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Andrés Manuel López Obrador
Columna
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Los límites al poder presidencial

México está a la mitad de la campaña electoral. Y, sin embargo, el presidente anunciará una agenda de reformas que será transexenal

Andrés Manuel López Obrador
Andrés Manuel López Obrador durante su conferencia matutina en Palacio Nacional, en febrero de 2024.Sáshenka Gutiérrez (EFE)
Salvador Camarena

Adolfo Ruiz Cortines tenía claro que en el ejercicio del mandato presidencial había solo dos contenciones, una temporal —el periodo para el cual fue elegido— y una que dependía estrictamente de su fuero interno. Y nada más.

“El presidente de la República”, dijo alguna vez quien fuera titular del Ejecutivo de 1952 a 1958, “solo tiene dos límites a su poder: el término sexenal y su sentido de responsabilidad”*.

Sesenta años después de que terminara la presidencia de Ruiz Cortines, en las elecciones de 2018 resultó ganador alguien que tiene una muy particular concepción del “sentido de responsabilidad”… y también de lo que limita y no limita un sexenio.

En sus más de cinco años de periodo, Andrés Manuel López Obrador ha sido consistente en su visión del “sentido de responsabilidad” que la investidura presidencial le da. Para el tabasqueño, se trata sobre todo de una misión histórica, de instalar un nuevo modelo de gobierno, de refundar México.

López Obrador siente una responsabilidad con el pasado, no con el presente y menos con el futuro. Es lo más parecido a pagar una deuda. A ofrecer una disculpa a la Revolución Mexicana, antes que nada (de ahí la dedicatoria de los años a Zapata, a Villa…) Y lo mismo con la Reforma. Quiere corregir las desviaciones.

Asume, pues, que estaba llamado a reconectar el hoy con esas revoluciones, a resanar pesarosos baches —el porfirismo y el llamado periodo neoliberal—, a poner al día la ruta que trazaron los liberales en el siglo XIX y el cardenismo (sin dejar atrás el lopezmateísmo estatismo eléctrico) en el XX.

Supedita toda circunstancia a acometer esa monumental tarea. Y ningún costo será demasiado si a final de cuentas lo logra. Reinstaurar la República bien vale desoír alertas propias y ajenas de excesos, corrupción o negligencia oficial porque le desviarían de la meta. Y ni siquiera los riesgos le amilanan.

La manera en que asumió esa responsabilidad no admitía diálogo. Para qué sumar al proceso restauratorio a herederos del descarrilamiento de la grandeza mexicana. La vía para arrancar la página del pasado inmediato, cree él, es sin miramientos en las formas o de las eventuales consecuencias.

Con esa divisa, canceló toda búsqueda de consensos o negociación en el Congreso. Y lo mismo con los gobernadores de oposición. Y, si acaso cometió un error, ese fue subestimar el rechazo en las urnas de la elección parlamentaria de 2021, cuyo resultado le complicó algunas reformas.

Lejos de interpretarlo como un llamado a la contención o a atender el pluralismo, López Obrador concluyó que el resultado electoral del 2021 implicaba que la resistencia a su revolucionario intento tendría que ser enfrentada con más vigor, tesón y, hay que subrayarlo, temeridad.

Aunque muchas veces ha dicho que su movimiento es pacífico, que nunca incitó, ni en la crisis postelectoral del 2006, a protestas violentas (“no se ha roto ni un vidrio”), cabe explorar si su “estilo personal de gobernar”, para citar a otro clásico, no terminará por provocar lamentables tormentas.

El estilo de López Obrador no es bronco ni su temperamento es mercurial. Aunque, como todos, en su larga carrera de vez en vez se le va la lengua o arenga cosas que luego ha de lamentar, vale la pena poner en la balanza la hipótesis de que esa rijosidad de atril es parte de un método diseñado.

Las mañaneras, y no pocas de sus expresiones al calor de mítines electorales y ya en el ejercicio del poder, son un montaje propagandístico, de guion harto predecible, con éxito demostrado e histrionismo en dosis cuasi perfectas para alebrestar a sus huestes, bots incluidos, y encandilar a sus adversarios.

El truco lleva más de cinco años y funciona casi tan bien como al principio. Ya ni vale la pena reiterar que en su momento se advirtió de los riesgos de seguirle el juego, de lo mucho que él y los suyos, y nadie más, ganaban con esa atención permanente de medios y adversarios. Es demasiado tarde.

