... Y mato porque me toca
"Es espantoso lo que tarda en morir un idiota", escribió el asesino del rol en su diario. El 30 de abril de 1994, Javier Rosado y su amigo Félix apuñalaron a un hombre que esperaba el autobús como parte de su macabro juego
El relato del crimen que transportó a este país hacia las regiones mentales más frías de los asesinos anglosajones en serie comienza cuatro años antes del 30 de abril de 1994, noche en la que un estudiante de tercero de Químicas, de 22 años, y otro de tercero de B.U.P., de 17, eliminan a un hombre con 20 puñaladas porque lo exigía el guion del juego que ellos mismos inventaron.
Los sucesos de EL PAÍS
Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extraídos del libro Los sucesos de EL PAÍS, publicado en 1996 como parte de la conmemoración de los 20 años del diario, lanzado el 4 de mayo de 1976. Históricas firmas del periódico, como Rosa Montero, Juan José Millás o Jesús Duva desmenuzan algunos de los crímenes que han marcado la reciente Historia de España, de la matanza de Atocha al crimen de los Marqueses de Urquijo.
Cuatro años antes de aquella madrugada, en un campo de fútbol del barrio madrileño de Chamartín, Félix Martínez, un niño de octavo de E.G.B., se embelesa con los gritos desde la grada de un chaval cinco años mayor, ojos azules detrás de gafas gruesas, metro noventa sobre el nivel del suelo, moreno y desgarbado en el andar. Félix se le acerca creyendo que declama nombres de personajes del juego del rol, el invento que surgió a finales de los sesenta en Estados Unidos y conquistó en forma de negocio las papelerías españolas en la década de los noventa. Varias fichas, un tablero, una historia inventada y unos roles, interpretaciones o arquetipos que se adjudica a cada participante. Inteligencia, fantasía y tiempo libre para probarlas. Ordena y manda la figura del rol master.
A Félix no le gustaba ningún deporte, ni siquiera le apasionaba el cine, ni las chicas –su primera relación amorosa la tendría dos años después–, ni las motos, ni la ropa, ni los estudios. Tan sólo leer, a ser posible historias paranormales, escribir poemas y jugar al rol.
Félix se iba a llevar una sorpresa. Allí tenía un posible compañero de Rol gritando aparentemente nombres de personajes. ¿A qué esperaba para conocerlo? El chico de E.G.B. aborda por fin al miope de ojos azules y le pregunta si también sabe jugar al rol. Dos tragedias se dieron la mano.
La de Félix, fácil de resumir: nunca tuvo hermanos, su padre genético murió drogadicto y enfermo de sida cuando el niño cumplía un año, la madre mexicana, también drogadicta, conoció a su padre adoptivo cuando el chaval cursaba segundo de E.G.B. y se separaría cuatro años más tarde. Félix conocería entonces el cariño incondicional del nuevo padre y el desbarajuste colegial de todos los maestros por los que iba pasando, ya fueran de Madrid, Ibiza o La Rioja, según adjudicaran su estancia al lado de la madre o del padre. «Nunca hubo paz, eso no era una familia», confesaría el chico. La madre muere también de sida dos años antes del crimen y dos años después del encuentro con Javier en el campo de fútbol.
Félix, un carácter inseguro, nunca líder ni siquiera de sí mismo, lector empedernido, conoce en aquel campo a otro lector más empedernido, un fulano con una seguridad en sí mismo extraordinaria, alguien con frases del tipo «las mejores drogas están en la cabeza de uno», solitario, bien educado, taciturno y didáctico: Javier Rosado Calvo, vecino de Félix en una calle de Chamartín donde los pisos de cien metros cuadrados cuestan hasta 30 millones de pesetas de los años noventa. El del padre adoptivo de Félix, empleado en una empresa de máquinas tragaperras, era tan sólo alquilado.
Javier gritaba en las gradas varios nombres pero, para sorpresa del chiquillo, aquel tipo encorvado no sabía jugar al Rol. El chasco duró sólo un segundo, porque las palabras del otro llevaban un significado aún más atractivo y profundo que el del simple juego: eran nombres, pasajes, del gran novelista de literatura fantástica H. P. Lovecraft, el genio de principios de siglo cuyos relatos de tumbas, castillos temblorosos, sueños, monstruos y nieblas llegan cargados de frases tipo: «Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos físicos [...]». H. P. Lovecraft, la pasión confesa de Javier.
