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Tribuna
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Ojos de mosca

El mundo académico actual fomenta el pensamiento único, castiga la queja justa y saludable, no da lugar al desacuerdo constructivo. La exhibición de banalidad reemplaza al mérito, se incentiva el narcisismo y escasea la bondad

Perezagua 25 junio
NICOLÁS AZNÁREZ
Marina Perezagua

Siempre me fascinó cómo Foster Wallace concebía el pensamiento. Ser un gran pensador no radica sólo en tener una mente especialmente aguda, sino en haber realizado el desafiante ejercicio previo de preguntarse: “¿Sobre qué quiero pensar?”. El valor del pensamiento consiste en cómo moldeamos, dirigimos y enfrentamos nuestra capacidad de pensar.

Llegué a Nueva York con una beca de doctorado en el año 2004. Acaba de terminar la carrera en la Universidad de Sevilla, y era tan tímida que no veía el modo de poder dirigir un aula con estudiantes más o menos de mi edad. Ni siquiera mi nivel de inglés me parecía suficiente para explicar ciertos temas, tal vez sí lo fuera, pero mi inseguridad se exacerbaba posiblemente por mi timidez.

El primer día de clase tenía 15 estudiantes. Mientras escribía mi nombre en la pizarra, pensaba que tendría que aceptar que no sería capaz de voltearme y hablar. Sentía que huiría y no volvería, y que me considerarían extraña o loca. Pocos meses después, estaba en un aula magna, micrófono en mano, dando una clase de Historia Moderna de España a los 102 estudiantes que atendían en las gradas, y en inglés. En poco tiempo, esas limitaciones que temía antes de llegar se desvanecieron. ¿Cómo fue posible? Sobre todo, ¿cómo fue posible tan rápidamente?

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En primer lugar, sentí una absoluta confianza por parte de mis directoras, profesores y colegas en mi capacidad de decidir sobre qué quería pensar. Debía diseñar los cursos que deseaba impartir y cómo hacerlo. Entendí que tal vez mi timidez se debía, en gran parte, a que hasta entonces siempre me habían tratado como a un sujeto pasivo, tomando apuntes en una clase donde sólo se veían otras cabezas tomando apuntes, sin discusión. Si alguien levantaba la mano para objetar, todos admirábamos el gesto. ¿Cómo se atrevía a decidir qué quería pensar?

Por otro lado, desde el principio me resultó evidente que mis colegas estaban allí por sus méritos. La apariencia física no tenía ninguna relevancia. Recuerdo la primera vez que vi pasar a quien luego resultó ser una de mis mejores amigas, labios y orejas horadados con piercings y un modo de vestir que, en aquel momento y en Europa, se consideraba inapropiado para una profesora universitaria. Pero ella estaba allí por ser una gran pensadora, por cuestionar a superiores, colegas y, ante todo, a sí misma. Este cuestionamiento como parte de un método de crecimiento intelectual era fomentado en la universidad, y permitía todo tipo de discusiones que enriquecían las clases y nos animaban a seguir reflexionando fuera del aula, en el mismo bar donde, los fines de semana, nos terminábamos emborrando y bailando, hasta dejar de pensar.

