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Columna
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Adónde irán los votos que no damos

La abstención es solo la letra pequeña de los resultados, pero cuando más del 40% del censo se encoge de hombros, el problema no es de los pasotas

Una mujer observa las papeletas electorales en un colegio de Barcelona el pasado domingo.
Una mujer observa las papeletas electorales en un colegio de Barcelona el pasado domingo.Massimiliano Minocri
Sergio del Molino

Se preguntaba Víctor Manuel adónde irán los besos que no damos, pero los analistas casi nunca se preguntan dónde irán los votos que no damos. Un cliché decía que las abstenciones eran de izquierda, porque cuando la participación era baja, ganaba la derecha. Sonaba a consuelo barato. Hoy, con parlamentos fragmentados, la cantinela ya no se sostiene. Sobre todo, cuando el PSC ha tenido los mejores resultados de su historia con una participación del 57,94%.

Un gran pensador español dijo hace unos años que los abstencionistas no merecían vivir en un país democrático, y propuso estabularlos hasta que el voto fuera obligatorio. La democracia dejaría entonces de ser liberal para devenir testicular: a votar por cojones. En ese sueño, los pasotas serían arrastrados a las urnas por la autoridad competente (como los ancianos de los asilos a los que las monjitas metían el voto en el sobre), pero una democracia solo puede serlo si permite a los ciudadanos inhibirse.

Yo me he abstenido algunas veces, y cuando lo comenté en una entrevista, un colectivo de abstencionistas me invitó a dar una charla. Decliné, pues exponer las razones traicionaría mi silencio: si hubiera querido expresarme, habría votado. Todos los votantes felices se parecen, los abstencionistas desgraciados lo son cada uno a su manera. Lo más cómodo sería enfadarse con ellos y mandarlos estabular, pero cuando la abstención es tan alta como la del domingo, merece algo más que un insulto ingenioso. Despreciar a quien se inhibe es como negar el derecho a existir de aquellos que nos molestan o no comprendemos, y una democracia cortada a nuestra medida —como la quiere Puigdemont— se parecería mucho a una dictadura: en una sociedad compleja y plural, la democracia debería ser un traje incómodo que encoge o viene grande.

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Desafección es una palabra fea que ha sustituido a la eufónica desengaño, que ha quedado para connotaciones sentimentales y ya no se usa en contextos políticos. El desengaño es una emoción definitiva: un desengañado casi nunca vuelve a engañarse. En medio de la euforia por el posible cambio en Cataluña y el triunfo indudable y rotundo de la estrategia de Pedro Sánchez, los desengañados pueden pasar inadvertidos. Al fin y al cabo, la abstención es solo la letra pequeña de los resultados, pero cuando más del 40% del censo se encoge de hombros, el problema no es de los pasotas, sino de los que van a sentarse en los escaños, que deberían preguntarse muy seriamente, aunque sea con música de Víctor Manuel, adónde irán los votos que no les dieron.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).
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