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Brasil
Tribuna
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Un Brasil de carne y otro de hueso: la herencia de Bolsonaro para Lula

Con más de 33 millones de personas pasando hambre y un país que se acerca a la recesión, ¿se podrá cumplir la promesa de tres comidas al día en la mesa de la gente?

Rio de Janeiro
Voluntarios del proyecto “Covid Sem Fome” (Covid Sin Hambre) distribuyen comida a personas pobres el 21 de abril de 2021, en Río de Janeiro (Brasil).André Coelho (EFE)

Empieza la cuenta atrás para que Jair Bolsonaro deje la presidencia de Brasil y, el 1 de enero, Luiz Inácio Lula da Silva ocupe por tercera vez el cargo. El mundo ha dado un vuelco tan intenso como inesperado desde su último mandato (2007-2010), pero algo le resultará familiar al nuevo mandatario. Si hace un par de décadas abanderó las acciones que resultaron en la salida de Brasil del Mapa del Hambre, en 2014, ahora tendrá que repetir el éxito. En esta ocasión, ante un ejército de 33 millones de hambrientos. Pero, ¿cómo un país que ha sido un referente en la erradicación de la miseria ha llegado al punto de que un 16% de su población no tenga suficiente para comer?

La 2ª Encuesta Nacional sobre Inseguridad Alimentaria en el Contexto de la Pandemia de Covid-19 en Brasil, realizada puerta a puerta y divulgada en abril, muestra los desastrosos efectos del desmantelamiento de políticas públicas indispensables para las familias pobres. Desde el año pasado, los afectados por la hambruna han incrementado en 14 millones, es decir, más que los habitantes de São Paulo, la ciudad más poblada de América Latina.

El 3,5% de los brasileños sufría, entre 2018 y 2020, de inseguridad alimentaria grave y un 23,5%, moderada

Durante la pandemia, el hambre se ha disparado hasta alcanzar los niveles de hace tres décadas. Al mismo tiempo, la encuesta desvela que, justo antes de la covid-19, las cifras ya subían sin cesar: el 3,5% de los brasileños sufría, entre 2018 y 2020, de inseguridad alimentaria grave, y un 23,5%, de moderada. Uno de cada cuatro brasileños (57 millones) no podía asegurar un sustento de calidad y en cantidad adecuada, debido, también, a una inflación que crece de manera constante, a la par que los empleos informales.

El hambre ha estado al acecho, pero hubo un tiempo en el que Brasil quería erradicar la pobreza extrema —que es el primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Cuando la inseguridad alimentaria se situó en el centro de la agenda política brasileña, el país se convirtió en un ejemplo internacional en la elaboración y ejecución de políticas públicas, tras sacar a más del 80% de la miseria, según un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).

Con una estrategia singular desde los años noventa, la lucha contra la falta de acceso a comida en Brasil se intensificó en 2003, momento en el que Lula llegó a la presidencia e hizo frente a la pobreza como un problema reversible, y no como mera fatalidad. De hecho, varios factores contribuyeron a la asombrosa hazaña del país.

Una parte importante del logro se debe a un solo programa social que ha sido copiado en unos 40 países: la “Bolsa Familia”, un plan de transferencias monetarias directas condicionadas que beneficiaba a familias empobrecidas y que contribuyó al paso de millones de brasileños de la clase D/E (familias de ingresos bajos o muy bajos) a la clase C (de rentas medias). En síntesis, era un conjunto de acciones desarrolladas para el alivio inmediato de la pobreza, de acuerdo con la situación de cada núcleo familiar. A cambio, los beneficiarios debían cumplir con ciertos requisitos, como, por ejemplo, mantener a los niños en la escuela, a fin de poner fin al ciclo de miseria.

Integrantes de la ONG Rio da Paz colocan platos con cruces rojas durante un acto para protestar por el hambre que los brasileños experimentarán por falta de dinero, frente al edificio del Congreso Nacional, en Brasilia (Brasil). Los platos colocados en el césped simbolizan el número total de diputados (513) y senadores (81).
Integrantes de la ONG Rio da Paz colocan platos con cruces rojas durante un acto para protestar por el hambre que los brasileños experimentarán por falta de dinero, frente al edificio del Congreso Nacional, en Brasilia (Brasil). Los platos colocados en el césped simbolizan el número total de diputados (513) y senadores (81). Joédson Alves (EFE)

Históricamente, para lidiar con la erradicación del hambre y la extrema pobreza, la política más exitosa suele ser la del Estado de Bienestar Social, es decir, un Estado que intervenga para mejorar las condiciones socioeconómicas de los ciudadanos. La medida fue creada en Alemania a finales del siglo XIX, cuando la estrechez asolaba Europa.

