Por qué y para qué se desmarca Vox
La ruptura con el PP en los gobiernos autonómicos no hubiera pasado sin Alvise: Vox quiere arrebatarle la bandera del descontento. Y no ser “la derechita cobarde” de nadie.
A Vox siempre le ha gustado presentar un frente rocoso ante el mundo, pero eso no oculta que allí convivan sensibilidades y perfiles distintos: hay antivacunas y abogados del Estado, filósofos tradicionalistas y tuiteros de intervención rápida, del mismo modo que hay catolicismo ortodoxo, resabios de falangismo corporativista e incluso algún aire neopagano de la “nouvelle droite”. No siempre esas almas conviven con fruto: véase la purga de los liberales, por lo demás compatible con los abrazos al libertario Javier Milei. Porque tampoco cabe exigirles siempre congruencia: en Vox, por ejemplo, ha habido no poca elite antielitista; gentes que, mientras apuran el fino en el club Puerta de Hierro, se quejan de las conspiraciones de los poderosos —Soros, Gates, etc.— de este mundo. Con todo, la disyuntiva más antigua de Vox ha consistido en presentar un perfil institucional o abrazar una derecha montuna. Este jueves, tras un tiempo de ejercitarse sin fruto en lo primero, vimos la entronización política de lo segundo.
La acción ha sido tajante por más que la excusa parezca endeble: el reparto geográfico de la asistencia a menos de 400 menores inmigrantes. Decimos endeble porque uno puede estar en las puertas abiertas o en las fronteras cerradas de cara a la inmigración que vaya a llegar, pero el problema apela a la que ya está aquí. El hecho de que no haya ciclos electorales a la vista ha favorecido este reposicionamiento brusco de Vox tras un año de erosiones para los de Santiago Abascal. Erosiones por el frente institucional, con mala valoración y malas perspectivas allá donde formalizaron pactos con el PP. Y erosiones también en el frente montuno, después de acciones —pienso en el Noviembre Nacional— que o fueron un gatillazo o capitalizaron otros.
Romper los acuerdos con el PP podrá generar algún malestar entre quienes disfrutaban su consejería, pero subraya un aval moral originario de Vox: no estaban aquí para transigencias ni politiqueos. Ahora eran además conscientes de un desaliento entre sus cercanos: para qué Vox si no supera al PP y no sirve para terminar con la izquierda; para qué Vox si ni es partido de gobierno ni es ya canal para la protesta. Con su acción, Vox reclama la primacía en la intransigencia, en un momento en que los muy cafeteros se están pasando en masa a un Alvise al que se ve menos suavizado por las moquetas y que dedica lo mejor de su artillería a, justamente, atacar a la inmigración y atacar a Vox. Recuperar ese liderazgo está por encima de cualquier mal sobrevenido: que el mensaje antiinmigración resulte poco cristiano, que el movimiento pueda verse como maniobrero o que, en fin, la ruptura llegue cuando España entera está enamorada de dos hijos de la inmigración. Nada de esto hubiera pasado sin Alvise: Vox quiere arrebatarle la bandera del descontento. Y no ser “la derechita cobarde” de nadie.
Al desmarcarse de los gobiernos del PP, Vox subraya además su perfil propio y se niega a pagar la cuenta que, por tradición, corre siempre a cargo de los partidos más pequeños en las coaliciones. Y, al apuntar a la inmigración, Vox cree estar a la vanguardia en España de una ola que ven crecer en toda Europa. Llevan años en esto y están muy seguros —uno nunca ha terminado de verlo— de que hay ahí una veta importante de votos. El reposicionamiento habrá sido brusco pero es para el largo plazo. El corolario, en todo caso, resulta una perfecta carambola de ironía: el PP ha estado siempre preocupado por cómo bailarle a Vox y ahora ha sido Vox el que ha decidido apartarse de la danza.
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