‘El Nano’ y Juanjo, dos niños unidos por un fatal destino
El primero mató al segundo, su amigo de la infancia de tan solo 10 años, de una pedrada en la cabeza a las afueras de Madrid. Corría 1992. Enterró el cuerpo y tardó un año en confesar el crimen a la policía
El Nano...
Juan José Ferrer desapareció de su casa el 9 de agosto de 1992. Tenía 10 años, fracasos escolares en su cartilla y el pelo lacio. Durante un año, policías, brujos y vecinos salieron a la búsqueda del chiquillo. Nano y Richi, los dos hermanos que lo vieron por última vez, aseguraban desconocer su paradero. Sin embargo, durante una acampada en Castilla-La Mancha, Nano, después de haber mantenido una versión totalmente distinta durante un año, se confesó autor del crimen y llevó a la policía hasta el descampado donde mató a su amigo de una pedrada. Lo hizo porque le había insultado. Era un lugar cercano a la M-40 y al barrio de El Cruce, donde vivían los tres chiquillos. El niño muerto y el amigo que le golpeó con una piedra estudiaban en el mismo colegio, ambos son hijos de madres drogadictas que los abandonaron hace años, los dos vivían con sus abuelos en un barrio pobre de Madrid y tanto el uno como el otro perdieron a su padre antes de conocerlo.
A Nano sólo le llaman Jesús la abuela y la madrina. Sus 13 años han discurrido entre apodos y grandes mentiras. Creció con la idea de que el padre le abandonó aquel día en que cogió la moto para ir a por tabaco. Aún gateaba cuando los vecinos del bloque de Villaverde donde vive —patio interior, desconchados, Camarón por la mañana y El Precio Justo por la noche—, comenzaron a creerse y difundir lo del tabaco. Efectivamente, aquel drogadicto anunció que iba a comprar unos cigarrillos, pero ése, según relatan los amigos de Toñi, la madre, y los abuelos, no era el padre de Nano, sino de Richi, su hermanito de 10 años.
El día del crimen Juanjo se burlaba una vez más de Richi. Nano intentó proteger al hermano, y entonces Juanjo insultó a la madre de los dos
El verdadero padre, según esa versión, lo había abandonado antes de nacer. Entonces, la madre decidió pasar una temporada en Levante y de allí regresó con el apodo de Nano como recuerdo turístico-lingüístico de la terreta. Se lo entregó a los abuelos diciéndoles que no podía hacerse cargo de él, que lo cuidaran por unos meses. Y los meses se convirtieron en años. Cada cierto tiempo ella los visitaba cuando compraba droga en una esquina cercana. Alguna vez topaba con el Nano, como pocos días antes de que lo detuvieran, le estampaba un beso en su cara de niño arisco, y le regalaba 1.000 pesetas a repartir con Richi. De vez en cuando los visitaba en casa de los abuelos, con el vientre inflamado por la llegada de algún hermanastro de Nano. Pero qué grandes estáis, haced los deberes, a ver si os portáis bien, y otras frases de familiar que llega de visita: ésas eran las que recibieron de su madre.
Sorda y medio ciega
Entre los abuelos y su tío El Chori —un muchacho con imagen de buena persona— Nano aprendió a regresar del cole con Richi de su mano, más flojo de cuerpo y carácter, a limpiar la casa, fregar y hacer la compra. Engracia, la abuela, se ha quedado sorda y medio ciega, pero sabe que muchas abuelas de dinero quisieran para sus nietos una carita como la del suyo. Ya era guapo de pequeño, cuando Jesús el electricista y María de las Mercedes, los vecinos del tercero, accedieron a apadrinarlo.
La madre había prometido que si salía varón lo bautizaría con el nombre del padrino. Hace pocas semanas, cuando el matrimonio tenía que dejar la casa sola por vacaciones, Nano se quedaría a cargo de la casa. María de las Mercedes le advertía: "No dejes pasar a tu madre, ni se te ocurra". No se le ocurría. Y ya se cuidaba el abuelo, Antonio el fontanero, de que así fuera. Pero al anciano se le escapaban aquellas ocasiones en que algún vecino de 17 años como David le pegaba a su nieto y el niño subía a casa a por una navaja y bajaba con ella. "Cuando lo vi", relata David, "le dije, 'anda vete, que todavía te vas a llevar más hostias. Y se fue, no hizo nada".
Tampoco sabía Antonio que cuando su nieto salía de casa se iba incluso hasta Getafe o Leganés a jugar. Sin embargo, la familia de Juanjo, el niño al que presuntamente mató Nano, presume de que a él nunca le dejaban ir tan lejos.
