A quienes discrepan
A ellos hay que pedirles, con respeto democrático y cordialidad cívica, que lean la ley de amnistía con ojos limpios, ateniéndose a los hechos tangibles y no lo que no dice ni insinúa ni puede inducir a sueños o pesadillas
La fábrica de esta ley es sólida. Laboriosa: se le notan abundantes aportaciones y amplios arquitrabes jurídicos. Trabada, coherente en el hilo conductor más razonable de todas ellas. Y sin vacíos de objeto: ni de ámbito de aplicación, tanto subjetivo o personal (los beneficiarios) como objetivo (los actos delictivos que se anulan y las penas que se extinguen), ni creatividades confusionarias (nada de lawfare). Y es sobria, 16 artículos, el mínimo que se despacha. Pero al mismo tiempo va dotada de un extenso preámbulo, indispensable para una norma que nace controvertida para muchos. Y por muchos muy respetables, pero que se precipitaron rechazándola incluso de forma repentina, sensorial, automática, sin conocimiento previo. Sobre todo, es una norma del todo incardinada en el marco constitucional, como anticipó este periódico.
Este artículo se dirige sobre todo a quienes han discrepado, discrepan y discreparán de la amnistía. También a quienes han llegado a deslegitimar la norma, a fantasear con su articulado o a falsear su marco legal. O porque les repugnaban y rechazan los delitos insurgentes (al que esto escribe también), o porque dudaban de su encaje fluido en la Constitución (como a muchos antes de estudiar a fondo el asunto), o porque les molestaba la coyuntura que la propiciaba la necesidad aritmética de unas docenas de votos (no son los únicos), o porque la retórica que Junts supo colar en el acuerdo con los socialistas era primitiva, asimétrica y restreñida.
A ellos hay que pedirles, con respeto democrático y cordialidad cívica, que la lean con detenimiento. Con ojos limpios, ateniéndose a los hechos tangibles —su texto concreto—, y no lo que no dice ni insinúa ni puede inducir a sueños o pesadillas. Ni lo que les dicen que dice. Y leerla no desde los propios y a veces muy arraigados recelos, prevenciones o convicciones ideológicas que con frecuencia petrificamos. Solo si entre todos los ciudadanos españoles se intenta construir una mirada común, el objetivo declarado por la proposición de ley de garantizar la convivencia en Cataluña tendrá pleno efecto: puede que fracase, pero entonces eso no será solo responsabilidad de sus promotores por no explicarse bastante o lo suficientemente bien, sino un problema añadido para todos, catalanes, españoles y pluscuamperfectos.
El preámbulo está bien trabado porque una ley reconciliadora debe huir de la complacencia (sobre las propias virtudes) tanto como de la displicencia (contra los defectos ajenos). Porque reconoce sin ambages que lo ocurrido en el otoño levantisco de 2017, y en general en todo el procés de los indepes catalanes hubo conductas calificadas y sentenciadas como delitos, pero sin necesidad de vitaminar ese reconocimiento con insultos o dicterios añadidos. Porque respeta a los distintos poderes del Estado, y a su independencia y separación: a la actuación de las Cortes Generales (alusión abstracta a la aplicación del 155, pero no solo ella), y sobre todo de la judicatura. La amnistía, pues, juega en otro plano, en el plano político que para nada desmerece al jurisdiccional; solo es distinto, en su bracear en pro de la convivencia democrática, como interés general reconocido en el frontispicio del preámbulo de la Constitución.
El acopio de apoyaturas, no solo para el encaje de “una” amnistía en la ley de leyes, sino también de “esta” concreta amnistía, resulta abrumador: la mención y explicitación de los principios constitucionales (igualdad, interdicción de la arbitrariedad, independencia del poder judicial, seguridad jurídica y proporcionalidad de las normas…); la alusión a las 50 medidas de gracia de este rango que han otorgado los países europeos en los últimos decenios; la legislación comunitaria de la UE; las resoluciones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos; las numerosísimas sentencias del Tribunal Constitucional español (a lo largo de toda su historia, con unas u otras mayorías) y la presencia del instituto de la amnistía en distintas piezas de la legislación ordinaria, así como en tratados internacionales y convenios laborales, son contundentes. Aun así, es obvio que el derecho a discrepar políticamente de su oportunidad y efectos sigue completamente en pie. Faltaría más. Pero exige al menos reciprocidad intelectual: argumentos.
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