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Alsasua avanza hacia la paz que piden los balcones

El pueblo vive con ganas y recelo que dos de los ocho presos reciban el tercer grado y puedan ir a casa

Juan Navarro
Alsasua
Unas jóvenes caminan delante del contador de días en prisión de los presos de Alsasua.Javier Hernández

Unos aseguran que fue un acto de terrorismo. Otros lo reducen a una mera pelea de bar. Las pancartas marrones que ondean en los balcones piden en silencio “Utzi Altsasu Bakean”, una especie de “Dejad en paz a Alsasua”. Han pasado tres años desde aquella infausta noche en la que la agresión de ocho jóvenes a dos guardias civiles y sus parejas desembocó en unas penas de prisión que pusieron a este municipio navarro (7.500 habitantes) en el mapa.

Desde entonces se han sucedido las peticiones de reducción del castigo o que se libere a los encarcelados. Los tribunales han desoído estas proclamas, si bien en octubre el Supremo redujo sensiblemente las condenas dictadas por la Audiencia Nacional, que han pasado de penas de entre dos y 13 años de prisión a una horquilla que queda entre año y medio y nueve y medio. Dos de ellos recibieron este miércoles el tercer grado y podrán ir los fines de semana a sus casas, aunque el resto de noches dormirán en la penitenciaria de Zaballa (Álava).

Iñaki Abad, a quien le correspondieron tres años y medio de cárcel, y Aratz Urriozola, penalizado con algo más de cuatro años, pisaban la calle este viernes, a las once y media de la mañana, tras más de mil días sin hacerlo. Esta noticia ha traído alivio a Alsasua, pero prevalece un mensaje claro: “No hay nada que celebrar”. Por eso este viernes por la noche no habrá homenajes ni actos más allá de la reivindicación semanal en apoyo a los encarcelados. Tampoco se aprecia nada especial en el céntrico bar Koxka, donde ocurrieron los hechos, que se contenta con servir una demandada y sabrosa tortilla de patata. Unas calles más allá, enfrente del Ayuntamiento, dirigido por Geroa Bai (coalición vinculada al PNV), un contador registra que los chavales llevan 1.132 días entre rejas.

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El municipio se despereza por la mañana y comienza el trajín de paseantes, compradores y obreros que trabajan sobre una de las calles. Al fondo, unas imponentes montañas que se clavan en un lecho negro de nubes. María Ángeles García, de mediana edad, camina con su madre delante de una carnicería que sortea su particular Gordo: un jamón. “Fueron penas desorbitadas, estamos rabiosos”, exclama mientras apunta que tiene una hija de 20 años y que “podría haber sido detenida” de haber estado en la taberna.

García, no obstante, expresa su alegría por que Abad y Urriozola se encuentren en régimen de semilibertad y verbaliza el lema de los balcones: “Todavía se habla del tema, nos ha afectado a todos”. El quiosquero Martín Negre, que observa la vida desde fuera de su establecimiento, acepta que “el que haya hecho algo, que lo pague”, pero sus ojos azules brillan al hablar del castigo “excesivo”. Aritz Leoz, portavoz de la plataforma en defensa de los detenidos, recalca que “la gente está contenta”, pero reclama no olvidar que el tercer grado forma parte de la condena asignada. No es un premio, sino “la continuación de la injusticia”, agrega, solemne.

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Unos chicos caminan hacia una pared que tiene pintado a uno de los encarcelados.
Unos chicos caminan hacia una pared que tiene pintado a uno de los encarcelados.Javier Hernández

El viento empuja un olor a las lumbres del hogar que se propaga por las calles mojadas de Alsasua. Al rato, rompe a llover. Por ellas camina, despacio, un anciano con txapela que dice ser el abuelo de Adur Ramírez, penado con ocho años y medio de prisión por atentado a los agentes de la autoridad y tres delitos de lesiones. Su voz delata cierta envidia sana cuando valora que dos de los compañeros de su nieto ya están más cerca de la libertad: “Es extraordinario, es una pequeña luz”.

En este tipo de pueblos casi todo el mundo se conoce, algo que se corrobora al preguntar a los viandantes por los condenados. Algunos los definen como amigos; otros, como Pablo López, se conforman con un “conocidos”. “Ya era hora, aunque aún faltan los demás”, sostiene.

Los rostros de tres de los presos, pintados en grande en una plaza de Alsasua donde resuena el tañer de las campanas de la iglesia, asisten fríos a las andanzas de los vecinos. Debajo de sus mentones, el mantra “Utzi Altsasu Bakean”. Nadie se fija especialmente en ellos porque en este pueblo, más que en ninguno, todos saben quién es quién.

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Sobre la firma

Juan Navarro
Colaborador de EL PAÍS en Castilla y León, Asturias y Cantabria desde 2019. Aprendió en esRadio, La Moncloa, en comunicación corporativa, buscándose la vida y pisando calle. Graduado en Periodismo en la Universidad de Valladolid, máster en Periodismo Multimedia de la Universidad Complutense de Madrid y Máster de Periodismo EL PAÍS.

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