La otra vida

Jóvenes, paro y precariedad son palabras que nos hemos acostumbrado a ver juntas. No conozco a nadie entre la veintena y la primera treintena que no atesore experiencias de inestabilidad y falta de trabajo

Una joven en la cola de la oficina de empleo de Usera (Madrid).KIKE PARA

Cuentan en mi familia un chiste que sostiene que los funcionarios no son creyentes porque no pueden concebir que exista otra vida mejor más allá. Le encuentran la gracia especialmente aquellos —bastantes— que se dedican a la función pública. El resto, nos quedamos suspendidos en la sonrisa agridulce. Se podría dividir a la humanidad —la que tiene que trabajar para vivir— en dos clases: los funcionarios, como emblemas de la estabilidad laboral y las condiciones dignas, y el resto de los mortales. La división no contentaría seguramente a los ...

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Cuentan en mi familia un chiste que sostiene que los funcionarios no son creyentes porque no pueden concebir que exista otra vida mejor más allá. Le encuentran la gracia especialmente aquellos —bastantes— que se dedican a la función pública. El resto, nos quedamos suspendidos en la sonrisa agridulce. Se podría dividir a la humanidad —la que tiene que trabajar para vivir— en dos clases: los funcionarios, como emblemas de la estabilidad laboral y las condiciones dignas, y el resto de los mortales. La división no contentaría seguramente a los autónomos, que segmentarían a su vez entre ellos, como eslabón más inseguro de la cadena, y todos los demás. La taxonomía de miserias laborales, en realidad, daría para muchas casuísticas, y para una reñida clasificación en la carrera del “y yo peor”. Las personas entre los 18 y los 34 años, año arriba, año abajo, tienen objetivamente motivos para sentirse entre los más desafortunados. No es verdad que el resto de generaciones no hayan conocido el desempleo: España es un país endémicamente en crisis. Pero sí es cierto que la temporalidad fue inventada en los años 90 —los contratos basura— para hacer más atractivos a los recién llegados al mundo del trabajo. Ese retroceso en los derechos laborales, auspiciado por un Gobierno socialista, debería haber sido un parche. Paradójicamente no hay nada más enquistado que la temporalidad, que a muchos reporta enorme beneficio.

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Jóvenes, paro y precariedad son palabras que desde entonces nos hemos acostumbrado a ver juntas. No conozco a nadie entre la veintena y la primera treintena que no atesore experiencias de inestabilidad y falta de trabajo. Nadie libre de esa corrosión del carácter que explicó el sociólogo Richard Sennett. A los que les va bien, ya no se sienten triunfadores, sino afortunados. Revela algo positivo en medio del desastre: un atisbo de conciencia de clase. La conciencia, en efecto, creo que existe. El precariado es una realidad, y somos parte de él. Lo cierto es que no se traduce en acciones. Estaríamos más dispuestos a salir a la calle para protestar por un toque de queda que para clamar contra la enésima uberización de nuestros empleos. La conciencia está, pero miramos con recelo a los jubilados que se organizan para pelear por sus pensiones —¡extraños dinosaurios ellos, que tienen pensiones!—. Si en ese maquiavélico sorteo de los peores puestos en el escalafón laboral los jóvenes tienen el número perdedor, con más razón deberían movilizarse. Tender un puente generacional con esos mayores que salen a la calle, unirse a ellos. También, quizás, empezar a pedir algo diferente: escapar al sueño de la hipoteca, que quizás siempre fue un sueño envenenado. Imaginar, y luego reclamar, un mundo donde el trabajo remunerado no justifique nuestra existencia, y donde su ausencia no nos derrumbe. Quizás debamos dejar de pensar en esa vida mejor que se nos escapa. Puede que no exista. Quizás tengamos que inventar otra diferente.

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Marta Caparrós es escritora y trabaja en el sector social. Autora de Filtraciones (Caballo de Troya)

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