«Desde que conocí a Javier y me metió en su mundo», reconoció Félix en sus exploraciones psiquiátricas y psicológicas a raíz del crimen, «todo cambió para mí, encontré otro tipo de pensamientos lejos de los vulgares de cada día, cambió mi interior, me entregué a este tipo de filosofía que era apasionante, aún me sigue pareciendo apasionante, Javier se convirtió para mí en un ser extraordinario muy superior al hermano mayor que nunca tuve, me dejé arrastrar por él [...]. Al cabo de un tiempo llegué a hablar como él y a hacer gestos como él. Él hablaba mucho mejor que yo, mis ideas me las rebatía con facilidad [...]. Todo el mundo era estúpido para él, pero yo creo que yo para él no era estúpido».
Y Javier, la otra cara de la tragedia, encontró en Félix el público de banderita y trompeta que necesitaba su egolatría, el hermano pequeño que tampoco tuvo, porque su único hermano, un año mayor, más fuerte, vencedor en las disputas físicas, apenas se trataba con Javier. Félix sería el discípulo predilecto de una filosofía alimentada con cuatro obras de Friedrich Nietzsche, Edgar Allan Poe o Stephen King mal mezcladas y otras tantas decenas seudoliterarias, peor digeridas.
Durante una convalecencia por lesión en una pierna, Félix le lleva un juego del rol y Javier aprende a jugar. Al poco tiempo el enfermo crea Razas, un juego basado en el rol. La humanidad se divide en 39 razas o arquetipos que él ha inventariado basándose en personajes y nombres novelescos prestados por Lovecraft. Las razas, diría Javier, son ideas humanas llevadas al extremo. La raza 37 corresponde a los psicólogos, la 25 a las mujeres, la 22 al hombre, la 1 al bien y la 7 al mal. Cuando los psiquiatras le preguntan si jugaba al Rol, hay veces en que Javier llega a enojarse y dice que su juego era mucho más importante que el rol; era Su Obra, una «filosofía total» a la que había dedicado más de mil páginas y de la que esperaba escribir un libro.
Hasta la noche del crimen, Javier pasa por un tipo normal, sin traumas perceptibles ni siquiera por su familia. Su padre, ingeniero industrial, solía jugar al ajedrez con él, su madre, enfermera, le sanaba las heridas, y su hermano, compañero repetidor en tercero de Químicas, aseguraba que a Javier le bastaba con asistir a clase para aprobar.
Javier no era un joven de inteligencia superdotada, en eso coinciden profesores y psiquiatras, pero disponía de la justa para creerse con mucha, para ganar un concurso de ajedrez en la cárcel y no disimular el orgullo o para impresionar a cuatro chavales del barrio menores que él. En los dos primeros cursos de Químicas consiguió seis aprobados, dos notables y un sobresaliente. Un expediente bueno, sin más.
Personalidad, conocimientos y edad suficiente, en cualquier caso, para erigirse en Master, líder de la banda del rol, que entre bromas y veras planeó matar la madrugada del 30 de abril a la primera víctima de lo que iba a ser una serie de crímenes. Los otros dos chavales, Javier Hugo E. S. y Jacobo P., de 17 y 18 años respectivamente, fueron encausados por conspiración para el asesinato. A Jacobo le preguntó la policía por las normas de Razas y contestó que no había normas concretas como en el fútbol: «Se trata de sobrevivir en un mundo imaginario». Unas veces había que impedir la llegada a puerto de un barco, otras, era preciso destruir una ciudad y en algunas ocasiones se trataba de asesinar a alguna mujer que traicionó a su raza. Todo sobre la mesa.
Jacobo declaró que cuando Javier y Félix le llevaron al descampado donde habían eliminado a un hombre y se lo confesaron, él lo tomó como una fantasmada. Javier y Félix se vanagloriaban de aquello y lo equipararon al crimen de las setenta puñaladas, perpetrado cerca de su barrio.
