En el regreso de Salman Rushdie
Aquí está, seis meses después del atentado en el que perdió un ojo y casi le cuesta la vida, dispuesto a ser novelista; dispuesto a que nada le quite ese derecho
En las imágenes que ha publicado la prensa en los últimos días —una foto de la revista The New Yorker, una ilustración en EL PAÍS—, Salman Rushdie lleva unas gafas parecidas a las que ha llevado durante años, pero uno de los lentes, el del ojo derecho, es negro. Las imágenes han aparecido a propósito de Ciudad Victoria, la novela que Rushdie terminó de corregir en julio del año pasado; tres semanas después, cuando se aprestaba a tener una conversación pública en apoyo de los escritores refugiados del mundo entero, un fanático islamista vestido de negro subió al escenario y lo atacó a cuchilladas. Como consecuencia del ataque, Rushdie perdió el ojo derecho y el uso parcial de una mano, y en su cara y en su cuello quedaron cicatrices que todavía son visibles; y las nuevas imágenes se han convertido entonces, por lo menos para mí, en un terco memorando de lo que pasó en agosto, pero también en un testimonio conmovedor de la asombrosa resistencia del hombre.
Aquí está Rushdie, seis meses después de la agresión que casi lo mata, dispuesto a seguir siendo novelista: dispuesto a que nada, ni siquiera la violencia irracional que le ha descarrilado la vida, le quite ese derecho. Todos conocen las líneas generales de esta vida tan extraña que le han obligado a llevar las fuerzas más oscuras de nuestro tiempo. Todos saben que publicó en 1988 una novela llamada Los versos satánicos, que el ayatolá Jomeini lo condenó a muerte por blasfemo, que se vio obligado a pasar más de una década escondiéndose del mundo para que los fanáticos no lo mataran y que a partir de cierto momento decidió que no se escondería más. La primera vez que hablé con él sobre un escenario, en la primavera de 2009, fue para presentar en una biblioteca de Barcelona su novela La encantadora de Florencia, y lo que más recuerdo —aparte de la llegada al lugar en una furgoneta blindada con escoltas armados— es la expresión de testarudez con la que se negó a ponerse un chaleco antibalas como el que llevaba la gente de prensa de la editorial. Eran sus esfuerzos por recuperar la normalidad que la amenaza persistente le había robado, y los llevaba a cabo tratando al mismo tiempo de que sus acompañantes no pasaran por más incomodidades de las necesarias.
Pero todo esto era lo visible: detrás de la anécdota había una historia más compleja. Rushdie la dejó por escrito en Joseph Anton, un libro valeroso y lúcido que debería leer cualquiera para apreciar debidamente la magnitud del atentado de agosto. Son las memorias de los años de la fetua, contadas a partir de ese documento que nos debería causar escalofríos de espanto y que muchos, sin embargo, toleraron o justificaron: “Informo a los orgullosos musulmanes del mundo que el autor del libro de Los versos satánicos, que va contra el Islam, el Profeta y el Corán, y todos los involucrados en su publicación que hayan estado conscientes de su contenido, son sentenciados a muerte”. El título de las memorias es el pseudónimo que Rushdie escogió para llevar su vida clandestina, una composición hecha con los nombres de pila de Joseph Conrad y Anton Chéjov: en palabras de Rushdie, “el creador de agentes secretos en un mundo de asesinos” y el “maestro de la soledad y la melancolía”.
La voz que cuenta el libro es uno de sus rasgos más sorprendentes. Es una tercera persona que habla del protagonista como si fuera distinto del autor, como si Rushdie hubiera querido, mediante ese recurso sencillo, evitar cualquier tono de victimismo o de queja, o atenuarlo por lo menos. Pero que no haya queja no quiere decir que no haya cierta melancolía: por la debilidad humana, la de los individuos y también la de las sociedades, y por la frecuencia con la que tanta gente digna de mayor perspicacia no estuvo a la altura de los acontecimientos. Leer Joseph Anton es lamentarse durante casi setecientas páginas de nuestra miopía, nuestra pusilanimidad y nuestra incapacidad de apoyar a un hombre condenado a muerte por escribir un libro. El arzobispo de Canterbury, por ejemplo, pidió que fuéramos “más tolerantes con la ira musulmana”; para demasiados de sus colegas, Rushdie “se la buscó”, o “juzgó mal a la gente” y por lo tanto era responsable de su propia tragedia; para otros, era simplemente un oportunista que había encontrado una manera nueva de hacerse publicidad.
Rushdie se vio enfrentado a esta paradoja: estaba escondido para que no lo mataran, pero el hecho de que no lo mataran, por algún giro extraño de la mente, se convirtió en la prueba incontrovertible de que nadie quería matarlo. Y el mundo lo juzgaba por ello. En los tabloides británicos, pero también en la prensa seria, se le criticaba por exhibicionista, por tener guardaespaldas como si fuera un rey, por su supuesta arrogancia que se daba por cierta sin más pruebas que los rumores más frívolos o las antipatías de un periodista. Hay un momento fascinante en que Rushdie, que tiene los párpados caídos por un rasgo genético hereditario e inevitable, se los opera simplemente para volver a ver con normalidad, y se da cuenta de que han sido siempre parte del problema: la expresión de su mirada de párpados caídos lo volvía antipático para mucha gente, o daba la impresión de arrogancia. Rushdie, una de las personas más afables que conozco, descubrió que luchaba contra un enemigo imposible: “La idea de que no era un hombre muy agradable”, escribe, “iba a resultar muy perjudicial”.
El cantante Cat Stevens, convertido al islam, aparece en televisión para desearle la muerte y declararse dispuesto a llamar a los comandos de asesinos si llegaba a enterarse de su ubicación. El novelista John Le Carré, cuyas novelas he admirado por su clarividencia moral, declara que nadie tiene derecho a “ser impertinente con las grandes religiones de manera impune”, y que Rushdie debería “retirar sus libros hasta que lleguen tiempos más tranquilos”. Y en este paisaje de infelicidades y decepciones, los que se atrevieron a defender a Rushdie parecen defensores de algo mucho más grande. Lo cual eran, sin duda: Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Nadine Gordimer, Umberto Eco, Christopher Hitchens, José Saramago y muchos otros aparecieron en eventos públicos y firmaron cartas abiertas, y Bono lo invitó a subirse al escenario en un concierto; y no deberíamos olvidar que lo hacían en el mismo mundo en que los fanáticos habían asesinado al traductor japonés de Los versos satánicos, Hitoshi Igarashi, y en que su editor noruego, William Nygaard, había sobrevivido por muy poco a un atentado con arma de fuego.
Joseph Anton termina en marzo de 2002, con una conversación entre Rushdie y dos oficiales de la Rama Especial de la policía. Después de 13 años protegiéndolo, han venido a notificarle que el nivel de amenaza ha bajado drásticamente; si él está de acuerdo, pueden retirar la protección. Le preguntan si eso le parece aceptable, y él dice que sí. Lo demás ya se sabe: Rushdie ha publicado desde entonces unos quince libros, ha aparecido en comedias de televisión para burlarse de su muy serio destino, ha defendido la libertad de expresión en foros de todo el mundo. Sobre todo, ha sobrevivido al ataque salvaje de un fanático que luego, en entrevista con un tabloide, confesó que nunca había leído Los versos satánicos, pero que había visto videos de Rushdie en YouTube. “No me cae muy bien”, dijo. ¿Quién quiere hablar de la banalidad del mal?
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