Los batwa de Uganda, marginados en nombre de la conservación
Esta comunidad de pigmeos fue expulsada en los noventa de un bosque que se convirtió en un parque nacional. Desde entonces han errado por varios lugares, viven en la pobreza y sufren adicciones y enfermedades que no conocían
Geoffrey Inzito dice que le gusta mucho el bosque. A él y a todos los suyos. Pero también admite que es el primer líder de la etnia batwa que ha tenido que gobernar fuera de él. “Antes cazábamos y recolectábamos. Ahora hacemos otras cosas, sobre todo vendemos madera y carbón”, explica. Inzito calcula que tiene 65 años. Luce un aspecto algo desaliñado: la cabeza rasurada, camiseta raída y varios dientes de menos. No mide más de 1,55. Reina entre los batwa desde 1998, tras la muerte de su padre, y tiene mujer y ocho hijos. “La vida es muy difícil. No podemos hacer negocios como otros pueblos. Nada más que comerciar con leña y vender cosas a algunos turistas. ¿Cómo vamos a prosperar? Es imposible”, prosigue.
Los batwa, conocidos también como pigmeos, se encuentran repartidos en la región de los Grandes Lagos y otras partes de África Central. En Ruanda y en Burundi también se les llama twa; en la República Democrática del Congo, son los mbuti o los bayanda. Los antropólogos creen que se encuentran entre los habitantes más antiguos de estos bosques ecuatoriales y estiman su población entre 86.000 y 112.000 personas en total, unos 6.200 de ellos en Uganda. Tradicionalmente, han residido en cabañas o cuevas temporales y subsistían gracias a recursos como miel, frutas, animales, setas y hortalizas. También dependían de los bosques para las medicinas, la pesca o la cestería. Pero, en la década de los noventa, la declaración del Parque Impenetrable de Bwindi (al suroeste de Uganda) como patrimonio de la humanidad supuso la expulsión de miles de ellos.
Lo mismo ocurrió con la comunidad de Geoffrey Inzito, compuesta por unas 125 personas, que viven en Bundibugyo, en la Región Occidental de Uganda. Desde hacía varios siglos habían residido en el bosque de Semuliki, pero todo cambió en 1993, cuando los echaron en pos de la conservación del lugar, que fue declarado parque nacional. Tras informes de destrucción de bosques y caza furtiva de animales salvajes que supuestamente salpicaban a la comunidad local, los habitantes de Bundibugyo fueron reasentados sin compensación en unas tierras situadas a pocos kilómetros. “Nadie tuvo en cuenta su contexto, y su forma de vida. Ni siquiera estaban acostumbrados a habitar casas; no soportaban el sonido de la lluvia, por ejemplo. Pero no tenían adónde ir, así que se hicieron dependientes de ONG y trabajadores sociales”, explica Barbra Babweteera, directora ejecutiva de CCFU, un organismo dedicado a los derechos de minorías indígenas de Uganda. “El proceso de desalojo fue degradante para su dignidad”, se queja la experta. “No se les integró en la conservación. Pasaron de vivir en el bosque, como habían hecho desde tiempos inmemoriales, a hacerlo en un sitio rocoso, sin ningún árbol, sin ningún medio de subsistencia. Antes construían sus hogares en 10 minutos, eran seminómadas, recolectaban, eran grandes herboristas… Y se convirtieron en unos marginados”.
Pasaron de vivir en el bosque a hacerlo en un sitio rocoso, sin ningún árbol, sin ningún medio. Antes construían sus hogares en 10 minutos, eran seminómadas, recolectaban, eran grandes herboristas… Y se convirtieron en unos marginadosBarbra Babweteera, directora ejecutiva de CCFU, organismo para la defensa de minorías indígenas de Uganda
La lacra del alcoholismo
Tras pasar por varios reasentamientos, Geoffrey Inzito y los suyos habitan ahora una veintena de casas construidas para ellos en un pueblo que han bautizado como Kapepepe Village, situado a poca distancia. Y las consecuencias de tres décadas de desalojos y reubicaciones afloran ahora con toda su crudeza, comenzando por el alcoholismo y el consumo de drogas. “No tienen suficientes actividades económicas a las que dedicarse y comprometerse. Ganan muy poco dinero y disponen de mucho tiempo”, dice Babweteera.
