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CRISIS POLÍTICAS
Columna
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Nicaragua y Brasil: cómo mueren las democracias

Ortega y Bolsonaro. ¿Izquierda o derecha? Cualquier diferencia queda disuelta por la misma pulsión autoritaria

Carlos Pagni
La policía de Nicaragua rodea la casa de la líder opositora Cristiana Chamorro
La policía de Nicaragua rodea la casa de la líder opositora Cristiana Chamorro.Carlos Herrera

A los signos de inestabilidad política que se han ido multiplicando en América Latina, en las últimas horas se han agregado dos muy inquietantes. La radicalización de la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua, donde han comenzado a encarcelar a los candidatos de la oposición para las elecciones presidenciales. Y el duelo planteado por Jair Bolsonaro al Ejército de Brasil a raíz de la conducta facciosa de un general en actividad, el exministro de Salud Eduardo Pazuello, quien participó en un acto de campaña en favor del presidente en Rio de Janeiro, el 23 de mayo pasado. Ortega y Bolsonaro. ¿Izquierda o derecha? Cualquier diferencia queda disuelta por la misma pulsión autoritaria.

Lo que ocurre en Nicaragua es inédito aún para una región acostumbrada a que la lucha por el poder se lleve por delante cualquier norma. El miércoles de la semana pasada la policía de Ortega puso bajo arresto domiciliario a Cristiana Chamorro Barrios, candidata independiente a las elecciones que se celebrarán el 7 de noviembre para elegir presidente y diputados nacionales. Chamorro venía siendo investigada por supuesto lavado de dinero en la fundación que presidía y que lleva el nombre de su madre, la expresidenta Violeta Barrios de Chamorro. La novedad es que un tribunal de Managua la declaró culpable y la sometió a arresto e incomunicación domiciliarios. Su abogada calificó su situación como un secuestro. Chamorro es, según los últimos sondeos de opinión, la candidata más competitiva para enfrentar a Ortega, quien está al frente del país desde 2007. El mismo día del arresto, la policía allanó el diario El Confidencial, que dirige Carlos Fernando Chamorro, hermano de la candidata. Los Chamorro traen malos recuerdos para Ortega: el 25 de febrero de 1990 su madre, Violeta Chamorro, le derrotó en los comicios que la convirtieron en la primera mujer presidenta del continente elegida para ese cargo por el voto popular.

La prisión de Chamorro desató, dentro y fuera del país, una ola de reclamos para que el Gobierno garantizara la libre competencia electoral. Pero Ortega pareció escuchar lo contrario: el sábado último detuvo al economista Arturo Cruz, también candidato a presidente, por “atentar contra la sociedad nicaragüense”. El argumento fue que Cruz transgredió la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo y Soberanía. Esa norma, que el oficialismo promovió en la Asamblea Nacional en enero pasado, establece que “los nicaragüenses que encabecen o financien un golpe de estado, que alteren el orden constitucional, que fomenten o insten a actos terroristas que menoscaben la independencia, soberanía, autodeterminación, que inciten a la injerencia extranjera en los asuntos internos, no podrán optar a cargos de elección popular”. Los delitos que permitirían la suspensión de los derechos políticos de un ciudadano son de contornos imprecisos; y los procedimientos y autoridades de aplicación no están definidos. A partir de la detención de Cruz se entiende con claridad que esas deficiencias no fueron un error sino un objetivo de los legisladores de Ortega. Toda tiranía necesita de cierta ambigüedad.

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La escena planteada en Nicaragua inspiró al Gobierno de Joe Biden a reclamar con voz muy alta por el cumplimiento de las garantías democráticas y la normalización de la competencia electoral. El viernes, el portavoz del Departamento de Estado, Edward “Ned” Price reclamó la inmediata liberación de Chamorro. Y advirtió que “las actuales condiciones de represión y exclusión no son consistentes con elecciones creíbles”.

Al día siguiente, esa demanda subió de nivel burocrático y de tono. La encargada de relaciones con América Latina del Departamento de Estado, Julie Chung, manifestó que Estados Unidos “pide la liberación inmediata del líder opositor nicaragüense Arturo Cruz. La comunidad internacional ha hablado: bajo Ortega, Nicaragua se está convirtiendo en un paria internacional y se aleja cada vez más de la democracia”.