Se conocían desde muy pequeños, compartían colegio y rabonas, y en los dos últimos meses hasta meriendas en casa de la tía de Juanjo. El día del crimen Juanjo se burlaba una vez más de Richi. Nano intentó proteger al hermano, y entonces Juanjo insultó a la madre de los dos.
Pocos periodistas prestaron atención al caso. Un niño travieso, sin padres... lo típico: se habría ido a recorrer mundo harto de la abuela y las tías
A partir de aquella tarde vendrían las cámaras de televisión, las acusaciones de los compañeros de colegio, y aquel día en que los profesores sacaron a los niños al recreo para pedir un minuto de silencio por las tres niñas de Alcàsser. Nano pidió entonces otro minuto para Juanjo.
Y mientras tanto, a soportar los insultos de los otros niños —asesinoooo, asesinooo—, los interrogatorios de las tías de Juanjo, que lo paraban en la escalera y le decían: "Nano, has sido tú, asesino", y él que se ponía blanco, temblaba y decía: "¿Cómo voy a hacerle yo nada? Yo no he hecho nada". Carlos, otro niño del barrio, comenzó a contar que, al día siguiente de la desaparición, Nano le dijo que Juanjo no jugaría más con él, que lo acababa de matar. Pero Carlos no dijo nada porque, según él, de lo contrario le cortaría el pescuezo.
Casi al año de la tragedia, surge la idea de una acampada en Castilla-La Mancha. El abuelo lleva a Nano y Richi hasta el autobús que parte del estadio Bernabéu. Ya entre las tiendas de campaña, se monta una pelea y Nano le advierte a otro chiquillo que no lo cabree porque una vez mató a otro y puede matarle a él. Empiezan a preguntarle, y se delata. Confiesa el lugar donde lo enterró, lo llevan a la policía y rompe a llorar. La travesura había concluido.
Desde aquel 9 de agosto en que enterró a su amigo, le ha dado tiempo a sufrir demasiadas pesadillas. Ahora comienzan las del abuelo. Carlos, el niño al que supuestamente amenazó Nano para que no dijera nada, ha denunciado ante la policía que Antonio, el abuelo fontanero, llegó incluso a pegarle para que callase.
Cuando dentro de dos años salga del centro de menores donde lo han internado, tal vez Nano quiera que le llamen siempre Jesús.
...y Juanjo
El mejor amigo de Juanjo era el Gavilán. Lo esperaba a la puerta del colegio, se pegaba a sus piernas entre las calles polvorientas de Villaverde, enseñaba los dientes si se metían con el niño y sofocaba sus ladridos cuando Juanjo encañonaba a los pájaros del Manzanares. Al morir su amo, el perro, blanco y musculoso, abandonaba la casa todas las tardes y regresaba llorando. Adelgazaba irremisiblemente y Carmen, la abuela, la limpiadora de ojos verdes, decidió llevarlo a una perrera cuando cogió la sarna. Murió anémico a las pocas semanas de que mataran al chiquillo.
Antes y después del Gavilán, todos los amigos habían sido ocasionales. Incluso sus padres: un drogadicto que buscó en el amor de Juli una salida a la droga. Se casaron por la Iglesia con nueve meses de embarazo. Había que mojarlo y la juerga fue impresionante, tanto que el padre fallecería en un accidente de tráfico la misma noche de su boda. Ésa fue la versión de la familia sobre la muerte. Otros vecinos apuntan una más trágica con policías y pistolas. A Juli se le adelantaron el parto y las ganas de consumir heroína. La chica no era toxicómana, pero cuando se vio de repente inmersa en el vicio, le colocó el niño a la suegra, que experiencia con sus dos hijos y ocho hijas no le faltaba.
Así creció Juanjo, entre las manos duras de la abuela enjabonando su cuerpecillo delgado y la ropa tendida a la puerta de una casa prefabricada. Si le enseñaban la foto de la madre, el niño decía que era una guarra porque le había abandonado. Sin embargo, la imaginación o el deseo le llevaban a asegurar a la abuela que vio a su madre la otra tarde en tal calle y que no quiso hablarle. Mentira, nunca la vio, dicen las tías.
"Se reía de nosotras"
Juanjo se vio obligado a hacerse respetar. Las piedras, siempre a mano en un barrio donde el escaso asfalto sirve para clasificar clases sociales, lo mismo las lanzaba contra sus amigos que a la cabeza de sus tías. "Le pegábamos y se reía de nosotras", comenta su tía María Jesús. Juanjo también sabía mostrarse dócil, acariciar la cabeza de sus primitas y obedecer a los mayores cuando quería que le diesen 20 duros. Y travieso, sí, como todos los niños, claro, pero con un corazón así de grande, añaden todos los que le querían.
