Huir del calor, un lujo que no todos se pueden permitir en Nairobi
En los barrios marginales, el hacinamiento, la falta de zonas verdes y la falta de medidas de adaptación condenan a los vecinos a pasar el día buscando sombra. Unos investigadores buscan evidencia científica para ofrecer soluciones baratas y eficientes ante el cambio climático
Jane Kalekye está sentada en el único árbol que le da sombra. A sus 67 años, tiene artritis y el médico le ha recomendado no estar al sol, pero en el modesto barrio de Korogocho, en Nairobi, la capital de Kenia, donde ha pasado los últimos 47 años de su vida, no es fácil encontrar resguardo a pocos metros de casa, y el calor es omnipresente.
Son las tres de la tarde y en su regazo tiene una cesta donde va quitando semillas de las habas, que luego plantará. Aún tardará al menos dos horas en poder entrar en casa. “De diez de la mañana a cinco de la tarde no se puede estar, tengo que encontrar un lugar más fresco”, dice Kalekye. “Cuando era joven hacía mucho menos calor y llovía más”, añade.
En Korogocho nadie se puede quedar en casa durante el día por el calor. La chapa con la que están hechos los mabati, como se conoce a estas casas precarias, y el pequeño tamaño (tres por tres metros) lo hacen imposible. Unos metros más allá, Margaret Waweru y Lilian Katunge se sientan con sus hijos en el poco más de medio metro de sombra que ofrece el techo de la primera. “Vamos persiguiendo la sombra durante el día”, dicen.
El cambio climático y el aumento de población suponen un reto para lidiar con el aumento de temperaturas. El 62% de la población urbana en África reside en asentamientos informales, donde la planificación urbana y los servicios municipales son a menudo inexistentes. La rápida urbanización africana supone un reto de adaptación de las ciudades. El Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos calcula que la población viviendo en barrios informales se triplicará de aquí a 2050, pasando de 400 millones a 1.200 millones de personas.
El 62% de la población urbana en África reside en asentamientos informales
Los resultados de un estudio publicado el año pasado en la revista científica Nature indicaron que las capitales del este de África exhiben islas de calor en la superficie urbana que oscilan entre uno y ocho grados de temperatura. Sin embargo, hasta ahora no había ningún dato sobre las diferencias entre barrios formales e informales dentro la ciudad.
“Nos preocupa el cambio climático porque nos perjudica directamente, pero no hay datos sobre cómo afecta de manera desigual a los más desfavorecidos”, asegura Ángela Abascal, urbanista e investigadora en el proyecto Onekana (que en suajili significa “hacer visible), de la Universidad Libre de Bruselas (ULB) y financiado con dinero público belga.
“Los resultados satelitales iniciales mostraban tres grados más de media en los slums (asentamientos informales) comparados con otros barrios más desarrollados, pero esto solo recoge la temperatura de la superficie, no la del aire”, explica Abascal. El calor que afecta a la salud está relacionado con la tipología urbana, si hay más o menos casas y áreas verdes, y el material de construcción de estas, así como el hacinamiento. Los investigadores buscan crear un modelo con los datos satelitales y su trabajo de campo para mapear cómo la temperatura del aire, la humedad y la radiación afectan de manera desigual en barrios marginales.
Kalekye cuenta que en su mabati vive con su marido y dos de sus hijos, que a su vez tienen dos hijos cada uno: ocho personas en un espacio de nueve metros cuadrados. “Dentro de cada barrio hay mucha diferencia. No es lo mismo una vía de 60 centímetros donde no corre una gota de aire que una arteria principal. La orientación de las casas, el material del que están hechas y el ancho de las calles afectan a la radiación y al viento”, dice Abascal. “En picos de calor, unos grados pueden suponer incluso la muerte en casos extremos”, asegura.
El caso de James Anko es inusual. En su pequeña vivienda, hecha de chapa, puso hace un par de años un doble techo. “Cuando mi hermana dio a luz, su hija no podía dormir durante el día y lloraba, por eso lo hice”, recuerda. Anko es un líder comunitario en Korogocho, todos lo paran por la calle y el móvil le suena cada dos por tres. Viste una camiseta roja con un reloj temporizador que parece indicar que el tiempo se le acaba.
En su pequeño patio se reúnen decenas de vecinos que le prestan atención. La temperatura marca 30 grados, pero la sensación de calor es mucho mayor. Un sensor de calidad del aire da vueltas con el viento. El sol quema y el índice ultravioleta marca un nivel extremo de radiación de 9 sobre 11, con el cual se recomienda, por salud, no exponerse al sol. En Korogocho, eso es imposible.
Cuando Anko acaba la explicación, los vecinos se dividen para caminar durante dos horas por las distintas zonas del barrio con un palo al que va atado un pequeño GPS y un termómetro para medir la temperatura del aire. Uno de esos palos lleva también un piranómetro, un sensor que mide la radiación.
Tras varios días de trabajo, los investigadores del proyecto Onekana podrán mapear las calles de los asentamientos informales y ver cómo la temperatura varía calle a calle en tres ciudades: Nairobi, Lagos y Buenos Aires. En esta última fue el anterior Ejecutivo argentino el que les pidió que fueran para estudiar los efectos del cambio climático en las zonas informales. El objetivo final con toda la información que recojan es crear conciencia con evidencia científica de que el calor no afecta a todos por igual. Las mayores temperaturas a las que se enfrentan aquellos que viven en slums se suman a su poca capacidad de adaptación, por lo que el proyecto busca también indagar en medidas baratas para paliar el calor.
Kalekye, sin embargo, sabe que el calor no lo crea el Gobierno. “El humo de los vehículos y de las grandes empresas causa el calor, lo he oído en las noticias”, subraya. A pesar de sus deseos, es consciente que las temperaturas del pasado no volverán. Hace unos meses, plantó árboles de aguacate y plataneras para intentar dar sombra en su zona y estar más fresca. “En dos años lo cubrirá todo y podré estar en casa”, dice esperanzada. Por el momento, se resguarda bajo un árbol, lejos de su casa, a la espera de que caiga el sol.
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