Si el poder corrompe
Quizá ha llegado el momento de vigilar a los poderosos más de cerca y anticiparnos a su predecible podredumbre
En el mundo hay dos clases de personas: las que buscan el poder por encima de todas las cosas y las que prefieren comer cristal. No creo que una de las dos posturas sea intrínsecamente más virtuosa que la otra, pero sólo porque nadie elige la suya. La relación con el poder tiene que ver con la infancia, las jerarquías familiares, el contexto histórico en el que crecemos y otros fenómenos biográficos que escapan a nuestro libre albedrío. A pesar de eso, ambos bandos encuentran que la postura del otro es moralmente indefendible.
Los amigos, aspirantes y admiradores del poder viven genuinamente convencidos de que todo el mundo es como ellos. Que cualquiera que afirme lo contrario es simplemente débil, hipócrita o un filibustero que lo busca de forma tapada, con estrategias oblicuas, ejecutando maniobras orquestales en la oscuridad. Los ateos, por su parte, viven genuinamente convencidos de que el poder es un cáncer que destruye hasta las almas más delicadas. Sé que es verdad porque pertenezco a la segunda clase.
No me gusta el poder. No me gusta la gente que lo tiene, sospecho de la gente que lo quiere y odio lo que hace con aquellos que lo consiguen. Estoy convencida de que he perdido amigos muy queridos por su culpa. Creo que su efecto es tóxico, no sólo para los que lo sufren, sino especialmente para los que lo ejercen. Mi convicción se solidificó hace 10 años, cuando descubrí un artículo académico que explica que el poder provoca daño cerebral.
En La paradoja del poder, el profesor de Psicología en la Universidad de Berkeley Dacher Keltner cuenta que ejercer el poder durante suficiente tiempo altera la conectividad de la corteza prefrontal. Tanto, que se puede comparar con la clase de lesión cerebral traumática que tenemos después de un accidente. La clase de lesión que cambia nuestra capacidad para procesar y responder a las emociones de los demás.
Keltner dice que las personas se vuelven más impulsivas, más propensas al riesgo y menos capaces de ponerse en el lugar de otros. Pierden la capacidad de autocrítica, se sienten por encima de las normas y dejan de entender el impacto de sus acciones. Como consecuencia, empiezan a perjudicar a otros. En otras palabras, su empatía desaparece de forma inversamente proporcional a su poder.
La ausencia de empatía constituye la característica principal, aunque no exclusiva, de los narcisistas y los psicópatas. En la literatura psiquiátrica, estos son trastornos que se caracterizan por ver a los demás como simples herramientas para satisfacer las propias necesidades y ambiciones, y por una tendencia a la manipulación y la explotación. No hace falta ser científico para observar que muchos de los principales puestos de responsabilidad en el mundo están ocupados por narcisistas y psicópatas. La cuestión no es si ya lo eran antes de ser poderosos. La cuestión es qué podemos hacer para mitigar su toxicidad.
La estadística, la ciencia y la historia nos demuestran una y otra vez que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Lo dijo lord Acton en 1887 y no era neurobiólogo, sino historiador. Quizá ha llegado el momento de vigilar a los poderosos más de cerca. Anticiparnos a su predecible corrupción. Establecer los protocolos de control que nos avisen cuando su nivel de narcisismo y psicopatía requiere medidas extraordinarias, en lugar de permitir que el poder se vaya retroalimentando hasta convertirse en la única forma estable de autoridad.
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