Cerrar las puertas del horror
El Día Internacional de los Pueblos Indígenas llega en medio del escándalo de los internados indígenas en Canadá, un crimen inenarrable y tristemente nada excepcional
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Cuando hace unas semanas leí que en Canadá se estaban descubriendo decenas, y al final centenas (más de 1.000 es el número estimado), de restos de cuerpos de niños y adolescentes indígenas muertos en internados que funcionaron durante 120 años (1876-1996) sentí horror en el cuerpo. Y a la vez desconcierto frente a la especie humana.
En todo ese lapso, este país visto como gentil, inclusivo y que reconoce más a los pueblos originarios (la Constitución de 1982 les da derechos que no tienen en otros países), había promovido y tolerado el literal secuestro de unos 150.000 niños indígenas. Se les había arrancado de sus familias, de su cultura, de sus raíces, de su forma de estar en el mundo.
En los centros donde eran confinados muchos fueron ultrajados, golpeados; o sufrieron hambre, hipotermia. Cientos de ellos murieron por enfermedades como la tuberculosis y algunos se suicidaron. Aunque el caso se conocía desde 2015, cuando una Comisión de la Verdad y la Reconciliación comenzó a investigar los hechos, hace poco volvió a estallar.
En junio pasado, se descubrieron los entierros clandestinos que corroboraban un informe de tal comisión, que hacia el 2019 había determinado que allí habrían muerto más de 4.000 niños. ¿Qué es lo que hace que una parte de la sociedad humana se sienta con derecho a arrancarle el cuerpo y el alma a otra? ¿En qué momentos se abren las puertas del horror?
¿Qué es lo que hace que una parte de la sociedad humana se sienta con derecho a arrancarle el cuerpo y el alma a otra?
Es una vieja práctica, que se dio a lo largo de la historia y en todo el orbe, y parece basarse en una idea sumamente descaminada: no son como nosotros, se nos tienen que parecer y, si no es así, los obligamos. Si en el camino mueren, quizás sea parte del proceso y habrá que lamentarlo, mas no detenerse. Porque cuesta aceptar otras formas de vivir.
Algo similar ocurrió en Australia con la Generación robada, nombre con el que se conocía a los niños aborígenes australianos que, al igual que en Canadá, fueron secuestrados y puestos en internados para asimilarlos, entre los años 1869 y 1976. La conmovedora película estrenada en el 2002, que lleva el mismo nombre (Generación robada), lo narra.
En una escena tenebrosa, se presentan en sucesivas figuras el itinerario que tenía que recorrer cada uno de estos niños para civilizarse. Por fortuna, y a costa de mucho sufrimiento, tres niñas logran huir de este sistema de terror y se reencuentran con su familia tras recorrer más de 2.000 kilómetros (la película está basada, tristemente, en hechos reales).
Otra vez, la delirante creencia de que hay una cultura, o una religión, que es la mejor, o la que ―decían durante la colonización de los pueblos prehispánicos― puede salvar el alma de los que acceden a ella. Eso no se ha ido, aun cuando esos macabros internados ya no existan y el primer ministro canadiense Justin Trudeau haya pedido perdón y se sienta avergonzado.
Cada vez que alguien agrede a los indígenas, en cualquier parte del planeta, está volviendo a abrir simbólicamente la puerta de esos centros
Cada vez que alguien agrede a los indígenas, en cualquier parte del planeta, está volviendo a abrir simbólicamente la puerta de esos centros. Cada vez que se les considera ciudadanos prescindibles o se les ve con una condescendencia muy parecida al ninguneo, se les quita algo de su vida exterior e interior. Y cada vez que son asesinados, todos morimos un poco.
En Colombia, un territorio generoso, pero siempre turbulento, de enero a marzo de este año fueron victimados 12 líderes indígenas. En Brasil, durante el primer año del gobierno de Jair Bolsonaro (2019), los indígenas asesinados fueron 113. Y en Perú, en febrero pasado dos indígenas de la etnia cacataibo murieron baleados en medio de un bosque amazónico.
La tardía llegada de la vacunación y la atención a los indígenas durante la pandemia es otra muestra del desprecio vigente. Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la tasa de letalidad por covid-19 en los pueblos originarios de México es superior al del conjunto de la población: 20.1% frente a 8.4%. En Paraguay es el 10.1% frente al 3.7%.
¿Hasta cuándo va a seguir esta barbarie contra quienes algunos todavía llaman “bárbaros”? Los indígenas no solo necesitan compasión. Sobre todo necesitan ciudadanía. Requieren, y exigen, ser reconocidos como cualquier ciudadano de las urbes. No son buenos salvajes tampoco. Son personas cuyos derechos no deberían estar ni siquiera en discusión.
Una epidemia de egoísmo milenaria continúa aún clavada en el corazón humano
Pero este mundo atroz los sigue confinando al silencio, a la vulnerabilidad, a pesar de los avances que gracias a ellos mismos, y al apoyo de parte del sistema político, han logrado. Al final, ocurre casi siempre lo mismo: siempre ellos (y sobre todo ellas, porque si se es indígena y mujer es peor) pierden más. No los vacunan tanto, los maltratan, los confinan.
Hoy, Día Internacional de los Pueblos Indígenas, la muerte de esos niños canadienses clama al cielo y tendría que llamar a nuestra especie a cerrar esas puertas siniestras y a abrir las de la acogida y la solidaridad, esas sin las cuales no podemos convivir. No ocurrirá pronto, porque una epidemia de egoísmo milenaria continúa aún clavada en el corazón humano.
Aunque quizás nos ayude a todos imaginar lo que sintieron cada día, por años, esos pequeños secuestrados para ser obligados a ser lo que no querían ser. Uno de ellos contó, ya adulto, que no sabía cómo criar a sus hijos, que sentía “tristeza e ira”. Si tiempo atrás alguien lo hubiera escuchado, hoy estaríamos celebrando un pequeño triunfo de la vida sobre el horror.
Ramiro Escobar La Cruz es un periodista y profesor universitario peruano, además de colaborador habitual de la sección Planeta Futuro de EL PAÍS
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