El mundo académico que conocí, respeté y me ayudó a crecer, está desapareciendo (lo están desapareciendo), y tristemente su extinción habita también en Europa. Las cosas han cambiado hasta la risa floja: hay libros prohibidos, libros que son descartados sin siquiera haber sido abiertos. Sin duda, hay muchos profesores valiosos a quienes admiro, pero están siendo sistemáticamente silenciados y reemplazados por personas a quienes se les exige renunciar a lo más importante: la capacidad de decidir sobre qué queremos pensar. El contrato es un pacto propio de un jardín de infancia: “Colorea sin salirte”. En ocasiones, digamos una conferencia, podemos sentirnos estimulados al escuchar a algún académico, pero es una sensación efímera. Y es que sólo vemos una pequeña parte de la imagen completa, porque al mismo tiempo, en otras salas de otras universidades, otros académicos hablan y piensan sobre los mismos temas, como si cada uno fuera uno de los miles de ojos que componen los dos ojos de una mosca. Nos halagan por nuestras ideas, nos pagan, nos publican nuestros ensayos, pero en realidad, no hay riesgo, no hay progreso, solo somos una pieza más del mismo puzle cuya imagen es incuestionable: el silencio. El sistema actual fomenta el pensamiento único, castiga la queja justa y saludable, aniquila al más débil (o al más fuerte, según se vea), no da lugar al desacuerdo constructivo. Y si antes nuestra forma de vestir o tatuarnos no importaba, ahora importa mucho, pero de una manera grotesca: lo histriónico se requiere como parte del currículum académico. Nos quieren dar la sensación de que podemos cambiar la realidad gritándole a la cara, y en el grito se nos van las energías para ser partícipes de un cambio activo. Tenemos un ejército de profesores que deben ser sumisos si desean mantener su puesto, que envejecen con el temor de perder su trabajo a pesar de sus méritos académicos de décadas, y son reemplazados por personas que no deben pensar más allá de los discursos que se repiten como ojos de mosca. Esto genera mucho miedo entre aquellos que intentan equilibrarse en el delicado umbral que separa lo que existía hace apenas unos años —el mérito—, de lo que existe ahora —la exhibición de la banalidad—.

Me empieza a doler no estar haciendo algo que tenga un impacto en el mundo real. Hace años tuve la oportunidad de colaborar en un programa de rehabilitación de niñas violadas en Congo. Surgió después de asistir a una conferencia de Caddy Adzuba. Recuerdo algunas de sus palabras durante la conferencia: En el Congo, la mujer es utilizada como un arma de guerra. Los rebeldes saben que todo depende de ellas, por lo que si las destrozan, si las violan, no podrán trabajar durante días. No es necesario matarlas, la violación sistemática es suficiente para destruir el país. Hace poco, los rebeldes secuestraron a una mujer junto a sus cinco hijos. Durante una semana, la violaron y torturaron, le introdujeron botellas de agua hirviendo en la vagina. Después de una semana, la acomodaron en una habitación y la cuidaron. Le dieron agua y curaron sus heridas en la medida de lo posible. Durante esos días, la alimentaron con carne. Hacía mucho tiempo que la mujer no comía carne, así que les preguntó a los soldados por qué la cuidaban después de haberla destrozado y les pidió ver a sus cinco hijos. Eso era todo lo que deseaba. Uno de los rebeldes respondió: “¿Ahora dices que quieres ver a tus cinco hijos? ¿Ahora, después de haber comido al fin carne?”.

No hizo falta decir a qué tipo de carne se refería, todos entendimos. Una mujer se levantó de su asiento, tambaleándose, se desmayó y se escuchó un grito: “¡Un médico!”. Adzuba no se inmutó ante nuestras expresiones de horror. Solemne, nos miró a cada uno de nosotros a los ojos y, con una voz serena, dijo: “Je suis désolée. No quiero lastimarlos, pero el Congo necesita ayuda”.

Mientras tanto, en el ámbito académico actual, cada vez hay más personas a las que no les importa la carne, mucho menos africana, ni de las minorías, ni de los niños, ni de las mujeres, ni de las personas trans. Sólo les importa un discurso de moda que mantenga su nivel de vida. Los ojos de mosca sienten que son los reyes del mundo, cuando en realidad se dan golpes con el cristal de la misma ventana de una bonita oficina. Durante años. Y luego mueren. Y nadie los recuerda porque a nadie ayudaron.

No existe la libertad más importante, no existe porque se incentiva el narcisismo clasista —lo cual impide intervenir en nuestro entorno—, y escasea la bondad, necesaria para ser capaces de disentir sin esa voracidad de quedar por encima, esa libertad que, para terminar con las palabras de Wallace, involucra consciencia, esfuerzo, y ser capaces de preocuparse realmente por las demás personas, realizando miles de pequeños y nada llamativos actos, día tras día. Esa es la verdadera libertad. La alternativa es la inconsciencia, la configuración predeterminada, la “carrera de ratas”, la constante e insistente sensación de haber tenido y perdido algo infinito.


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