Empieza el juego
Un mes antes de la noche del 30 de abril, El País publicaba el hallazgo del cadáver de un hombre con unas setenta puñaladas y los ojos sacados. La noticia no causó otro efecto en los presuntos asesinos que el de animarles. A partir de ahora el tablero iba a adquirir la forma de toda la ciudad, con sus cuestas, sus descampados tenebrosos, sus personajes hundiéndose en la noche; las fichas serían puñales y para moverlas vendría mejor usar guantes de látex que Javier tomaría de sus clases de prácticas en la facultad; las reglas, sin límite.
Félix contó a los psiquiatras: "Yo creo que todo empezó a planearlo [Javier] con decisión a raíz de un libro concreto de Lovecraft: Ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter, y en especial el capítulo "A través de la llave de plata", pasaje en el que un hombre se cansó del mundo y empezó a dedicarse a sus sueños hasta que al final estos sueños invadieron su propia realidad».
La realidad invadida puede ser la de un hombre casado como Carlos Moreno, con tres hijos y amigo de una viuda también con tres hijos, con la que había pasado la noche. Carlos visitaba desde hacía cinco años la casa de su amiga Modesta L., de 51 años, desde las diez hasta la una de la madrugada. Nunca pensó en separarse, ni Modesta se lo pidió, ni su mujer ni sus hijos, conscientes de la relación, lo obligaron. Los viernes Carlos salía más tarde de aquella casa y aquel viernes de abril salió a las tres. Si cobraba su nómina de 60.000 pesetas, montaba en taxi hasta la otra punta de la ciudad. Y si no, el búho, que es como se conoce en Madrid a la línea de autobuses nocturnos. La noche del crimen Carlos llevaba las 60.000 pesetas en el bolsillo, pero optó por el autobús. Y en la parada encontró a los admiradores de Lovecraft dispuestos a soñar sus pesadillas.
El crimen perfecto exigía, según Henry, el psicópata de la película Retrato de un asesino, un desconocimiento total de la víctima, ningún móvil, nada. Ya lo habían avanzado la novelista Patricia Highsmith y el director Alfred Hitchcock en Extraños en un tren: si un desconocido mata a mi esposa y yo a su madre, nadie ha de sospechar nada; en principio.
Así que ahí llegan los dos, Javier y Félix, en busca de una víctima a la que nunca han visto. El escenario no podía ser más propicio. Un descampado de risco y pastizal, una casa desvencijada en medio de un llano, de esas que parecen existir sólo en días de viento, una luna de miedo y una parada de autobús, como un oasis sin nadie.
Para acercarse a los hechos valga el diario de Javier Rosado, un texto sin precedentes en la historia criminal de España:
«Salimos a la 1.30. Habíamos estado afilando cuchillos, preparándonos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión.»
«Yo memoricé el nombre de varias calles por si teníamos que salir corriendo y en la huida teníamos que separarnos. Quedamos en que yo me abalanzaría por detrás mientras él [por Félix] le debilitaba con el cuchillo de grandes dimensiones. Se suponía que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera víctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y bonita (aunque esto último no era imprescindible pero sí saludable), a un viejo o a un niño. Llegamos al parque en que se debía cometer el crimen, no había absolutamente nadie. Sólo pasaron tres chicos, me pareció demasiado peligroso empezar por ellos [...]. En la parada de autobús vimos a un hombre sentado. Era una víctima casi perfecta. Tenía cara de idiota, apariencia feliz y unas orejas tapadas por un walkman.»
«Pero era un tío. Nos sentamos junto a él. Aquí la historia se tornó casi irreal. El tío comenzó a hablar con nosotros alegremente. Nos contó su vida. Nosotros le respondimos con paridas de andar por casa. Mi compañero me miró interrogativamente, pero yo me negué a matarle.»
Félix no supo explicar después por qué Javier le perdonó la vida. Y el otro nunca lo contó.
«Llegó un búho y el tío se fue en él [...].»
«Una viejecita que salió a sacar la basura se nos escapó por un minuto, y dos parejitas de novios (¡maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!).»
«Serían las cuatro y cuarto, a esa hora se abría la veda de los hombres [...]. Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y mayor, con cara de tonto. Se sentó en la parada.»
