Ver y ser visto

Hoy la cultura la constituyen millones de seres anónimos cuyo iPhone les sirve para proyectar su pensamiento inane o su imagen de pelanas hasta más allá de las esferas celestes de Platón

Instalación de Olafur Eliasson en los jardines del palacio de Versalles.Geoffroy Van der Hasselt

Hoy la cultura consiste en ver y en ser visto; la constituyen miles de millones de seres anónimos cuyo iPhone insertado en el bolsillo de la nalga les sirve para proyectar su pensamiento inane o su imagen de pelanas hasta más allá de las esferas celestes de Platón. Estos seres anónimos están sentados en los taburetes de la barra de un bar lleno de furia y ruido que da la vuelta al planeta. Esa enloquecida barra de bar no respeta espacios. Atraviesa las universidades de La Sorbona, Oxford y Harvard, pasa por el interior de la ...

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Hoy la cultura consiste en ver y en ser visto; la constituyen miles de millones de seres anónimos cuyo iPhone insertado en el bolsillo de la nalga les sirve para proyectar su pensamiento inane o su imagen de pelanas hasta más allá de las esferas celestes de Platón. Estos seres anónimos están sentados en los taburetes de la barra de un bar lleno de furia y ruido que da la vuelta al planeta. Esa enloquecida barra de bar no respeta espacios. Atraviesa las universidades de La Sorbona, Oxford y Harvard, pasa por el interior de la Capilla Sixtina del Vaticano, emerge en todos los prostíbulos y garitos, se adentra en los ambientes políticos de izquierdas y derechas y acaba formando un inmenso corro de la patata. Hoy todo el mundo escribe, pinta, baila, canta, opina, a la espera de obtener un momento estelar. ¿Se acuerdan de cómo era antiguamente un escritor famoso, un intelectual de moda? Hubo un tiempo en que su teléfono no paraba de sonar. Lo llamaban de todas partes, para una entrevista, para una charla, para encabezar un manifiesto, para llevar una pancarta. Se pasaba el día con los cascos puestos en una emisora de radio o sentado ante una cámara de televisión, recién maquillado y alguien le pedía perdón mientras le metía el cable del micrófono por debajo de la camisa y a una señal del realizador comenzaba a opinar de cualquier tema, del que probablemente sabía poco o nada. Podía permitirse cualquier salida, que sin duda sería celebrada. Durante el entreacto acudía la maquilladora al plató para empolvarle de nuevo la nariz y quitarle unos brillos de la frente. Hoy ese intelectual se ha transformado en miles de millones de seres anónimos con un iPhone en la mano. Su pensamiento singular se ha ahogado en el griterío de la barra de ese bar planetario donde si quiere ser visto u oído deberá gritar más alto que el de al lado o hacer el ganso como los demás.

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