Terrorismo
Sólo una cosa tenía clara: que ser antifranquista no era ser demócrata
Fue en los años setenta del siglo pasado. Un grupo de españoles, unos exiliados en Francia y otros que entrábamos y salíamos de forma poco legal, nos reunimos en la Universidad parisina de Nanterre con estudiantes e intelectuales franceses para discutir sobre el final del franquismo y el futuro de España. La figura más destacada del equipo galo era Jean-François Lyotard, luego padre de la condición posmoderna; entre los españoles, el más respetable era Agustín García Calvo. Se planteó el tema del reciente atentado contra Carrero Blanco y Lyotard lo ensalzó como si fuese una gesta grandiosa, nuestro rescate de la dictadura. Aparte de otros motivos igualmente frívolos, supongo que quería decir lo que más agradase a su audiencia de jóvenes antifascistas. Me atreví a contradecirle: un magnicidio como ese era un acto de guerra, y las guerras las ganan siempre los militares, de un bando u otro. Yo no quería un futuro para España dictado por otros militares, que en nada me parecían más fiables ni atractivos que los que ya padecíamos desde hace tanto, sino un Gobierno de civiles, democráticamente constituido. Saber poner bombas no es un mérito ciudadano. Era yo aún más ingenuo que ahora, pero no iba del todo desencaminado.
Ni decir tiene que también en España muchos pensaban como Lyotard. Creían que liquidando a Carrero los etarras habían decapitado al heredero de Franco. Las ejecuciones luego de miembros reales o supuestos de ETA y el FRAP, juzgados sin las mínimas garantías, reforzaron las simpatías por la práctica terrorista. Mis dudas no hicieron más que crecer y hacerse más lúgubres. Sólo una cosa tenía clara: que ser antifranquista no era ser demócrata. Y que, como advirtió Albert Camus, en política son los medios los que justifican el fin.
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