« [...] La víctima llevaba zapatos cutres y unos calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpeada, y una papeleta imaginaria que decía: "Quiero morir". Si hubiese sido a la 1.30 no le habría pasado nada, pero ¡así es la vida!»
«Nos plantamos ante él, sacamos los cuchillos. Él se asustó mirando el impresionante cuchillo de mi compañero. Mi compañero le miraba y de vez en cuando le sonreía (je, je, je).»
Félix alegó dos meses después ante la policía que se encontraba algo bebido y que le daba miedo desobedecer a su amigo.
«Le dijimos que le íbamos a registrar. ¿Le importa poner las manos en la espalda?, le dije yo. Él dudó, pero mi compañero le cogió las manos y se las puso atrás. Yo comencé a enfadarme porque no le podía ver bien el cuello.»
«Me agaché para cachearle en una pésima actuación de chorizo vulgar. Entonces le dije que levantara la cabeza, lo hizo y le clavé el cuchillo en el cuello. Emitió un sonido estrangulado. Nos llamó hijos de puta. Yo vi que sólo le había abierto una brecha. Mi compañero ya había empezado a debilitarle el abdomen a puñaladas, pero ninguna era realmente importante. Yo tampoco acertaba a darle una buena puñalada en el cuello. Empezó a decir "no, no" una y otra vez. Me apartó de un empujón y empezó a correr. Yo corrí tras él y pude agarrarle. Le cogí por detrás e intenté seguir degollándole. Oí el desgarro de uno de mis guantes. Seguimos forcejeando y rodamos. "Tíralo al terraplén, hacia el parque, detrás de la parada de autobús. Allí podríamos matarle a gusto", dijo mi compañero. Al oír esto, la presa se debatió con mucha más fuerza. Yo caí por el terraplén, quedé medio atontado por el golpe, pero mi compañero ya había bajado al terraplén y le seguía dando puñaladas. Le cogí por detrás para inmovilizarle y así mi compañero podía darle más puñaladas. Así lo hice. La presa redobló sus esfuerzos. Chilló un poquito más: "Joputas, no, no, no me matéis".»
«Ya comenzaba a molestarme el hecho de que ni moría ni se debilitaba, lo que me cabreaba bastante [...]. Mi compañero ya se había cansado de apuñalarle al azar [...].»
«Se me ocurrió una idea espantosa que jamás volveré a hacer y que saqué de la película Hellraiser. Cuando los cenobitas de la película deseaban que alguien no gritara le metían los dedos en la boca. Gloriosa idea para ellos, pero qué pena, porque me mordió el pulgar. Cuando me mordió (tengo la cicatriz) le metí el dedo en el ojo [...].»
«Seguía vivo, sangraba por todos los sitios. Aquello no me importó lo más mínimo. Es espantoso lo que tarda en morir un idiota [...].»
Carlos Moreno Fernández fue un idiota que trabajó desde los ocho años como aprendiz de relojero, un obrero que con el oficio más que aprendido se quedó en paro desde hacía nueve años y padeció de nervios hasta que su esposa lo colocó en la empresa de limpieza El Impecable Ibérico, probablemente un nombre estúpido también; Carlos Moreno Fernández fue un idiota que no consintió jamás la entrada de un fontanero, un albañil o un electricista en casa porque él solo se bastaba para arreglarlo todo, un hombre idiota que a fuerza de trabajo había conseguido dinero para educar a sus tres hijos, que sabía cocinar y le encantaba cuidar flores, un hombre que huía de los televisivos «Quién sabe dónde», «Su media naranja» y «Código Uno», porque le parecían «programas para marujas». Un hombre. Con sus aspiraciones a corto y largo plazo, sus pequeños y grandes recuerdos, reducidos a un charco y un bulto entre las piedras.
«Vi una porquería blanquecina saliendo del abdomen y me dije: “Cómo me paso” [...].»
«A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano [...]»
«No salió información en los noticiarios, pero sí en la prensa, El País, concretamente. Decía que le habían dado seis puñaladas entre el cuello y el estómago (je, je, je). Decía también que era el segundo cadáver que se encontraba en la zona y que [el otro] tenía 70 puñaladas (¡qué bestia es la gente!) [...]»
