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CRIMEN ORGANIZADO
Tribuna
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Jennifer y los testigos protegidos de la DEA, ¿debemos creer?

Pueden ser muy útiles para iniciar investigaciones criminales y acercarse a un relato verosímil de una trama criminal. Pero no pueden convertirse en prueba para firmar un texto periodístico, mucho menos para encarcelar a alguien

Edgar Veytia
El testigo protegido Édgar Veytia es cuestionado por un fiscal durante el juicio a Genaro García Luna, en febrero de 2023.JANE ROSENBERG (REUTERS)

Esta semana se publicaron en México tres notas periodísticas que sugieren una acusación muy grave: el supuesto financiamiento de un grupo criminal a la campaña electoral en 2006 de Andrés Manuel López Obrador. En el corazón de las historias de Deutsche Welle, ProPublica e InSight Crime están las declaraciones de un testigo protegido, Roberto López Nájera, alias Jennifer. Sin su testimonio quedan, en el mejor de los casos, solo vagas conjeturas. La verosimilitud o no de las afirmaciones de Jennifer ha vuelto a traer la figura de los testigos protegidos a examen. ¿Hasta qué punto debemos creer en ellos?

Empecemos por el principio. El sistema judicial en Estados Unidos avala la figura de testigos protegidos para esclarecer casos que, por su naturaleza subrepticia, no pueden probarse enteramente con evidencia material o documental. No solo se trata de que el sistema avale esa figura; también la incentiva. Desde inicios de la década de los años setenta, el Gobierno federal de ese país mantiene un programa especial en el que han participado unas 19.000 personas, casi todos acusados de un crimen anterior.

Entrar al programa es complejo, pero, una vez ahí, el funcionamiento es sencillo: a cambio de testimonios que ayuden a recabar información sobre una trama más amplia o sobre un pez más gordo, al testigo protegido se le abren las puertas del cielo. Son varios los anzuelos: igualas mensuales, reducción de penas carcelarias, visas familiares y cambios completos de identidad. En una frase: el sistema ofrece impunidad a individuos puntuales a cambio de una promesa mayor de justicia para el resto de la sociedad.

Hay incentivos perversos, tanto en la oferta como en la demanda. Están, por supuesto, los propios testigos. Por lo general, hablamos de gente que ha mentido antes y a la que le conviene seguir mintiendo después. Por más que disfracen su cambio de piel con un discurso de desagravio, las razones para cooperar casi nunca son puras. Del lado de la demanda, están las fiscalías y policías que exprimen a los testigos hasta la última gota. La verdad —¡ah, esa palabra! —casi nunca importa. ¿Se cae un caso? ¿Se complicó una prueba? El testigo protegido es el punto de fuga que siempre podrá recordar una reunión más, una llamada olvidada, un nombre escondido en lo más recóndito de la memoria.

En Jennifer o López Nájera se juntaron el hambre con las ganas de comer. Hablamos de un expolicía de Querétaro, vuelto abogado y, en algún momento, cercano a la Barbie, Édgar Valdez Villarreal. Jennifer es un viejo conocido de la justicia mexicana. Se trata de un —nunca mejor dicho— mentiroso profesional. A principios del sexenio de Felipe Calderón fungió como el principal artífice de la “Operación Limpieza”, la redada más importante del calderonismo contra mandos y funcionarios de la antigua Procuraduría General de la República (PGR). Todos los casos judiciales basados en las declaraciones de Jennifer se cayeron. Sus mentiras fueron probadas. Jennifer, y un sistema que primero castiga y luego averigua, fueron los responsables de que Noé Ramírez Mandujano, alto funcionario de la PGR, pasara más de cuatro años en prisión. La narrativa estaba llena de agujeros. Según Jennifer, él se había reunido en dos ocasiones con Ramírez Mandujano para acordar la entrega de 450.000 dólares mensuales a cambio de protección a la organización de los Beltrán Leyva. En su momento, Ramírez Mandujano demostró, con todas las pruebas, que no pudo haber estado en ninguno de los dos lugares en las fechas que decía Jennifer. No importó y nadie le pidió disculpas a Ramírez Mandujano por los años en prisión.

Jennifer también fue la fuente central del “michoacanazo”, la redada organizada en 2009 por Felipe Calderón contra once presidentes municipales, 16 funcionarios y un juez del Estado de Michoacán. Al poco tiempo, todos habían sido exonerados por falta de pruebas. Jennifer fue la fuente de otra docena de casos que se cayeron en el camino; los más famosos, los creados contra el excoordinador regional de la Policía Federal Preventiva Javier Herrera Valles y contra el general Tomás Ángeles Dauahare, exsubsecretario de la Defensa Nacional. Antes de su detención, ambos, Herrera Valles y Ángeles, habían advertido a Felipe Calderón del contubernio de Genaro García Luna con el narcotráfico. A los dos los mandó Jennifer a la cárcel.

Increíblemente y cuando comenzaba a ser investigado por la propia PGR por el delito de fabricación de pruebas, Jennifer empezó a trabajar con la DEA. Cables internos de la agencia estadounidense lo encuentran en 2010 en Guayaquil, Ecuador, participando en una operación para desactivar una red de tráfico de cocaína. Jennifer no solo ofrecía información, era también un operador encubierto de la DEA. Hoy, Jennifer ya no se llama así. Tampoco Roberto López Nájera. Vive en Estados Unidos bajo una identidad secreta. Su segunda vida parece resuelta. Sus víctimas sufren aún por restaurar la primera.

Aprovechando la discusión sobre la credibilidad de Jennifer, algunas voces han revivido el caso de Genaro García Luna para señalar que el juicio del exsecretario de Seguridad se basó casi exclusivamente en lo dicho por testigos protegidos. Llevan razón. Quienes desfilaron por la Corte de Brooklyn en mucho se parecían a Jennifer. El Grande Villarreal, El Diablo Edgar Veytia y Óscar Nava Valencia, El Lobo, no tienen mejores credenciales. Varias de las contradicciones en sus testimonios las cachó hasta el más ingenuo de los doce miembros del jurado neoyorquino. A juzgar por las notas periodísticas, los fiscales no podían hacer más que sonrojarse cuando estos mencionaban el arrepentimiento y el amor a la justicia como las principales motivaciones para participar en aquel teatro. Esto, por supuesto, nada dice de la culpabilidad o no de García Luna, pero sí de las bases con las que fue sentenciado en Nueva York.

Concluyo. El uso de testigos protegidos puede ser muy útil para iniciar investigaciones criminales y acercarse a un relato verosímil de una trama criminal. En algunos casos se trata de una condición sine qua non para empezar a hilar fino. No pueden, sin embargo, convertirse en prueba para firmar un texto periodístico, mucho menos para encarcelar a alguien. Lo basado en esas fuentes puede convertirse rápidamente en papel mojado, tal y como ocurrió con los reportajes basados en las palabras de Jennifer.

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