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Columna
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Al borde del precipicio

Se ha ido por el desagüe el capital de estabilidad y previsibilidad que se le presumía a la autocracia, exactamente lo que más valora ese vecino chino que le declaró una amistad sin límites

Wagner Rebellion Putin
Miembros del grupo Wagner en una calle de Rostov, Rusia, el pasado sábado 24 de junio.Associated Press/LaPresse (Associated Press/LaPresse)
Lluís Bassets

Nada es lo que parece. Todo es decorado y mentira. La única verdad permanece oculta. Ni siquiera conocemos el número de las víctimas mortales de los enfrentamientos del sábado. Vladímir Putin les rinde homenaje con un minuto de silencio pero amnistía en el minuto siguiente a los responsables de su muerte. No cuentan los muertos allí donde reina la muerte.

La victoria reivindicada es la guerra civil que se ha evitado. Hay que prestar atención al significado de tal proeza. La columna de Yevgueny Prigozhin llegó a 200 kilómetros del Kremlin, sin que nadie les cerrara el paso por tierra. Algunos de los aviones y helicópteros que intentaron hacerlo desde el aire fueron derribados, en un balance peor que un día en Ucrania.

Se ha evitado una matanza que hubiera obligado a desguarnecer el frente de Ucrania. Era la derrota segura, quizás en unas pocas horas. Se entiende el altísimo precio pagado para impedirla. La autoridad presidencial está por los suelos. La guerra inicialmente innombrable ha penetrado en territorio ruso. La perciben sus ciudadanos. Se ha ido por el desagüe el capital de estabilidad y previsibilidad que se le presumía a la autocracia, exactamente lo que más valora ese vecino chino que le declaró una amistad sin límites. Rusia está en guerra.

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A Putin le queda el consuelo de que no ha sido el enfrentamiento civil clásico que precede a la caída del régimen. Vencedor en Chechenia, Georgia, Siria y, sobre todo, en Crimea, ahora va de derrota en derrota. Es un perdedor acreditado. Incluso la cruenta y pírrica victoria de Bajmut se ha convertido en ajena, puesto que la obtuvo el ahora exilado Prigozhin al frente de sus mercenarios.

Puede que nadie crea sus bravatas nucleares, aunque la destrucción de la presa de Nova Kajovka y la amenaza sobre la central nuclear de Zaporiyia señalan la inquietante pulsión apocalíptica que late en su cabeza. Ahora el temor nuclear se ha trasladado al caos y al descontrol que puedan resultar de su caída o incluso de una implosión de la Federación Rusa.

La jornada del motín fue buena para Ucrania, pero pudo ser mejor todavía. Distrajo la atención de Moscú, pero no distrajo sus tropas. Putin ha disuelto sus legiones más temidas y crueles. Poco podrán aportar los legionarios que se encuadren en su ejército burocratizado y corrupto. No sabemos qué harán los desplazados a Bielorrusia, ni tampoco los desplegados en África y en Siria, ni si estarán bajo control de Prigozhin o de Serguéi Shoigú, un ministro de Defensa que podría tener mando directo sobre territorios africanos, como un antiguo virrey imperial.

Putin sale debilitado, pero todavía no ha perdido. Solo ha evitado una caída decisiva. Está rodeado de perdedores. Aleksandr Lukashenko, el pacificador y aparente ganador de la jornada, es solo un superviviente a su servicio. Se aguanta gracias a Putin y caerá con Putin. Una vez la guerra civil asoma su hocico inhumano, es difícil que no regrese con mayor ímpetu y derrame más sangre.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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