«¡Pobre hombre!, no merecía lo que le pasó. Fue una desgracia, ya que buscábamos adolescentes y no pobres obreros trabajadores. En fin, la vida es muy ruin. Calculo que hay un 30% de posibilidades de que la policía me atrape. Si no es así, la próxima vez le tocará a una chica y lo haremos mucho mejor.»
Como no había nada que lamentar, sino todo lo contrario, la hazaña corrió de boca en boca entre la banda del rol. Así hasta que se enteró un amigo de ellos que se lo contó en confesión a un cura, después al padre, y el padre lo puso en conocimiento de la policía.
Batallones de periodistas y psiquiatras comenzaron sus investigaciones. Nunca hasta este entonces se había dado en España un caso semejante.
Pascual Duarte, el genuino personaje de Camilo José Cela, comenzó sus fecharías porque pensó que la perra le miraba mal. De un tiro la mató.
El ejecutivo rico, vacío y psicópata que protagoniza la novela del estadounidense Bret Easton Ellis narra con algunos años de antelación a Javier y con parecida frialdad su asesinato del mendigo: «Luego le corto el globo ocular... y él empieza a gritar cuando le corto la nariz en dos, lo que hace que la sangre me salpique un poco». El ejecutivo producto de la ficción contaba con el móvil filosófico de que los perdedores no cuentan en esta vida. El existencialista de El extranjero que inmortalizó Albert Camus en 1942 mató porque le atormentaba el calor, el resplandor insoportable del mar. A Javier y a Félix sólo les movió el juego.
Siete meses después del crimen, Félix Martínez, el compañero del autor del diario, declaró al psiquiatra José Cabreira, del Instituto Nacional de Toxicología: «Después de leer todos los artículos de prensa que han hablado de nosotros, todo me parece basura periodística exagerada para distraer a la opinión pública de otras cosas más importantes. En particular se ha exagerado con el diario de Javier, en el que yo sé que lo que escribió estaba muy exagerado y fantaseado, escribió lo que él cree que pasó y en él es donde me inculpa. Además lo escribió muy deprisa, en dos o tres días, enseñándoselo luego a amigos comunes».
Javier también culpa a la prensa de su situación. Ninguno de los dos amigos ha hablado con rencor del otro. «Le llegué a idealizar», confesó Félix, «ése fue mi error y otro error, dejarme llevar demasiado». Para después añadir sin reparos: «Me dejé engañar, era consciente de que me dejaba llevar, pero siempre aprendía algo».
Un monstruo
Félix sigue teniendo la impresión de que su amigo era un superdotado: «Javier es casi un inútil, alérgico, miope, con diarreas... Tiene de todo, incluso un estómago que es un caso único... Sin embargo en la parte mental es un monstruo... ».
Con un monstruo así era imposible que la policía los descubriese.
La banda confiaba en el Master, aunque no sabían que habían dejado intactas las 60.000 pesetas en la chaqueta del idiota, con lo cual, la policía empezó a descartar el móvil del robo.
Nada más asesinarlo, Javier dedicó una ficha a Carlos con el nombre de Benito, el mismo que un profesor de Químicas. Lo dibujó con su bigote, con la bolsa donde guardaba su mono de trabajo, y puntuó sus cualidades: Fuerza 8, Poder 6, Carisma 4, Inteligencia 6, Tamaño 15, Voluntad 16.
Había que proseguir rellenando fichas, más cadáveres sobre la tumba del tablero, homicidios en serie, con la perseverancia de Jack el Destripador o sus secuaces anglosajones. Cuando fueron detenidos se disponían a salir de nuevo de cacería con los guantes de látex. Pero a sus espaldas olvidaron una cosecha de pruebas. Restos de guantes en la cara del idiota, el reloj de Félix perdido en la pelea, el diario, el famoso diario en casa. Cuando la policía detuvo a Javier aún llevaba el dedo vendado que aseguró en el diario haberse herido al meterlo en la boca del idiota. Se encaminaba a la casa de Félix, a veinte metros de la suya, con un paquete de guantes en la mano. Félix se derrotó enseguida, lo que en lenguaje policial significa ni más ni menos que reconoció todo. Entre sollozos declaró que el plan consistía en matar esa noche tórrida del 5 de junio a una chica y para eso los guantes. Pero Javier no se arredró ni por los agentes de la brigada de la Policía Judicial de Madrid, ni por las pruebas que le colocaban delante de su considerable nariz, ni por la lectura en vivo del diario.