Según el Foro Económico Mundial, hoy el gasto social es especialmente alto en países europeos que —como Francia, Finlandia y Bélgica, entre los países con mejores índices de calidad de vida— tienen el Estado de Bienestar Social muy presente. Brasil, sin embargo, no tiene mucha tradición en el asunto. Las ayudas sociales solo pasaron a ser un deber del Estado después de la Constitución, en 1988; antes, desde el punto de vista gubernamental, el combate a la pobreza era visto como caridad.

Durante un Día de la Madre, cuando había gente que mendigaba huesos en mercadillos, Bolsonaro posaba con una pieza de ganado japonés que cuesta, de media, 400 euros el kilo

Particularmente, los programas sociales han sido constantemente criticados. El propio Bolsonaro se enorgullece de haber sido el único parlamentario en votar en contra del fondo de combate a la pobreza. Discurso que, meses antes de las elecciones, cambió: Bolsa Familia fue sustituido por Auxilio Brasil, diseñado básicamente para romper el récord en la cantidad de familias atendidas. Esto chocaba con el principio de su mandato, cuando puso fin al conjunto de acciones implementadas en los gobiernos de Lula y Dilma Rousseff, ambos del izquierdista Partido de los Trabajadores.

Mendigar huesos en el mercadillo

En el país más desigual de América Latina, la pobreza tiene color y sexo. La mayoría de los que comen menos de lo que deberían son familias encabezadas por mujeres negras. En 1958, la autora y poeta Carolina Maria de Jesus, habitante de una favela de São Paulo, escribía en su diario (publicado en España como Cuarto de Desechos): “(…) Cuando llegué, mis hijos me dijeron que habían encontrado fideos en la basura. Como la comida escaseaba, cociné los fideos con frijoles. Y mi hijo João José me dijo: ‘Si me dijiste que ya no ibas a comer de la basura’. Fue la primera vez que falté a mi palabra”.

En nuestros días, esto es un déjà vu: durante un Día de la Madre, cuando había gente que mendigaba huesos en mercadillos, Bolsonaro posaba con una pieza de ganado japonés que cuesta, de media, 400 euros el kilo —lo equivalente a tres meses de la ayuda de emergencia durante la pandemia.

Brasil es el tercer productor mundial de alimentos y el primer exportador del planeta de carnes bovina y avícola. El agro-negocio contribuye con el 60% de la balanza comercial. En la mesa de los brasileños, en cambio, se sirven los alimentos procedentes de la agricultura familiar. Este tipo de cultivo está marcado por la diversidad de productos. Gracias a ello, el plato de comida es abundante y con alta gama de colores, como recomiendan los nutricionistas.

El campo es el epítome de la negligencia. Allí, donde se reafirma que el hambre es el resultado de la desigualdad en la distribución de riquezas, es donde se cae la falacia bolsonarista de que nadie pasa hambre en Brasil. Es donde ocurre una especie de contrato leonino: los campesinos producen el alimento, pero no llegan a fin de mes. En un país en el que el desmantelamiento de los programas orientados hacia la compra de la producción agrícola también puso fin a las donaciones para las personas en situación de inseguridad alimentaria.

Lula ganó las elecciones con la promesa de tres comidas al día en la mesa de la gente, pero las finanzas públicas están demasiado ajustadas para hacerla realidad. El escenario es diferente al que se encontró durante la presidencia de 2003 a 2010, cuando el gráfico de la economía global figuraba contornos andinos. Ahora, Brasil está a la sombra de una recesión, y de ser un país sin dinero libre para nuevas inversiones en políticas públicas. Aunque su experiencia previa ante una masa de miserables tiene valía, el nuevo mandatario tendrá que condimentar la receta, no vale solo con recalentarla.

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