Pero, con todo, la mañanera era un instrumento, no un fin. El objetivo de López Obrador era desmontar en tiempo real todo cuestionamiento a su desempeño, a su proceder, desbastar los filos de reportajes, señalamientos y reportes que le restaran ímpetu, a él, a su Gobierno y a sus promesas.

Para ese propósito, instaló turbinas de difusión abusando de medios públicos, que se volvieron descaradamente oficialistas, inventando una recua de replicadores disfrazados de periodistas, y con bots de no tan ignota financiación, ahora que se conocen denuncias de la exdirectora de Notimex.

El megáfono es ensordecedor, pero el tinnitus no es el peor de los males que podrían derivarse del proceder de López Obrador. El ruido puede aturdir, pero el mensaje descalificador, que siembra polarización y cizaña, divisorio e injuriador podría hacer que las cosas eventualmente se salgan de madre.

Se sabe y se ha repetido que mandatarios como Ruiz Cortines sabían que cualquier descalificación presidencial podría ser interpretada como deseo de obligada satisfacción. Sobraban entonces los quedabien que, gustosos y espontáneamente, actuarían motu proprio para agraciarse con la Aguilita.

Dado que López Obrador solo obedece a la misión que se cree predestinado a cumplir, su interpretación del “sentido de la responsabilidad” pasa por alto incluso las consecuencias de los actos de miembros del oficialismo que se sienten autorizados a replicar sus modos a la hora de denigrar a los otros.

No es necesario incluir los nombres aquí de gobernadores que emulan a Palacio Nacional cuando tienen encuentros con la prensa. Y de ahí para abajo. Presidentas y presidentes municipales con altaneras formas, desdén a los cuestionamientos de otras fuerzas políticas, ciudadanos y periodistas.

Esos émulos pequeños creen que su deber no es con la contención y la civilidad, ni que el diálogo es herramienta indispensable para gobernar. Y creen, lamentablemente, que los riesgos no importan, que solo han de quedar bien con su histórico líder no con su comunidad.

No serían los únicos gravemente extraviados. Lo peor vendría cuando algún quedabien atente contra una persona que una autoridad surgida de Morena descalifica, sintiéndose con permiso para atacar a quienes piensan distinto, que no importan porque solo importa la transformación. ¿O ya está ocurriendo?

Conjugado en este sexenio, el sentido de la responsabilidad nunca significó para el presidente el calcular que todo discurso y expresión tiene que llegar solo hasta el punto en que no haya que lamentar situaciones sin retorno.

Las campañas no serán el tiempo del cambio de actitud o de perspectiva para López Obrador en este renglón. Ojalá lo comprendiera. Ojalá viera que la discusión de poner a los pobres en el centro del debate ya la ganó. Y las pensiones para ese sector también. Y que toca cuidar la elección.

Que entendiera que lo que toca es la responsabilidad de entregar en paz al país a quien resulte presidenta. Y que promover la concordia nacional, para conjurar ingobernabilidad, es también una de las cosas inherentes a su encargo.

De su comprensión de cómo el sexenio no es un límite infranqueable tendremos el lunes ilustrativa noticia. Sobra decir que, aunque la ley diga lo contrario, México está a la mitad de la campaña electoral. Y, sin embargo, López Obrador anunciará una agenda de reformas que será transexenal.

Empezó a gobernar cuando Peña Nieto bajó los brazos apenas se supo el resultado electoral de hace seis años, y prueba de ese poder inmediato fue la cancelación del aeropuerto de Texcoco, desenchufado semanas antes de jurar el puesto.

Y, si Morena gana mayorías constitucionales, impondrá en septiembre todo lo que el lunes desvele como nuevo marco legal para el Poder Judicial, órganos autónomos y reguladores y, por supuesto, sistema electoral y de representación en el Congreso, entre otros.

Todo eso a condición de que una cosa no le complique la otra. Que su olímpico desdén por construir gobernabilidad con otros poderes —Estados y municipios, policías locales, líderes comunitarios— no termine por engullir a regiones enteras en la violencia en parte provocada por la disfuncionalidad institucional.

El tigre que hace seis años él advirtió que se podría soltar si no ganaba, en una de esas queda suelto no porque él se va, sino porque lo alimentó, desde el poder y no sin cierta irresponsabilidad, con una dieta de resentimiento que buena parte de sus seguidores creen que debe seguir siendo administrada.

*Recomiendo El Poder Presidencial. Adolfo Ruiz Cortines (Porrúa), de Juan José Rodríguez Prats, de donde tomé la cita.

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