–¡Dios mío, no puedo creer que yo haya hecho eso! Tengo la duda de que sea verdad o ficticio.
–Si a las cuatro de la mañana –le preguntaba el policía– no estabas dando 20 puñaladas a un hombre, ¿qué hacías?
–Creo que estaba jugando al ordenador, no recuerdo bien. Después de los agentes llegó el batallón de psiquiatras a la cárcel.
Cada uno con sus entrevistas, con parecidas preguntas y distintas conclusiones. Si estaban locos, ningún crimen podría imputárseles; y si no, la condena sería por homicidio. Psicóticos o psicópatas, ése era el dilema.
Los psicóticos no son responsables de sus actos, los psicópatas, sí.
Los primeros se libran de cualquier condena, los segundos no. En el psicótico no existe conciencia del yo, en el otro, sí.
Los padres de Javier Rosado contrataron los servicios del profesor de Psiquiatría Forense de la Universidad Complutense de Madrid José Antonio García Andrade. El doctor se quedó extrañado de que su cliente declarase un cariño enorme por su padre, al tiempo que desconocía su edad y profesión. De la madre decía que trabajaba de ATS porque de vez en cuando le sanaba alguna herida.
Le confesó a García Andrade que de entre las razas, la que más le ha influido, la que más se asemeja a su persona es Cal, a quien definió como «un niño frágil, a veces una mujer rubia, que emana tal sufrimiento que es difícil acercarse a ella, aunque es peor cuando sonríe o tiene la cara machacada». Y aseguró: «Sin Cal yo no sería lo que soy. Con él aprendí a aprender. Lo conocí en 1988; Cal es dolor; el bendito sufrimiento; ama los cuchillos, los objetos punzantes o cualquier cosa que pueda producir dolor, aunque lo que más le fascina es el dolor del alma».
De Cal aprendió Javier su simple teoría sobre la vida: «Aprender a usar el dolor es disfrutado como el placer. El dolor de los puntos de sutura que me dieron en la rodilla cuando tuve un accidente es mayor que el orgasmo con una mujer. El dolor es mejor que el placer y más barato. La gente confunde al cenobita con el masoquista, pero no son lo mismo; éste disfruta siendo humillado y al someterse, pero el cenobita disfruta al sufrir, porque con el dolor saca conocimiento. Cal dice que cometió el crimen del que se me acusa. Lo hace para dañarme, para enseñarme, para causarme pena, desesperación, pero Cal no mata, sólo tortura».
¿Loco o actor? El 8 de octubre de 1994 le reveló a García Andrade que el primer golpe a la víctima fue con un cuchillo pequeño de conchas naranjas. Le dio en el mentón y en la cara anterior del cuello y señaló el movimiento de su víctima bajando la cabeza hacia el tórax. García Andrade le hizo ver que este dato no venía en los periódicos. Javier sintió miedo por primera vez, al menos, eso es lo que el forense contratado por su familia reseñó. «Estoy al borde de la locura, necesito ayuda», cuenta el psiquiatra que dijo Javier, «es verdad, esto no venía en la prensa. Hay veces en que yo no miro, no veo, no siento, no huelo, no me fijo, no es una mente, es una máquina, tienes que hacer una cosa y la haces. Eso ocurrió».
En ese momento de la entrevista solicitó que se le sometiese al Suero de la Verdad, y se sumergió, según Andrade, en una gran angustia.
¿Loco o actor? Para el psiquiatra contratado por su familia, Javier está loco, por tanto no se le podría imputar delito alguno. García Andrade sostiene que este chico de «inteligencia de tipo medio, con buena capacidad de abstracción y de síntesis» padece una «esquizofrenia paranoide, además de personalidad múltiple psicótica y amnesia disociativa». Psicótico pues, sin lugar a la condena, además de esquizofrénico y con problemas de memoria.
