Eufemismos y ambigüedades
El documento de los expertos internacionales sobre el País Vasco defrauda las expectativas
La autodenominada Conferencia de Paz convocada anteayer en San Sebastián —con el apoyo de las autoridades provinciales y municipales de Bildu— por un grupo de mediadores internacionales dio cumplimiento a una tradicional aspiración de la izquierda abertzale: inscribir el problema de ETA dentro de un marco supraestatal que sirva de escenario a una negociación de la banda armada con los Gobiernos español y francés. El breve encuentro —de tres horas de duración— celebrado en el viejo palacio de Aiete contó con la participación de un ex secretario general de Naciones Unidas y dos expresidentes de países europeos. Los mediadores internacionales se ofrecieron a constituirse en el eventual Comité de Seguimiento encargado de vigilar el cumplimiento de sus propias recomendaciones.
El resultado de la conferencia no ha estado a la altura de las elevadas expectativas suscitadas por su convocatoria. Las recomendaciones de los mediadores internacionales no exigen a ETA su disolución sino tan solo “una declaración pública de cese definitivo de la actividad armada” y la petición de diálogo a los Gobiernos español y francés “para tratar exclusivamente de las consecuencias del conflicto” (un oscuro eufemismo que probablemente se refiere a la libertad de los presos etarras). Las referencias del comunicado final de la Conferencia a la última confrontación armada en Europa y al conflicto —un período de tan incierto origen como imprecisa duración— entre el País Vasco y España y Francia denotan la respetuosa familiaridad de sus redactores con la jerga de la izquierda abertzale. Esa terminología radical no posee un significado unívoco aceptado pacíficamente por todos, sino que transmite una visión agresivamente ideologizada de los hechos.
En este caso, la visión fabulada de la historia de Euskal Herria expulsa de su lugar a las realidades verificables para sustituirlas por una mitología insostenible. Los despachos dedicados a la resolución de conflictos se ocupan, bien de escenarios internacionales, bien de sociedades segmentadas por líneas de división identitarias donde una parte de la población oprime al resto de los habitantes. Desde la promulgación de la Constitución en 1978 y el Estatuto de Gernika en 1979, el País Vasco dispone de un amplio régimen autonómico (sobre todo en el ámbito fiscal), cuenta con una fuerza policial propia y ha sido gobernado —hasta el año 2009— por el Partido Nacionalista Vasco. El sistema político español garantiza las libertades y los derechos de los ciudadanos como uno de los Estados más garantistas de la Unión Europea. La ilegalización en 2003 por el Supremo de Batasuna como brazo político de ETA ha sido confirmada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. No deja de ser llamativo, en cambio, que el documento de Aiete renuncie pudorosamente a emplear el término terrorismo para designar —como sería técnicamente apropiado— la actividad armada de ETA.
Es un hecho cierto, sin embargo, que los 40 años largos de asesinatos y atentados indiscriminados perpetrados por ETA, con más de 800 víctimas mortales y miles de víctimas, han sido reconvertidos por la memoria alienada de la izquierda abertzale —una cuarta parte del electorado— en un legendario relato épico de la lucha del País Vasco por su libertad e independencia frente a España y Francia. Tampoco se debiera olvidar que los etarras muertos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad o condenados a elevadas penas de prisión por los tribunales del Estado de derecho son un poderoso vínculo emocional para sus familiares, amigos y correligionarios, abstracción hecha de los crímenes cometidos.
Desde ese punto de vista, las exhortaciones del documento de Aiete a la reconciliación dentro de la sociedad vasca por encima de las distintas lealtades ideológicas y las diferentes interpretaciones históricas no merecen las destempladas réplicas lanzadas con el lenguaje propio de la ley del talión por algunos portavoces de las víctimas del terrorismo. Sin embargo, la recomendación de los mediadores internacionales para que se adopten medidas capaces de reparar el dolor causado en la sociedad vasca se compadece mal con su contradictoria apuesta a favor de “una nueva era sin conflicto” y de una “paz duradera”, una solapada variante de la fracasada fórmula ideada por ETA y su brazo político hace seis años.
El equivalente de la antigua mesa de partidos sería ahora una reunión de “actores no violentos y representantes políticos” —ayudados por “terceras partes observadoras” y asistidos por “facilitadores internacionales”— para discutir “cuestiones políticas” que serían sometidas más tarde a consulta popular. Nada más lejos de la reconciliación y el perdón, sin embargo, que una ETA en el papel de vigilante silencioso de un proceso que solo llegaría al final cuando el síndrome de Estocolmo —según la acertada imagen de Felipe González— dominase plenamente el País Vasco y el programa máximo del nacionalismo radical se cumpliera totalmente.
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