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El fascismo democrático no existe

Cómo derrocar al líder que ya ha modificado la Constitución, ha silenciado a los medios, ha encarcelado a los críticos y ha desmantelado las instituciones

Partidarios del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, participan en un acto electoral en Kahramanmaras, el pasado viernes.
Partidarios del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, participan en un acto electoral en Kahramanmaras, el pasado viernes.PRESIDENTIAL PRESS OFFICE (REUTERS)
Marta Peirano

Me irrita la fábula de la “resiliencia” de Recep Tayyip Erdogan. Ha conseguido el 49,5% de los votos en la primera vuelta. Ha obtenido más de la mitad de los 600 escaños, conservando su mayoría parlamentaria y quedando cinco puntos por encima del bloque de la oposición. Parece legendario, sabiendo que los otros seis partidos se han unido en supergrupo para hundirlo en las urnas, y que los sondeos cantaban la victoria del capitán del supergrupo, Kemal Kiliçdaroglu.

Pero ¿podemos hablar de resiliencia cuando ha usado el poder del Estado para silenciar a la oposición, despedir a la prensa y deshacerse de los observadores internacionales que venían a garantizar el proceso? Cuando ha encarcelado a decenas de miles de críticos y transmite su propaganda 24 horas al día siete días a la semana sin respetar las restricciones electorales o los márgenes de la verdad. Es difícil destronar democráticamente a un autócrata. Debería ser más fácil llamar a las cosas por su nombre, al menos mientras tenemos la posibilidad. La propaganda tiene las piernas muy largas. Se pega como un estribillo playero, como un olor.

“¡Hitler ganó las elecciones democráticamente!”. Lo escuché esta semana en la radio, la tele y las fiestas de San Isidro. Hasta el hípster de tatuaje y mostacho que me vende pan de masa madre lo dijo una mañana preciosa, sin mediar provocación. Aunque la premisa principal es falsa (Hitler jamás ganó unas elecciones), me parece más grave lo que parece explicar de las elecciones turcas, de las húngaras, de las rusas: que es la voluntad del pueblo de someterse a un fascista. El partido nazi ganó las elecciones de marzo después de quemar el Reichstag como excusa para encarcelar a sus rivales, cerrar periódicos, disolver sindicatos y suspender los derechos civiles de la sociedad alemana con un Decreto para la Protección del Pueblo y del Estado. Los cuadros de los partidos socialista y comunista alemanes llegaron a los campos de concentración antes que los judíos. Aún así, los nazis ganaron con el 43,9% de los votos, menos que Erdogan.

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Dice el historiador Robert Paxton que el fascismo no es una ideología política sino más bien una serie de técnicas políticas y sociales, diseñadas para explotar las debilidades en las estructuras de poder político existentes y subvertirlas con el objetivo de adquirir y ejercer el poder. En Las cinco fases del fascismo, su influyente artículo de 1998, el uso del poder estatal para consolidarse y establecer una dictadura es solo la tercera. Es la fase donde se forja la “resiliencia” de los Erdoganes. Aquí entró Guillermo Lasso esta semana, disolviendo la Asamblea Nacional y otorgándose a sí mismo el poder de decreto en Ecuador.

Ahora mismo hay varios gobiernos que se han pasado la tercera pantalla, incluso en la UE. La siguiente es la revolución cultural, una radicalización y transformación de la sociedad a través de la propaganda. Su poderosa herramienta es un lenguaje político diseñado, nos explicó George Orwell, “para hacer que las mentiras suenen a verdad y el asesinato parezca respetable, y así dar apariencia de solidez a lo que es puro aire”. La nuestra será llamar a las cosas por su nombre verdadero y proclamar que el fascismo democrático no existe. No aceptar nombres falsos como resiliencia y autocracia electoral.


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