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Elecciones en México
Columna
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Sin reglas, la lucha por el poder

A menos de cinco meses del domingo de votaciones, la pugna se traduce en muertos y graves acusaciones de corrupción

Alma Mireya González Sánchez: vehículo de campaña arde en llamas
Un vehículo de campaña de la candidata a senadora Alma Mireya González Sánchez arde en llamas, en Nahuatzen, Michoacán (México).Iván Villanueva (efe)
Salvador Camarena

El fragor de la batalla electoral se ha incrementado con la cercanía de la fecha de los comicios. A menos de cinco meses del domingo de votaciones, la pugna se traduce en muertos y graves acusaciones de corrupción. Ominoso arranque del año de una guerra que, sin reglas, podría probarse literal. La renovación de la Presidencia de la República, el Congreso de la Unión, nueve gubernaturas y miles de posiciones parece destinada a repetir un baño de sangre entre aspirantes a puestos de elección popular: solo en el cambio de año este proceso ya cobró la vida de un puñado.

Esas víctimas, que en las intermedias de hace tres años rondó el centenar, no provocan en autoridades electorales, partidistas o civiles el sentido de urgencia esperable de quienes tendrían que ser los primeros interesados en que no se vuelva normal que una democracia mezcle entierros con mítines. Lejos de eso, todos los involucrados apenas si ocupan tiempo en condenar los ataques —estos sí democráticos pues las balas arrasan con esperanzas de militantes de todos los partidos—, quedándose muy lejos de señalar lo aún más grave: que tal violencia es el extremo mas no la única expresión de la injerencia de criminales en los comicios.

En eso sí parecen tener un acuerdo las organizaciones formales que se disputan los puestos, en su resignación a que en el juego electoral haya un oscuro participante, más o menos identificable en algunas entidades sin que ello signifique que donde no hay atentados mortales estén a salvo de la mano criminal que pone o quita candidatos.

Es en lo único que realmente estarían de acuerdo. El gobierno y su partido negando la gravedad del asunto, la oposición aceptando esas condiciones con a lo mucho denuncias mediáticas, sin dar ni unos ni otros el paso de demandar que la intercampaña se aproveche para evaluar el riesgo y conjurarlo. Acordaron, pues, competir sin condenar ni trabajar conjuntamente en cerrar la puerta a criminales que motu proprio pretenden intervenir las elecciones o a aviesos políticos que recurren a esos grupos para cancelar, con amenazas o atentados fatales, a adversarios intra o extrapartidistas.

Ni siquiera el mazazo de lo ocurrido en Ecuador esta semana provocó una pausa al respecto en nuestra clase política. Guayaquil les queda muy lejos, afanados como están en la denostación de los adversarios e incluso de quienes se dicen aliados. ¿Creerán de veras que el riesgo local no les atañe? ¿Y para qué querrá el poder esta clase política que deja sola a la sociedad en sus reclamos de justicia, mostrándose indolente lo mismo cuando en Guanajuato en una posada matan a jóvenes que si en Estado de México desaparece una familia luego de que un pueblo se rebela contra la extorsión?

La extrema violencia es apenas una de las amenazas a la predictibilidad esperable de todo proceso electoral democrático, donde se dan por descontadas las incertidumbres de los resultados en las contiendas pero no que éstas han de desarrollarse con reglas y conductas ordinarias. El encono social ha permeado y borra límites. La polarización es atizada hoy no solo por el presidente de la República sino por gobernadores y líderes parlamentarios, lo mismo de Movimiento Ciudadano (con su beligerante gobernador neoleonés) que de Morena y el PRIAN.

Parece prurito demodé señalar que hoy gente en espacios de poder, obligados a velar por el bien de la colectividad y a no moverse por intereses partidistas, abiertamente intervienen un día sí y otro también en proselitismo para apoyar a las y los candidatos de sus respectivos partidos. El mal ejemplo de Andrés Manuel López Obrador ha cundido y, reitero, no solo entre los militantes del oficialismo. El uso y abuso de recursos públicos para tratar de favorecer a los propios en la competencia es inédito, por desvergonzado y estridente.

