Cambiar de actitud, no de ideas
El problema de la izquierda ha sido plantear las cuestiones de raza, género o inmigración como moralinas y no como nobles postulados políticos
Recuerdo que una vez el historiador de las ideas Paco Fernández Buey me contó cómo, al calor cuasihegemónico del PSUC como fuerza antifranquista, algunas gentes pudientes de Barcelona tenían como proyecto ir a trabajar a las fábricas para así “proletarizarse”. Paco me lo contaba con esa media sonrisa propia de los sabios y los viejos marxistas (si es que tal cosa no es redundante). Años más tarde, aquel intento de proletarización, se revelaría, sencillamente, como una excentricidad más de niños ricos, narcisistas y moralmente hipocondríacos.
Nada de lo anterior quita que hubiera, al menos en algunos casos, un genuino compromiso político con los intereses de los trabajadores por parte de personas de los barrios más adinerados de Barcelona. Esto era algo noble y nada estridente. Lo que no podía haber era una “proletarización”. Y es que no importa quién uno sea para apoyar políticamente una causa. Sin embargo, quién uno es sí importa si lo que pretende es encarnarla.
Me acordé de esta historia de proletarización de gente bien al leer un montón de columnas y artículos que discuten si y por qué la izquierda parece haber perdido el apoyo de una parte significativa de las clases trabajadoras de las sociedades occidentales. Y lleva semanas revoloteándome la cabeza la siguiente hipótesis. Si en los años sesenta y setenta las élites progresistas pretendían “proletarizarse”, lo ocurrido en los últimos 15 años puede tildarse de desproletarización progresiva de esas mismas élites. Esto último tiene algo de exageración, pero ya hace tiempo que sospecho que es en la exageración donde descansa la verdad.
Así las cosas, ha habido un desprecio más o menos disimulado por aquellas actitudes, perplejidades y dudas que carecían de pedigrí cultural, académico y, más en general, intelectual. No estoy señalando un problema de desproletarización de las ideas. Las élites progresistas no han defendido ideas elitistas. Puede que se hayan equivocado en las políticas económicas (yo así lo creo, por ejemplo, al aceptar las políticas de austeridad impuestas por Alemania tras el crash de 2008). Pero ni estas, ni tampoco las ideas que ha intentado poner en práctica acerca de las cuestiones de raza, género o inmigración son ideas cuya motivación resida en atacar los intereses de las clases trabajadoras, más bien al contrario. Pero lo cierto es que han generado diversos grados de rechazo. Esto se debe, creo, a que tales ideas —singularmente las que se refieren a la raza, el género o la inmigración— fueron en realidad defendidas como moralinas y no como nobles ideas políticas.
Y cuando digo que fueron defendidas como moralinas me refiero, sobre todo, a esa peculiar actitud superficial y altanera —el “yo no soy como ellos”— que cristaliza en la veneración más absurda y absoluta por la coherencia. Nada ha hecho más daño a la izquierda política que pensar que la coherencia moral es un valor exclusivo de la izquierda.
En 2019, Barack Obama —nada menos que Obama— dio una charla a un grupo de jóvenes en la que dijo que veía en los campus de las universidades, o sea entre el mandarinato cultural e intelectual, una disposición hacia la pureza, así como una aversión a verse comprometido (en el sentido negativo de verse moralmente manchado), de las que había que deshacerse tan rápido como se pudiera. Sospecho que ese tipo de discurso cayó en saco roto porque el air du temps es el que es. Ya cambiará. Pero me parece que, a su manera, Obama venía a decir que toda la altivez y arrogancia morales que encierra el “yo no soy como ellos” no es una desproletarización de las ideas, sino de las actitudes. Y es que las personas en situación de radical desventaja social no acostumbran a poder permitirse ser coherentes: tirar hacia adelante con lo que se pueda no suele ir de la mano con la coherencia. En el sentido más superficial que la nefasta comunicación política saca constantemente a relucir, la coherencia moral es una fantasía que sólo acarician —aunque terminen fracasando— quienes tienen la vida resuelta. También esto es desproletarización de las actitudes.
Tenía razón Máriam Martínez-Bascuñán cuando recientemente advirtió de que la izquierda no puede adoptar la verborrea populista. Pero esto no debería impedir darse cuenta de que existe una élite —aunque nos incomode la expresión, ellos mismos, con su altanería, han decidido colocarse en lo más alto de esa pirámide simbólica— que consagra una inalcanzable coherencia moral como eje vertebrador de su discurso político. No hace falta copiar el discurso populista para transmitir otra imagen de la política. A mí me persuade la que sugirió el filósofo Bernard Williams: la política no es moral aplicada; es un juego de equilibrios en que la incoherencia moral será probablemente inevitable. Así que no hace falta cambiar de ideas. Hace falta cambiar de actitud.
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