Lo vulgar y lo pijo
Los nacionalismos vasco y catalán, y un sector de la izquierda, han impuesto un relato inverosímil según el cual los defensores de la Transición pertenecen a un franquismo refinado que no hace más que culminar la dictadura
La distinción entre el vulgo y los doctos hizo furor en la Edad Moderna para diferenciar entre las mentes preclaras, que disponían de un órgano de conocimiento privilegiado que le estaba negado al pueblo lego en matemáticas, que por ello necesitaba estampitas y parábolas para elevar su espíritu, al ser incapaz de demostrar geométricamente la existencia de dios y la inmortalidad del alma. Pero se tuvo la impresión de que la llegada de la Ilustración, aunque no puso fin a las desigualdades educativas de facto, sí al menos había terminado de iure con esa monserga, mostrando que basta con encender las luces del siglo para que se disuelva la validez de los sofismas escolásticos y con promover la justicia social para que el conocimiento esté al alcance de todos los mortales.
Ello no obstante, la distinción resurgió en el siglo XX, en un contexto nuevamente escolástico. En la Escuela (de Frankfurt) se enseñaba a discernir entre dos clases de marxistas: unos, los que Perry Anderson llamaría “orientales” —dirigentes políticos como Stalin, Castro, Ho Chi Minh o Mao, muy voluntariosos pero escasos de teoría—, fueron calificados como “marxistas vulgares”; los otros (los marxistas “occidentales”), en una saga de brillantes pensadores que comienza con Benjamin, Adorno y Horkheimer, pasa por Althusser y llega hasta nuestros días con intelectuales como Moishe Postone o Michael Heinrich, se caracterizan por una sólida formación académica y un refinadísimo equipaje cultural que les permite una comprensión más sofisticada de El Capital. Estos últimos acusan a los primeros de ser los responsables de haber reducido la doctrina de Marx a una serie de dogmas fácilmente digeribles por las masas iletradas y convertibles en consignas revolucionarias, que habrían desembocado en las atrocidades de los bárbaros estados comunistas soviéticos y similares, algo que se habría evitado de haberse llevado a la práctica la teoría marxista auténtica; los “vulgares”, por su parte, se defienden reprochando a sus refinados colegas su incapacidad para engendrar una praxis revolucionaria y, si quienes hundieron sus botas en el barro de la historia, como Lukács, hubieran tenido a mano el término, habrían etiquetado a los escolarcas como “marxistas pijos”.
Sin embargo, como siempre que se distingue entre lo vulgar y lo auténtico, es una pérdida de tiempo intentar buscar tras esas diferenciaciones importantes cuestiones de contenido: nadie ha logrado hasta hoy determinar cuál es la lectura vulgar y cuál la recta y completa de El Capital, a pesar de los numerosísimos seminarios emprendidos durante el siglo XX y de las versiones en comic, y ello no por la insondable complejidad y longitud del texto, que ni siquiera Althusser fue capaz de terminar, sino porque los vulgares, por definición, son siempre los demás. Cuando son los hombres de armas quienes hacen estas distinciones entre lo auténtico y lo vulgar, asumen un coste. Así, por ejemplo, cuando Manuel Hedilla se puso al frente de la “Falange auténtica”, Franco, que era un falangista vulgar, lo encarceló; o cuando Trotski, alma del Ejército Rojo, se convirtió en un marxista tan pijo que incluso se entrevistaba con André Breton, Stalin (que era un comunista vulgar) lo mandó matar. Pero cuando se trata de intelectuales con nula o escasa militancia, estos distingos parecen no tener para ellos más coste que, como mucho, el del ridículo.
Con todo, es digno de nota que, en la propia Escuela de Frankfurt, la distinción de marras se amplió más allá de la escolástica marxista, alcanzando algunos éxitos que aún hoy continúan celebrándose. Al haber profetizado los doctos que el fascismo no era un movimiento regresivo ni arcaizante sino, por el contrario, la forma avanzada y pura del capitalismo, que en el siglo XX habría mostrado su verdadero y brutal rostro, y al haber sido Alemania e Italia derrotadas en la segunda guerra mundial, se vieron obligados a distinguir entre un “fascismo vulgar” (el de Hitler, persona totalmente carente de finesse, que fue derrotado) y el fascismo pijo y auténtico, que sería el de Roosevelt, el New Deal y la cultura de consumo de masas, cuya brutalidad es peor por su sutileza, y que salió victorioso. El argumento es tan inverosímil que, para otorgarle alguna consistencia, ya no bastaba el recurso a la manipulación ideológica de las masas incultas utilizado por los marxistas vulgares, pues ahora era obvio que aquellas masas deseaban esa sociedad del bienestar en la que sólo los doctos adivinaban la esencia más pura del totalitarismo. Así que los marxistas redimidos tuvieron que experimentar en sus propias carnes la humillación que habían infligido a sus camaradas “vulgares” cuando aparecieron, en 1968, otros teóricos revolucionarios incomparablemente más pijos que ellos, puesto que a los nombres de Marx y Lenin añadían los de Nietzsche, Freud, Lacan y Antonin Artaud, únicos capaces de detectar los mecanismos mediante los cuales el microfascismo obliga al deseo a desear su propia represión. Por supuesto, también esta elegantísima doctrina ha tenido que ser vulgarizada para llegar a las masas, convirtiéndose en el catecismo woke. Lo cual no ha impedido que de ella naciese una nueva forma de comunismo, un “comunismo pijo” (que en España ha llegado al Gobierno), contrapuesto al basto y vulgar estalinismo.
Pero la aportación específicamente española a esta escolástica ha sido la distinción entre el “franquismo vulgar” (el de Franco, hombre poco refinado) y el “franquismo pijo” o “auténtico”, representado por los protagonistas y defensores de la transición española que, según este original relato, no habría sido más que la consolidación y culminación de la dictadura. La patente del relato corresponde, además de al sector auténtico del PCE, a los nacionalismos vasco y catalán, cuya “memoria democrática” considera sus regiones como víctimas de una represión continuada desde la guerra civil, que para ellos no ha terminado. Aunque inverosímil, esta leyenda podría pasar por pintoresca, como algunas tradiciones locales, si no fuera porque, tras haber perdido el PSOE parte de su equilibrio constitucional en 2018 al coaligarse con el populismo y apoyarse parlamentariamente en el secesionismo, el resultado de las elecciones generales de 2023 le ha llevado a acordar con los narradores de esa fábula “el fin de la represión” contra las acciones punibles del independentismo y, por tanto, a tener por “represión” franquista las acciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo en defensa de la Constitución y, en definitiva, a convertir en mera apariencia la democracia española desde 1978 hasta nuestros días, abriéndose la puerta a algún tipo de amnistía (ese mecanismo que, según decía Carl Schmitt, se utiliza para poner fin a una guerra civil) para todas las víctimas del franquismo pijo, cuya legión aumenta a marchas forzadas. ¿Es posible que el relato inverosímil se haya convertido en la historia oficial del país para la mitad docta de los españoles?
En cualquier caso, a la otra mitad le parece increíble el experimento que se está llevando a cabo, y lo contempla perpleja como una broma pesada. Va a hacer falta abrir nuevos seminarios y distribuir muchas estampitas para educar a esta plebe ignorante en la doctrina auténtica.
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