Además, Inzito explica que él y sus vecinos solo pueden entrar a su antiguo bosque gracias a un permiso especial del Gobierno para recoger madera que vender. “Podemos sacar 5.000 chelines (alrededor de 1,25 euros) al día”, detalla. Sin tierras que trabajar y sin un lugar en el que aplicar sus conocimientos ancestrales, los batwa se han hundido en la miseria en un país que ya de por sí tiene un problema con la pobreza: unos 18 millones de personas, el 42% de la población, vive con menos de dos euros al día, según las cifras del Banco Mundial.
El alcoholismo no es el único problema al que se están enfrentando los batwa de Bundibugyo. Pasar de vivir sin comunicación con el mundo externo en el parque nacional de Semuliki, cuya extensión ronda los 200 kilómetros cuadrados, a residir junto a otras comunidades locales, les expuso a muchas enfermedades. “Antes, por ejemplo, no contraíamos VIH u otras dolencias de transmisión sexual”, sostiene Inzito. “Ahora su propagación nos preocupa; el mestizaje con otros pueblos ha provocado que nos infectemos”. Aproximadamente 1,4 millones de personas en Uganda viven con el virus del sida, que provoca la muerte de unos 20.000 ugandeses al año.
Acudir a cualquier centro médico también supone una dificultad para la mayoría de los batwa. “Cuando vivían en los bosques, confiaban en sus conocimientos sobre herboristería. Sabían qué plantas usar para una u otra enfermedad. Pero cuando los sacaron de la selva y les prohibieron entrar en ella, eso se acabó. Tuvieron que empezar a ir hospitales y allí les discriminaban”, cuenta Barbra Babweteera. Las comunidades locales, poco acostumbradas a ver gente diferente, tampoco aceptaba a esos nuevos habitantes delgados y pequeñitos que no hablaban bien el idioma y no sabían leer o escribir. “Por culpa de la segregación y el estigma, han dejado de ir al médico. Además, son estas mismas razones las que hacen que no lleven a sus niños al colegio”, agrega Babweteera.
“Rezo para que el gobierno nos permita volver a vivir al bosque. Allí hay peces, y ríos, y sombras, y miel. Sólo nosotros, sin nadie”Geoffrey Inzito, líder de la comunidad Batwa en Bundibugyo
Karungi Joyce, una muchacha de 16 años, es la primera batwa de Bundibugyo que cursa la educación secundaria tras haber finalizado con éxito la primaria. Vive en Kapepepe junto a los demás y no es ajena a los problemas de su comunidad. “Algunas veces tengo que ir al colegio con la barriga vacía, tras comer solo un puñado de azúcar”, cuenta. Joyce acude a una escuela situada a unos 10 kilómetros de su asentamiento, donde come al menos una vez al día. “Me gustan las matemáticas, pero cuando acabe mi educación quiero ser enfermera”, dice. “Deseo ser un ejemplo a seguir para los niños de mi comunidad. Explicarles que hay que esforzarse mucho, que hay que sufrir algunas veces, pero que somos igual de capaces que los demás”.
“Todo tiene que ir destinado a conseguir que los niños batwa vayan al colegio. Sin perder su identidad, su cultura o sus tradiciones, pero para desarrollarse y progresar, los más jóvenes tienen que acudir a la escuela”, sentencia Babweteera.
Inzito comparte la misma opinión, pero modera el entusiasmo. “El futuro de mi gente es estar educados, pero no siempre se puede conseguir. Algunos de nuestros jóvenes tienen que trabajar para ayudar a sus familias”. El líder batwa finaliza rememorando el pasado y expresando un claro deseo para los tiempos venideros: volver a la selva, a habitar entre los árboles, a construir sus propias casas, cazar sus alimentos y vivir las tradiciones: “Rezo para que el Gobierno nos permita regresar al bosque, de donde eran mis abuelos. Donde hay sombra, y ríos, y peces, y miel. Queremos vivir sin enfermedades, sin nadie, solo nosotros, como antes”.
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