Para el doctor, el juego no fue la causa de sus enfermedades, sino precisamente la máscara. Dos años después del crimen, Javier seguía jugando a Razas en la cárcel.
Pero el dictamen de García Andrade no era más, ni menos, que un estudio de parte, es decir, algo que había que contrastar necesariamente con otros estudios.
La titular del juzgado de instrucción número cinco de Madrid encargó otro informe a las psicólogas adscritas a la clínica médico-forense de Madrid Blanca Vázquez y Susana Esteban.
Cuando Javier les empieza a hablar de su perro Atila dice: «El perro es una magnífica persona, cuando lea la prensa ya sabrá él a lo que me refiero».
Javier se declara ratón de bibliotecas, con más de 3.000 volúmenes en su casa, y las psicólogas corroboran que el preso cuenta con cierto bagaje de cultura fantástica, pero no sabe quién es Martin Luther King, por no hablar de temas corrientes como ecología o Tercer Mundo, de los cuales asegura desconocer todo.
El dilema
¿Loco o actor? El informe de las psicólogas lo califica de psicópata pero... «este diagnóstico implica un trastorno de personalidad que no afecta en absoluto a su capacidad de entender y obrar [...]. El sujeto sabe lo que quiere hacer y quiere hacerlo cuando lo hace». Por tanto, susceptible de condena.
El informe de las psicólogas es bastante más duro que el del psiquiatra contratado por la familia. Para ellas, Javier Rosado jamás se ha creído ser una de sus razas, sino que las conoce y controla a su voluntad y siempre desde una perspectiva de observador. Y concluyen: «Se trata de un sujeto altamente peligroso [...]. Bajo circunstancias favorables podría cometer cualquier crimen violento y sádico. Odia a la sociedad y a las personas, con las que no se siente implicado más que de forma racional. Busca activamente reconocimiento social».
Blanca Vázquez y Susana Esteban concluyen su estudio de 21 páginas el 7 de octubre de 1994. Doce días después Juan José Carrasco Gómez y Ramón Núñez Parras, especialista en psiquiatría el primero y médicos forenses ambos adscritos a los juzgados de la plaza de Castilla, presentan a petición de la juez otro estudio sobre Javier de 51 páginas. Ambos análisis, el de ellas y el de ellos, se habían efectuado de forma paralela a petición de la juez y de eso se quejarían por escrito Carrasco y Núñez al entender que «los retests practicados en fechas cercanas pierden fiabilidad».
Unos y otras se encierran con el preso, visitan a sus familiares, analizan sus escritos y, al emitir sus dictámenes, se contradicen. Carrasco y Núñez sostienen que cualquiera de las múltiples personalidades de Javier «pueden tomar el control absoluto de la conducta». O sea, exento de penas.
Aunque también hacen reseñar los doctores que tanto su madre como su hermano mayor no habían observado antes del crimen ningún comportamiento en Javier sospechoso de tratamiento psiquiátrico. Ni alteraciones de memoria, ni manifestaciones de las distintas personalidades, ni soliloquios. Siempre fue muy estudioso, introvertido y lector infatigable. Nunca pensaron que precisase de psicólogos, aunque una vez en la cárcel comenzaron a verle con trastornos serios en sus visitas.
En una de sus entrevistas los dos psiquiatras llegan a plantearse si Javier actúa en plan estratega, porque alguna vez les había advertido que durante su estancia en prisión iba a resucitar a Wul, el estratega que estaba adormecido, para defenderse así de funcionarios, médicos y otros presos.
Tras varias horas de entrevistas con el recluso y su familia, tras consultar las más de 1.000 páginas que Javier escribió sobre su juego, además de bibliografía y jurisprudencia sobre personalidad múltiple en Estados Unidos, Carrasco y Núñez concluyen que sus trastornos no están buscados conscientemente como coartada porque sería muy difícil de simular un cuadro clínico de tanta riqueza, expresividad y contenidos. Resumen: enajenación mental completa. En cuanto a las posibilidades de cura, «no existe ninguna cuya indicación sea garantía de una evolución favorable».
