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Muere Adolfo Suárez
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El todo por el todo

Sabía que solo haciendo lo imposible iba a transformar el fatalismo de la historia española

El Presidente del Gobierno, Aldolfo Suárez y el Vicepresidente para asuntos de Defensa, Gutierrez Mellado, en 1977.
El Presidente del Gobierno, Aldolfo Suárez y el Vicepresidente para asuntos de Defensa, Gutierrez Mellado, en 1977.

Horas, océanos de café, pocas proteínas y vegetales y muchos ducados fueron testigos de las conversaciones de un hombre que todo lo tuvo en contra. Sin embargo, él sabía que no importa lo que hayas hecho antes, una vez que diriges y tienes la oportunidad de cambiar la historia de tu pueblo, debes dar lo mejor de ti.

Recuerdo con claridad muchas de las conversaciones que tuve con Adolfo Suárez recién nombrado presidente del Gobierno español. Era agosto de 1976, justo después de que provocara en el franquismo un gran latigazo al declarar: “Asombraremos al mundo”.

Considerando que venía de aquel célebre titular en un artículo de este periódico y de muchos que lo secundamos (“¡Qué error, qué inmenso error!”), esa preocupación de Suárez explicando su programa de Gobierno parecía una tomadura de pelo o la prueba más consciente de que el Rey había cometido un error que le costaría la Corona al nombrarlo presidente.

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Suárez, que nació pobre y ha muerto pobre, sabía que hacer lo imposible era lo único que podía transformar el fatalismo de la historia de España.

Se ha dicho que nunca tuvo ideología. Es verdad. Eso, suponiendo que el patriotismo —cuando no es la trampa de los canallas— no sea en sí mismo una ideología.

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Recibió el encargo de gobernar, pero sobre todo de hacer el milagro de cambiar un régimen desde sus entrañas a las que él se lo debía todo. Adolfo nunca olvidó que lo importante era lo que estaba por venir y no lo que había pasado.

Por eso, Suárez hizo lo que hizo y cambió la historia de España.

Suárez nunca permitió que nadie hablara de los enemigos, salvo de “los golpistas” y los enemigos de la paz, salvo de quienes entendían que en la punta de la bayoneta, en la boca de los tanques estaba la única posible conformación del orden español.

Los encuentros y los desencuentros con sus compañeros políticos del franquismo acabaron pronto. Por su parte, respecto a los de la Transición especialmente con Felipe González tuvo dos tiempos, cuando fueron competencia —cosa que rápidamente desapareció ante la enorme superioridad en votos de la técnica política del líder socialista—, y después, cuando pasaron a ser los dos administradores de las debilidades del sistema que habían construido para hacer una transición del día a día que fue lo que finalmente hizo Adolfo.

Las decepciones y los zarpazos producidos por el desencantamiento —como le pasó a Churchill—, en el sentido de que no es lo mismo ser un político capaz de ganar una guerra que de ganar unas elecciones, produjeron su primera muerte en la política.

Ya convertido e instaurado en una figura referente y venerada, Suárez murió por segunda vez a manos del zarpazo cruel de la vida a través de la pérdida de su familia.

Nunca supe, ni creo que lo sepa alguien, incluso sus médicos, si lo que enfermó a Adolfo fue el Alzheimer o la tristeza. La muerte de Amparo y Marian es, para quienes pasamos tantas horas con él, lo que le abrió la puerta al “no querer saber”.

Adolfo lleva muchos años fuera del espectáculo cotidiano. Lleva muchos años paseando y hablando con Amparo. Lleva muchos años esperando a Marian. Lleva muchos años queriéndose morir pobre (materialmente) y muy rico (espiritualmente).

La tercera muerte, la física, la que ahora redime no pasará porque Suárez entendió que gran parte de la tragedia española está en que el complejo de ser siempre hijos bastardos de la historia, de la corrupción, de lo mal hecho, hizo que la historia de España apenas tenga en sus archivos nacionales algunos testimonios de lo que fue el gobierno del día a día.

El desaparecido Eduardo Navarro; el permanente Inocencio Amores; el constante José Luis Gaullera y tantos que le acompañamos, fuimos —en cierto sentido—, quienes recibimos el encargo de mantener viva la memoria y el recuerdo; carta a carta, memorándum a memorándum, de unos años sin los cuales es imposible explicar cómo llegamos hasta aquí. Aunque el hasta aquí sea lo que es.

Todo es empeorable. Suárez ha muerto creyendo que realmente lo permanente en España no es la dictadura y el fracaso de la convivencia, sino que tantos años de transición, tantos años de Constitución han hecho que se pueda demostrar que en España la libertad es posible.

¿Cómo se sintió Suárez en los últimos años? Nunca lo sabremos. ¿Se habrá enterado de Cataluña y de la crisis de la monarquía?

Quedan dos grandes lagunas; en el momento en que se pueda cumplir su voluntad histórica se aclararán. Primero, ¿qué pasó la tarde del 23 de febrero de 1983? Segundo, ¿cuáles fueron las posiciones que los grandes líderes de la Transición obtuvieron en las horas inmediatas ese día?

Mientras tanto, el mejor homenaje que se le puede rendir al amigo, al político, al líder es afirmar que “murió intacto”. Sé y puedo garantizar que nunca, en toda su vida, atravesó —salvo por necesidades políticas en la lucha electoral—, ni un solo punto de la impunidad, la cual acompaña normalmente la historia de la mayor parte de la generación política que le acompañó por esos tiempos.

Los líderes están solos. Hay dos liderazgos: el articulado y el que permitió terminar la utopía, es decir, construir un país después de ganar una guerra, que es el que hizo González y el que acometió solo Adolfo Suárez.

Al final, Suárez todos los días se repetía los poemas de Rudyard Kipling. A todos nos habló del poema Si. A unos pocos nos transmitió el poema de Kipling a la Reina Victoria en su muerte: “Los capitanes y los reyes mueren en soledad”. ¡Que no olvidemos Señor, que no olvidemos!

Antono Navalón es periodista.

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