ochenta o noventa—, pero también continúan apareciendo casos nuevos en edades más avanzadas. En este último grupo, lamenta Adrià Curran, infectólogo del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, “no se suele sospechar de VIH, hay un retraso en el diagnóstico y llegan con la enfermedad muy avanzada”.

Matilde Sánchez Conde, infectóloga del Hospital Ramón y Cajal de Madrid y miembro del Grupo de Estudio del Sida (Gesida) de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica, fija en los 50 años el punto de corte para empezar a considerar que una persona con VIH se hace mayor. Aunque matiza: “El envejecimiento no es siempre igual. No es obligatorio hacerse mayor a los 50, pero a partir de esta edad hay que vigilar y controlar que puedan empezar a aparecer comorbilidades de la edad, como la insuficiencia renal, la hipertensión, la diabetes…”.

Los expertos coinciden en que se está acortando al mínimo la brecha en la esperanza de vida entre infectados por VIH y la población general, pero puede haber un envejecimiento prematuro en las personas con VIH a causa del virus y otros factores. Esto es, que se adelanten entre cinco y 10 años esos problemas de salud asociados a la edad. La comunidad científica apunta que, de alguna manera, se repiten con el VIH los patrones que se producen en un envejecimiento fisiológico: con la vejez natural, a causa de las agresiones por el paso del tiempo, hay una especie de inflamación persistente en el organismo y una alteración del sistema inmune, que envejece y no es capaz de responder con igual eficacia a los ataques externos; con el VIH, cuando el virus está circulando, se provoca también una inflamación y, aunque la carga viral se controle, el virus puede seguir activándose en los reservorios y, aunque no infecte la célula, puede provocar una inflamación que obliga a mantener activo de forma crónica el sistema inmune. Hay otros procesos, como cambios en las bacterias del intestino o el paso de estas bacterias al torrente sanguíneo, que pueden provocar también esta inflamación persistente.

Un estudio publicado en The Lancet Health Longevity señalaba que, según los Centros de Control de Enfermedades estadounidenses, el 50% de las personas con VIH tienen más de 50 años y representan el 70% del total de muertes entre las personas con VIH. Las principales causas de decesos entre individuos con VIH que tienen acceso a los tratamientos antirretrovirales son dolencias como “el cáncer, las enfermedades cardiovasculares y el deterioro cognitivo”, apunta la investigación, aunque las personas mayores con VIH también presentan déficits en la función física, síndromes relacionados con la fragilidad y otras dolencias que limitan su calidad de vida. Las guías clínicas ya recomiendan hacer, entre otras cosas, un cribado de fragilidad a partir de los 50 años (en la población general es a partir de los 70).

El estudio de The Lancet Health Longevity recuerda que la prevalencia de enfermedades relacionadas con la edad es mayor en personas con VIH y apunta, como avanzaba Sánchez Conde, que hay características propias del envejecimiento biológico, como el daño molecular o la inflamación, que pueden estar desreguladas en este colectivo, pero “es necesario definir con precisión el efecto de la infección y la terapia del VIH” en estos procesos, admite. Curran agrega que otros factores de riesgo externos, como el tabaquismo o haber consumido tóxicos, así como la posible interacción entre fármacos o los efectos secundarios acumulativos de los primeros tratamientos más agresivos, pueden haber impactado en la salud de este colectivo.

Marta Massanella, investigadora de Irsicaixa, señala que “hay marcadores asociados a la edad que se encuentran de forma más temprana” en esta población, pero apunta también a las particularidades de esa primera generación de infectados que tardaron más en tratarse de forma eficaz o que se medicaron con fármacos más tóxicos: “En los primeros, su sistema inmune también se vio más afectado y las secuelas y los daños eran un poco irreparables”, con más riesgo de osteoporosis, tumores o enfermedades hepáticas y renales, señala. Y agrega: “Los tratamientos no son inocuos y una parte de los problemas pueden venir asociados por la toxicidad. El tratamiento de ahora no es igual al de los años ochenta”.

El peso del estigma

Para Fátima Brañas, geriatra del Hospital Infanta Leonor y miembro también de Gesida, es “un momento histórico”: “Hasta ahora no había personas mayores con VIH. En los años ochenta, el reto era que sobrevivieran; luego hubo una época de vivir con una mochila de efectos secundarios y estigma; y, ahora, es el momento de la integración: el reto es que tengan la mayor calidad de vida posible”.

La mochila de cada paciente es distinta y el abordaje terapéutico, añaden, ha de ser multidisciplinar y adaptarse a las necesidades de cada uno. “Hay que tener una visión global de la persona, no solo de la enfermedad u otras comorbilidades. Hay que integrar la situación física del paciente, su funcionalidad y la mochila de algunos que llevan mucha soledad y aislamiento por lo que vivieron esos años. Hay más prevalencia de síntomas en la esfera psicosocial”, apunta Brañas.

Carlos López tiene un largo historial médico y la casa llena de post-its para acordarse, dice, “de lo más básico”. “Lo que más me imposibilita son las pérdidas de memoria y la dificultad de concentración”, afirma, pero a ello se suma una depresión mayor de largo recorrido “que se ha agravado con el paso de los años” y problemas cardiovasculares a raíz de una cirrosis que desarrolló tras contraer una hepatitis. También arrastra problemas respiratorios por una tuberculosis que padeció hace un tiempo y sigue vigilándose de cerca para evitar recaídas de un tumor en el apéndice que logró extirpar. El estigma también se ha quedado: “Eso lo teníamos todos porque el VIH estaba relacionado con la muerte y se juntaba con el miedo a transmitirlo a otros y el temor a sentirte rechazado. Todo eso hace que se nos quede un autoestigma”.

Carlos López, diagnosticado de VIH en 1989.Gianluca Battista

Los supervivientes de largo recorrido reclaman una atención integral y formación a las nuevas generaciones de profesionales que no han vivido la peor parte de la crisis sanitaria del sida. “En 1996, con la llegada de los tratamientos de amplio espectro, la gente dejó de preocuparse por el VIH y ahora te encuentras con una serie de médicos que no saben sobre nuestros problemas”, lamenta López. Y critica que “tienden a minimizar” sus dolencias: “Te vigilan la carga viral y si está bien, pues ya está. Y te dicen que todo lo demás ‘le pasa a todo el mundo’. ¡Pero es que nos pasa lo que nos tendría que pasar dentro de 15 años!”, protesta.

Brañas asume que hay que “reinventar” el abordaje a este colectivo. “Especialmente, en personas que se diagnosticaron en los años ochenta, la salud mental habría que abordarla de forma sistemática en todos ellos”, dice. Y afina las diferencias dentro del propio grupo de pacientes: en los diagnosticados antes de 1996, hay más riesgo de depresión, enfermedad pulmonar obstructiva crónica o trastornos mentales, mientras que hay menos carga de diabetes o hipertensión, concreta. La fragilidad, en cambio, es más frecuente en los que se infectaron tras 1996, apunta. Sánchez Conde lamenta la falta de recursos: “Hay soledad, estigma y se sienten más señalados de lo habitual. Pero en la esfera psicológica y psiquiátrica estamos limitados porque no tenemos recursos disponibles. Casi no hay psicólogos clínicos”.

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