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COLUMNA
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Quedarse traspuesto

La neurociencia da la razón a Dalí. La frontera entre la vigilia y el sueño estimula la creatividad

Neurociencia Dalí
Salvador Dalí camino de Portlligat a Cadaqués, en 1952, fotografiado por Francesc Català-Roca.Francesc Català-Roca. Fondo fotográfico F. Català-Roca del Arxiu Històric del (Col.legi d'Arquitectes de Catalunya)
Javier Sampedro

Es tu ruina si estás en una reunión de presupuestos, en las bancadas del Congreso o atendiendo a una irrepetible conferencia del preclaro. Quedarse traspuesto. Mira el pollo este, dirá la gente, que le pagamos por estar ahí y va y se duerme como un ceporro, menudo interés que le echa al tema, seguro que ayer tuvo una noche movidita, el tío. No hagas ni caso. La neurociencia ha mostrado que dar un cabezazo —uno mínimo, casi sin llegar a dormirte propiamente— mejora tu creatividad. No me refiero solo a que, visto el interés que tienen la mayoría de las reuniones de trabajo, el mero hecho de quedarte traspuesto indica que tienes una inteligencia despierta, una que no está por la labor de prestar atención a tanta espesura. No me refiero a eso. Me refiero a que dar un leve cabezazo mejora tu cerebro. Lo hace más creativo, literalmente.

Christopher Intagliata pone un ejemplo muy explícito en Scientific American, el de Salvador Dalí (podcast aquí), que escribió en su libro de 1948 50 secretos mágicos para pintar una de sus recetas del éxito: “Debes sentarte en un sillón delgado, preferiblemente de estilo español”. Bueno, y saben cómo era Dalí, que nadie se lo tome al pie de la letra. La idea era echarse una siesta después de comer, pero interponiéndole todo tipo de obstáculos. El pintor cogía una llave pesada con la zurda y ponía debajo un plato. “Solo tienes que dejarte invadir progresivamente por un sentido del sereno sueño vespertino, como la gota espiritual del anisete de tu alma creciendo en el cubo de azúcar de tu cuerpo”. Eso es bueno, Salva, cómo sois los surrealistas. Total, que en el mismo momento en que te quedas traspuesto, la llave se cae al plato y te devuelve al mundo real donde los cuerpos no están hechos de azúcar ni las almas de anís. Justo ahí, en esa experiencia neuronal fronteriza, es cuando la creatividad salta, según el maestro.

La investigadora del sueño Delphine Oudiette y sus colegas del Instituto del Cerebro de París acaban de darle la razón. Ya saben cómo son los científicos cognitivos. Reclutan un centenar de voluntarios y les ponen, por ejemplo, a resolver unos problemas de matemáticas de esos bien fastidiados, pero resolubles en dos patadas si encuentras un atajo creativo. Oudiette y sus colegas dividieron su muestra de voluntarios en los que no se echaron la siesta, los que echaron una siesta larga y los que siguieron el método de Dalí del cabezazo. Los últimos encontraron el atajo creativo el triple de veces que los primeros. Nadie usó un sillón de estilo español.

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No puedo evitar acordarme de Kekulé, que estaba desesperado por encajar el benceno en su modelo del mundo químico, formado por ristras de átomos de carbono. El benceno también era una ristra de carbonos, pero le faltaban dos hidrógenos. Justo al dar un cabezazo junto a la chimenea de su casa imaginó una serpiente que se mordía la cola. Esa era la solución. El benceno no era una molécula lineal, sino circular, y los dos hidrógenos de los extremos se habían perdido al abrochar el collar. El contorno difuso entre la vigilia y el sueño, entre la consciencia y la inconsciencia, enciende la creatividad. Ahora despierta.

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