Sin embargo, Javier Saavedra, el abogado de la familia de la víctima, asesorado por psiquiatras especialistas en casos de múltiple personalidad, sostiene que Javier es un psicópata dueño de todos sus actos. «Si hubiera encontrado junto a la víctima a un guardia civil, un psicótico habría cometido el crimen igualmente, pero Javier Rosado, no: él discernía el peligro. El psicótico puede ver perturbados sus sentidos afectivos, pero no es frío como el psicópata.»
Carlos Fernández Junquito, médico psiquiatra del Hospital General Penitenciario, vio a Javier como una persona con la afectividad prácticamente abolida. «Cierto día, estando presente en la entrevista la psicóloga de la Unidad, le dijo: "Puede usted quedarse, es como el teléfono".»
Pero el psiquiatra Fernández Junquito le diagnosticó el 18 de octubre de 1994, en el informe más breve de los tres elaborados, esquizofrenia paranoide, algo que desecharon otros doctores.
Para el letrado Saavedra, Javier Rosado no sólo está exento de cualquier tipo de esquizofrenia sino que se trata de un psicópata responsable y consciente de todo lo que hizo: «El lenguaje del psicópata es estructurado, racional y lógico, como el de Javier; los psicópatas_ son seres racionales, muy manipuladores, engañan mucho, ambicionan el poder y para ello se valen del lenguaje, mientras que el psicótico pasa del poder. En el momento en que lo cogieron no es un psicótico, aunque después haya desarrollado una psicosis».
Javier se consideró impotente ante los psiquiatras para saber si él había cometido el crimen. Aseguró que si intentara averiguarlo se podía declarar dentro de su cabeza una guerra civil entre las razas, como la que sufrió con 17 años: «Hubo una rebelión en COU que fue la guerra de los Maras... fue cuando tuve el desengaño amoroso, mi depresión, Mara contra Fasein». Para investigar sobre aquel crimen dijo que tendría que atravesar pasillos de su cerebro muy peligrosos, porque hay razas que no dejan pasar a nadie por allí.
El 22 de junio de 1994 Javier salió esposado de la cárcel de Valdemoro para que lo examinara en los calabozos de la plaza de Castilla un forense. En el trayecto del furgón a la cárcel, un redactor de El País le preguntó:
–Javier, ¿te arrepientes de lo que has hecho?
–Yo no he hecho nada –contestó con la cabeza gacha para eludir las fotos–, yo no he hecho nada.
Uno de los guardias civiles que lo custodiaban le levantó la cabeza agarrándolo por la nuca y le dijo:
– ¿Que no has hecho nada, cabrón?
En la cárcel, algunos presos mucho más fornidos que él le respetan y le temen por el halo de inteligencia que le ha otorgado la prensa y sus partidas de ajedrez.
Pero su compañero Félix fue a parar a un pabellón de adultos donde los otros presos, en un alarde de originalidad, lo han bautizado con el alias de Niño.
Los psiquiatras Carrasco Gómez y Núñez Parra señalan que a pesar de todo Félix seguía admirando a Javier y se mostraba interesado por lo nuevo que podía estar escribiendo su amigo en prisión sobre Razas. «Ahora seguro que utiliza la raza 17, Wul, y la 18, la serpiente de lengua bífida, que intenta convencer haciendo daño a otros, implicar a otros para salvarse él mismo ... y es posible que Fasein pueda cortarse los dedos, Fasein es el que se automutila, que aprende con el sufrimiento, que se va cortando los dedos y va aprendiendo ... »
Félix a veces también duda de su personalidad: «No estoy seguro de haberlo hecho... pero quizás no fuera yo en ese momento... estaba muy identificado con Javier... me he metido en un lío... [sollozos], de una broma de matar a alguien nunca pensé que fuera a suceder lo que sucedió».
Mientras esperaban la sentencia del juez, Javier seguía jugando a sus Razas, inventando alguna de ellas basada en la persona de un policía que le interrogó, y Félix se entretenía con poemas como este que escribió antes del crimen:
Quiero romper las cadenas de la muerte
y volar por estepas infinitas
con un caballo de alas marchitas
cantando con el grito de un demente.
Pasarán estaciones pequeñitas
en el ritmo incesante de mi mente
con mi amargo recuerdo tan caliente
soñarán las mujeres más bonitas.
Mas te recuerdo y en mi memoria gritas.
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