Muchas madres cuidaban de que sus chicos no se juntasen con él, alegando que no aprenderían nada bueno. En el colegio de la República del Salvador congenió con Nano y Richi. Destacaban como los más traviesos, en un centro donde las peleas, los insultos y los suspensos alcanzan una frecuencia desesperante. El propio director del centro se queja de falta de medios para educar a unos niños que agasajan a los adultos, cuando intentan mediar en las peleas, con frases estilo "te juro que mi hermano te raja", o "ya verás, hijo de puta, como esto no queda así".
Amenazas como ésas eran las que convirtieron a Juanjo en un jefecillo de banda. Algún vecino asegura que sólo contaba con el amor verdadero de su abuela, y que de los otros (primos, tío y tías), sólo su protección. Si se escapaba alguna bofetada de un adulto, se la llevaba Juanjo.
Pocos, muy pocos niños de su colegio alcanzan el bachillerato. Y Juanjo no iba a ser la excepción. Iba retrasado respecto a sus compañeros, pero María Jesús, su tía, asegura que si el niño "se ponía" hacía los deberes bien.
El caso es que no se ponía, prefería cazar pájaros. La tarde de verano en que murió, una vecina amiga suya lo vio en un parque con los dos hermanos y le reprendió para que no jugara con la escopeta. El chiquillo le contestó con una grosería. Ella lo conocía bien. Era un niño de pelo lacio y sonrisa ancha, con el aspecto algo más sucio que el de Nano. Su abuela le había comprado ropa ese día en el Pryca para llevárselo de vacaciones a Gandía (Valencia) con otra tía suya. La señora sabía que Juanjo despedía ramalazos de agresividad tan deslumbrantes como sus latigazos de ternura. De repente, soltaba una de esas frases inocentes que sólo salen de niños sin padres, capaz de desarmar a cualquiera.
Después de insultar a la vecina, paseó delante de ella para hacerse perdonar. "Ten cuidado, Juanjo, que les puedes hacer daño a tus amigos con la escopeta", le dijo ella. "Cómo les voy a hacer daño si son mis mejores amigos", le respondió.
Horas más tarde apuntaba con el arma a otro chiquillo: y después lo mataba su amigo Nano con una piedra porque le había insultado. Las gasolineras del barrio se empapelaron con su sonrisa y el programa Quién sabe dónde ofreció en directo los pesares de la abuela.
Pocos periodistas prestaron atención al caso. Un niño travieso, sin padres... lo típico: se habría ido a recorrer mundo harto de la abuela y las tías.
La policía asegura que hizo todo lo que pudo. Rastrearon el río Manzanares junto a los bomberos cuando el niño al que encañonó les dijo que lo había visto por allí aquella tarde. En la zona llamada de los cuatro metros, donde más cubre, sólo encontraron barro. Los agentes de Usera acudieron también a la calle de la Montera, donde alguien mantuvo haberlo visto con personas mayores, y a una caseta de El Cruce, donde una profesional del péndulo aseguraba vislumbrarle sano y salvo.
Cuando apareció el cuerpecillo del crío, muchos familiares decían: "Lo sabíamos, lo sabíamos, ha sido el asesino del Nano". De hecho, meses antes daban gritos en el piso donde vivían Nano y Richi cuando la abuela Engracia se quedaba sola, confiados en que la sordera le impediría contestar: "Que sabéis quién ha matado a Juanjoooo... ¡Decidlo asesinos!".
El abuelo no saludaba a los familiares del chiquillo. Apenas se relacionaba con los vecinos del bloque. Los agentes recuerdan que cuando se acercaban al piso para interrogar a los niños, el abuelo siempre ponía algún obstáculo, cerraba la puerta y repetía que los niños no sabían nada, que dejaran de acosarles.
Al desenterrar el cadáver casi todo el barrio se colocó al lado de la familia de Juanjo. Desfilaron por donde la abuela Carmen, que ya no vive en la casa prefabricada, sino en un piso concedido por la Comunidad de Madrid. La vivienda se llenó de periodistas, mujeres y algunos familiares de Juanjo con tatuajes en los brazos que advertían al fotógrafo seriamente: "Ni se te ocurra sacarme una foto ni poner mi nombre en el periódico".
La familia del muerto organizó una manifestación hasta el lugar del crimen para llevarle flores. Y de repente, la madre de Juanjo, al cabo de muchos años, apareció allí aquella tarde. Andaba con El Pato, un feriante de Vallecas. Lloraba y decía: "Mi niño, mi niño". La opinión de muchos vecinos es que lo mismo que Nano mató a Juanjo podía haber pasado al revés y tampoco se habría extrañado nadie. Y la madre de Nano también habría sollozado, tantos años después: "Mi niño, mi niño".
Este artículo apareció publicado en la edición impresa del Domingo, 1 de agosto de 1993.
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