Hay espíritus
No olvidemos la vida en directo, en la que los códigos sean el de no matar ni robar y el de circular sin atropellar
Hace un par de semanas participé en una sesión de espiritismo. Fue un acto voluntario que tenía para mí la curiosidad de lo ignoto y el placer de encontrarme con gente amiga que hacía tiempo que no veía. La mesa de los espiritistas no era aquel día practicable, tampoco había médium de carne y hueso, y las voces llegaban con la nubosidad que estos contactos extrasensoriales es lógico que tengan. En un momento dado, algo se interfirió en ese más allá del mundo inmaterial y perdí el nexo con los otros espíritus afines. Pero la reunión continuó sin mí satisfactoriamente, se tomaron conclusiones, ninguna de ellas de carácter metafísico ni conminatorio, y un aviso escrito en mis dispositivos de uso doméstico-laboral me hizo saber que yo, muy atrasado respecto a media humanidad, acababa de ser desde mi casa copartícipe, con otras 10 personas, de una sesión de Zoom. No se rían de mí, todavía. Ni me tengo por un palurdo ni soy el enemigo de la modernidad antropocena. En la medicina, por ejemplo, me alegra que las máquinas vean más que nosotros, y doy la bienvenida, sin necesitarla de momento, a la robótica, como se la di en su día a la semiótica, sin entenderla. Sólo pido un poco de piedad con el torpe o el comodón, con el distraído, con el mayor de edad analógico, y mi queja, una vez asumida por irremediable la dictadura de lo digital, va contra el imperialismo de las aplicaciones. Empieza a ser normal que en los bancos, los centros deportivos y otras instituciones, si no te aplicas no eres nadie. ¿Seguirá estando mal visto oponerse a esas coacciones cuando, acabadas las olas del coronavirus, el mar esté en calma? Desconfío de los negacionistas, pero confieso ser presencialista prudente, vocalista en vivo, aunque tapado. No olvidemos la vida en directo, en la que los códigos sean el de no matar ni robar y el de circular sin atropellar.
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