La transición mexicana no llegó al buen puerto de crear una generación de políticos con el gen de la altura democrática incorporado; las camadas de candidatos que hoy se aprestan para las campañas asumen, unos y otros, que ningún partido podrá presumir que no usa en su beneficio un puesto popular. Y aunque esa falencia no es nueva ni superficial, cada una de las tres precandidaturas ha tenido que lidiar en estos primeros días del año con sendos escándalos que les exhiben frente al electorado.

El apetito del poder ha provocado una situación harto singular. Claudia Sheinbaum, Xóchitl Gálvez e incluso el recién llegado Jorge Máynez lidian con reclamos y denuncias surgidas, en términos generales, de sus propias filas. Situaciones que, obviamente, luego son explotadas por sus adversarios.

Sheinbaum ha encajado el cuestionamiento más candente desde que en septiembre se hiciera del banderín del oficialismo. Una colaboradora de López Obrador ha acusado en La Jornada que le pidieron destinar 50 millones de pesos de una liquidación grupal a la causa proselitista. Si el escándalo no creció en la forma esperable de una aseveración de esa envergadura, que señala como operadores de ese moche a altísimos funcionarios de Andrés Manuel, fue en buena medida porque a la par el líder nacional del PAN reveló un pacto que mina a la candidata opositora.

Marko Cortés decidió que esta semana era el mejor momento para informar a la opinión pública que sus aliados del PRI le prometieron, a cambio de ceder la candidatura a gobernador de Coahuila, puestos gubernamentales y canonjías propias de un trueque cuatrero. Solo el panista sabe por qué decidió pasar por alto las previsibles consecuencias que tendría esa revelación en las marchitas posibilidades de su abanderada, que sin mucho éxito hasta hoy trata de escapar del desprestigio acumulado por las marcas partidistas que le patrocinan.

La campaña de Sheinbaum, además, enfrenta nuevas acusaciones periodísticas de presuntos abusos por parte de integrantes de la familia de López Obrador. Y aunque la precandidata y AMLO nieguen en público credibilidad a las denuncias al cuestionar al mensajero, la realidad es que solo ellos creen, si eso piensan, que documentados materiales periodísticos serán inocuos o carecen de fundamento solo porque ellos lo dicen y cuestionan al emisor.

Las campañas, precisamente, son el espacio en donde múltiples denuncias, genuinas o hechizas, suelen impactar las aspiraciones de los competidores. No es la palabra presidencial, y menos la de una de las contendientes, la que bastará para que se desechen denuncias de irregularidades o delitos. Para que la competencia sea democrática se requiere de equidad en la misma, y la legitimidad de las ofertas en pugna también se mide por la congruencia entre las promesas del pasado y el récord de quienes habiendo detentado el poder hoy piden un refrendo. La equidad debe ser vigilada por árbitros capaces e imparciales (condición esta última que supone, claro, independencia y voluntad para actuar).

El temor frente a las consecuencias del explosivo arranque del año en términos de asesinatos de políticos y de denuncias de corrupción crece porque hoy, como hace décadas no ocurría, las autoridades llamadas a arbitrar lucen, además de cuestionadas, divididas internamente. El Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación atraviesan cada uno por crisis. No están cohesionados al interior e incluso el segundo, que vivió un accidentado y prematuro relevo en su cabeza, tiene menos magistrados de los ideales.

Árbitros divididos y de dudosa independencia ya serían un punto débil de la contienda incluso si lo candente de la misma se quedara estrictamente en lo retórico. Por desgracia no es el caso. Ni los partidos parecen reparar en el riesgo. Si ni las autoridades electorales son protagónicas a la hora de llamar a los partidos y al gobierno a atender la violencia que acosa las elecciones, si ni ellos toman la iniciativa para pedir que la gobernabilidad sea procurada tanto como la equidad respetada, solo queda temer lo peor.

Y al igual que las autoridades electorales, liderazgos que otrora se hacían escuchar para que la democracia fuera cuidada por todos —como las iglesias, la iniciativa privada y no pocas organizaciones de la sociedad civil— hoy parecen allanadas a unas campañas plagadas por criminales y abusos.

No sobra decir que sin árbitros respetados por todos, sin el acuerdo de que el soporte de la contienda será la ley y solo la ley, y sin el pacto mínimo de contenerse antes que buscar el máximo beneficio partidista, se dan las condiciones para temer cualquier escenario. Cualquiera.

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