La lengua oculta
El español, idioma universal, está hoy disminuido, silenciado, preterido ante lenguas locales que hablan minorías. La campaña contra el español en la tierra donde nació Cervantes sigue en marcha
Cuál fue el aporte principal de España a Hispanoamérica, cuando la descubrió y conquistó? A esta pregunta los creyentes responden que la Iglesia católica, Cristo, la verdadera religión. Los evangélicos, tan numerosos ahora en el nuevo continente, aunque discrepando algo, probablemente terminarían aceptando esta respuesta. Los no creyentes, como el que esto escribe, responderíamos que, sin la menor duda, ese aporte principal ha sido la lengua, el castellano o español que reemplazó a las mil quinientas (que algunos lingüistas extienden hasta cuatro o cinco mil) lenguas, dialectos y vocabularios que hablaban en América del Sur las tribus, pueblos e imperios. Como no se entendían, vivieron muchos siglos entregados al pasatiempo de entrematarse.
Murieron por la espada y la pólvora muchos indios y buen número de españoles en aquellos siglos convulsos, en que España llenó América de iglesias, ciudades, conventos, universidades y doctrineros, y en el que millares de familias españolas se avecindaron en las nuevas tierras, donde han dejado larga descendencia. Muchos latinoamericanos nos sentimos orgullosos de ser herederos de esos humildes españoles, analfabetos muchos de ellos, que provenían de todos los pueblecitos de la península.
El español prendió muy pronto en todas partes, unificando culturalmente de un extremo a otro el nuevo continente, y esa lengua ha tenido desde entonces la suerte —sin que gobierno alguno la impulsara, entre la desidia general de todas las autoridades—, por su dinamismo interno, la claridad y sencillez de sus formas y de su conjugación, así como por su vocación de universalidad, de irse expandiendo por el mundo hasta ser hablada hoy en día en los cinco continentes por unos seiscientos millones de personas y de tener en un solo país, los Estados Unidos de América, donde es la segunda lengua viva, cerca de cincuenta millones de hispanohablantes.
Una lengua no es sólo un medio de comunicación; es una cultura, una historia, una literatura, unas creencias y experiencias acumuladas, que fueron impregnando las palabras que la componen y llenándolas de ideas, de imágenes, de costumbres, y, por supuesto, de logros científicos. La implantación del español nos trajo a los hispanoamericanos Grecia y Roma, Cervantes, Shakespeare, Molière, Goethe, Dante, y las instituciones que a lo largo de su trayectoria crearon Europa Occidental. Ahora son tan nuestras como de España. Y en buena hora. Lo más importante de todo aquello son las instituciones que determinaron el progreso y la modernidad, así como la filosofía que permitió acabar con la esclavitud, que determinó la igualdad entre las razas y las clases, los derechos humanos y, en nuestros días, la lucha contra la discriminación de la mujer. En otras palabras, la democracia y el apetito de libertad que la hace posible. Todo eso lo adquirió América Latina, y mucho más, al adoptar y hacer suya la lengua castellana. No se explicarían, sin ella, ni el Inca Garcilaso de la Vega ni sor Juana Inés de la Cruz. Ni, por supuesto, Sarmiento, Rubén Darío, Borges, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Cortázar, Neruda, César Vallejo, García Márquez y tantos otros grandes poetas y prosistas hispanoamericanos que han enriquecido el español.
Sin embargo, contrariamente a lo que sería natural, el regocijo y el orgullo de un país cuyo idioma ha ido adquiriendo con el correr de los siglos una universalidad que sólo tiene por delante al inglés, pues el mandarín y el hindi son demasiado complicados y locales para ser idiomas verdaderamente internacionales, en España misma, la tierra donde aquella lengua nació y evolucionó y heredó luego el mundo entero, como nos descubrieron entre otros el gran don Ramón Menéndez Pidal y sus discípulos, hay desde hace algún tiempo una campaña de parte de los independentistas y extremistas para rebajarla y disminuirla, cerrándole el paso y procurando (muy ingenuamente, claro está) abolirla o reemplazarla. Acaba de ocurrir una vez más, con la nueva ley de educación que ha aprobado, con un solo voto más del que necesitaba, el actual Gobierno del Partido Socialista y de Unidas Podemos, con el apoyo de Bildu, la continuación de ETA, la organización terrorista que asesinó a casi novecientas personas, y que ahora ha abandonado la lucha armada y se ha integrado a la legalidad. Y, por supuesto, de Esquerra Republicana, cuyos principales dirigentes han sido condenados por los tribunales españoles por convocar un referéndum sobre la independencia de Cataluña estando prohibidos de hacerlo explícitamente por la Constitución de 1978, vigente en la actualidad.
La negociación que ha permitido esta alianza, sobre la que algunos socialistas discrepan, ha sido muy simple. El Gobierno de Pedro Sánchez necesitaba aprobar su proyecto de presupuestos en las Cortes. Para ello, Unidas Podemos atrajo los votos del Partido Nacionalista Vasco (el PNV), de Bildu y de Esquerra, y éstos, ni cortos ni perezosos, se apresuraron a concederlos siempre que el Gobierno aceptara modificar la ley suprimiendo el carácter “vehicular” del español que señala específicamente la Constitución. Esta es la razón por la que el castellano o la lengua española ha pasado a ser, según esta ley, una lengua oculta o clandestina. Quien lee dicha ley, llamada “la ley Celaá” por la ministra de Educación que la ha concebido, se queda sorprendido de que en un proyecto que establece las formas de la educación en todo el país, el español o castellano aparezca de solo pasada. El español, la lengua que nació en Castilla, cuando el país estaba semiocupado por los árabes y que se ha convertido en una lengua universal, ¿dónde está? Se trata de una lengua disminuida, silenciada, preterida ante lenguas locales que son habladas por minorías, y uno de los ministros del Gobierno ha tenido la audacia de decir que todo el escándalo que se ha suscitado al respecto se hubiera evitado si el español no hubiera estado “envenenando” el clima escolar en Cataluña, donde algunos colegios, que respetan las leyes, daban las horas de clases en castellano a que están obligados y que, en su mayoría, los colegios catalanes no respetan. La ley señala que las clases en español o castellano constituyen un derecho de todas las personas nacidas en España. ¿En cuántas comunidades autónomas bilingües se cumple esta disposición? Me temo que sólo en una minoría. Pues, aunque parezca imposible, la campaña contra el español en la tierra donde nació Cervantes sigue en marcha. Sería algo así como un verdadero suicidio que esta idiotez prosperara, no para el español o la lengua castellana, que tiene más que asegurado su futuro en el resto del mundo. Más bien, para España, a quien arrancarle la lengua sería arrancarle el alma. Es simplemente impensable que el país donde nacieron la lengua castellana, Quevedo y Góngora, además de cientos de escritores que le han dado prestigio y dimensión universal al español, éste sea objeto de una victoriosa campaña de discriminación. Ella no puede ni debe prosperar. Los hispanohablantes, que formamos una gigantesca mayoría en el país, debemos impedir este absurdo intento de minusvalorar y postergar el castellano frente a las lenguas periféricas. Firmemos los manifiestos que haga falta y salgamos a las calles cuantas veces sea necesario: el español es la lengua de España y nadie la va a enterrar.
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