Estos mensajes no deberían sorprender: confirman que la gestión de Biden agitará la bandera de la calidad democrática como un eje de política exterior. Price y Chung al hablar de Nicaragua hablan de Venezuela, pero también de China y, sobre todo, de Rusia.

En el caso nicaragüense, esta política de Washington lleva bastante tiempo. Los buenos modales del meticuloso Kevin Sullivan, el embajador estadounidense en Managua, tienen bastante irritado a Ortega, quien el 18 de mayo se quejó de él con nombre y apellido por mantener contacto con dirigentes de la oposición. Ortega tiene experiencia en el poder: el 10 de enero cumplió 14 años en la presidencia, computando solo esta segunda etapa; porque ya fue presidente entre 1985 y 1990, y entre 1979 y 1985 coordinó la Junta de Gobierno. Esa experiencia de un cuarto de siglo le aconseja mirarse en el espejo de Nicolás Maduro, que está ingresando a la peor etapa del aislamiento internacional: la posibilidad de que se abra un caso en su contra en la Corte Penal Internacional de La Haya por crímenes de lesa humanidad.

La situación institucional de Nicaragua deberá tratarse en la OEA, que ya había indicado un cronograma para que Ortega garantice, a través de algunas reformas, la calidad del proceso electoral a través del cual surgirá el próximo Gobierno. Ortega no las cumplió. Su régimen cuenta con un frente adverso en toda la región. Solo hay una incógnita a despejar: la posición de la Argentina, que bajo la administración del kirchnerista Alberto Fernández ha iniciado una acelerada aproximación a la dictadura de Venezuela.

En Brasil se abrió una crisis que demuestra que las diferencias ideológicas son accidentales comparadas con un método cesarista en el manejo del poder. El general Pazuello, exministro de Salud a quien Bolsonaro debió relevar por el catastrófico manejo de la pandemia, participó de una reunión de campaña a favor del presidente en Río de Janeiro. Como es un oficial en actividad, las autoridades disciplinarias del Ejército evaluaron su conducta, ajena a los reglamentos de la institución, y recomendaron sancionarlo. Sin embargo, el jefe de esa fuerza, el general Paulo Sergio Nogueira de Oliveira, comunicó el jueves que suspendería el proceso contra Pazuello.

Las explicaciones informales de Nogueira, inclusive las que se ofrecieron a diplomáticos extranjeros alarmados por su resolución, oscurecen todavía más el horizonte. El comandante evitó penalizar a Pazuello por temor a que Bolsonaro, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, le desautorizara indultando a su exministro. Esa jugada le habría obligado a retirarse, lo que abría al presidente la posibilidad de designar una nueva cúpula militar, adicta a su liderazgo.

Por acción o por omisión el Ejército quedo sometido a la arbitrariedad del presidente. El contexto en que se produce esa politización preocupa a muchos dirigentes y observadores. Bolsonaro está cada vez más aislado del sistema de poder y, sobre todo, del electorado: sus niveles de aceptación cayeron a un 24% en los últimos sondeos de opinión. Sobre este telón de fondo se recortan las palabras de quien fuera ministro de Defensa de Michel Temer, Raul Jungmann: en una entrevista con O Estado de São Paulo señaló que Bolsonaro ha emprendido la senda autoritaria de Hugo Chávez, en un intento de transferir para sí los poderes institucionales de la cúpula militar. Cuando Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva se reunieron, hace pocas semanas, explicaron que lo hacían por el temor compartido a una regresión institucional. Algo que estaban viendo que los demás todavía no veían

Nicaragua y Brasil, Ortega y Bolsonaro, duplican como en un espejo los ejemplos para fortalecer la tesis del profesor Steven Levitsky. Las democracias tienen ahora una forma nueva de morir, distinta de aquella que requería de un golpe militar. Ahora pueden ir corroyéndose por una forma de administración del poder cuyo cometido es borrar los límites. No mueren por un ataque externo. Mueren desde adentro.

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