La despersonalización de los desaparecidos
En su afán disimulador, el Gobierno ha querido borrar de sus registros a quienes estaban desaparecidos sin mostrar la más mínima empatía. Pero ello no es lo más grave
En mi colaboración del 6 de diciembre de este año, mencioné que me parecían evidentes los esfuerzos del presidente López Obrador y de su Gobierno para disminuir los números de personas desaparecidas en México. El esfuerzo me parecía obvio, una vez que el obradorismo logró imponer su narrativa para demostrar que en su periodo los asesinatos eran menores a los de sus predecesores. Si, por decirlo de esta manera, ya se había logrado forzar la idea de que el número de muertos no era tan alto como normalmente se apuntaba o, más aún, que las cifras eran equivalentes ya que las causas provenían de factores previos, ahora era necesario enfrentar las críticas sobre las personas desaparecidas.
Para tal efecto, dejó de ser relevante la culpabilización al pasado y a sus considerados malos modos de hacer. Después de cinco años de Gobierno, tales imputaciones resultaban difíciles de sostener. La nueva estrategia pareció consistir en la modificación del Registro Nacional de Personas Desaparecidas, alimentado con la información procedente de las comisiones estatales de búsqueda y de las correspondientes fiscalías especializadas. Ante la negativa de entregar las fuentes de información, la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas presentó su renuncia al cargo, no sin antes difundir los datos que hasta ese momento tenía registrados en cumplimiento a la recomendación emitida por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. La imposibilidad de ajustar el número de registros hasta ese momento establecidos, el de 113.317 personas, dio lugar a un nuevo modo de enfrentar los altos números alcanzados en el actual periodo presidencial.
En una de sus conferencias mañaneras, el presidente López Obrador anunció que llevaría a cabo un censo para que las personas desaparecidas pudieran ser realmente identificadas. A fin de que no quedara, dijo, ninguna duda acerca de los registros y de las condiciones reales prevalecientes en el país. Fue así como el pasado 15 de diciembre se dio a conocer la cifra de personas que, a juicio de la actual administración, efectivamente se encuentran desaparecidas. La secretaría de Gobernación afirmó que, de los 110.964 registros existentes, ya se había localizado a 16.681 personas. Señaló también que solo existían 12.377 desapariciones confirmadas. Con base en lo anterior, el Gobierno federal estimó, explícita e implícitamente, que su estrategia de seguridad y búsqueda era mucho más eficiente de lo que comúnmente se aceptaba y que, al mismo tiempo, los elevados datos con los que se había venido trabajando en el Sistema Nacional de Búsqueda eran exagerados.
Con el pasar de los días, la nueva narrativa presidencial y gubernamental ha quedado sujeta a controversia. De lado de sus impulsores, les ha parecido un elemento más para confirmar lo bien que van las cosas en materia de seguridad, así como la inquina de sus oponentes frente a sus indudables logros. De lado de buena parte de los receptores, los datos proporcionados han levantado enormes suspicacias debido a que el Gobierno no ha sido capaz de transparentar la metodología seguida; no ha podido justificar el porqué se realizaron 3,945 visitas domiciliarias, ni la manera en que se llevaron a cabo las entrevistas. Tampoco dio a conocer la ubicación de los cuerpos en los casos en que se levantaron las actas de defunción, y no reveló las razones por las que se atendieron ciertas bases de datos para cruzar la información y no otras, por ejemplo. Al no poderse explicar nada de lo anterior y al haberse presentado una deliberada búsqueda de disminución de las cifras por parte del gobierno, dichas suspicacias van quedando justificadas. Tanto, que el ejercicio mismo parece haberse construido para fundamentar la reducción de las víctimas y el aumento de los éxitos del actual régimen.
Además de los huecos y falencias del ejercicio, señalado ya por tantas personas —incluidos los miembros de los colectivos de búsqueda—, existe un muy sospechoso silencio respecto a las condiciones en las que el registro original pudo haberse establecido. Me explico. Si nos tomamos en serio los datos proporcionados por la Secretaría de Gobernación, es fácilmente apreciable que el Registro Nacional de Personas Desaparecidas tuvo una sobrerrepresentación. Que con el pasar del tiempo se fue registrando un número mayor de personas de las que correspondía. En otras palabras, tanto las comisiones estatales de búsqueda como las fiscalías locales y federal estuvieron reportando un número mayor de personas desaparecidas a las que efectivamente se estaban dando en el país. De ser este el caso, en el reporte de la Secretaría de Gobernación no solo debió determinarse —desde luego con una metodología correcta y debidamente explicitada— la razón de la disminución de la cifra, sino también la responsabilidad de los agentes federales y locales que, por las razones que fueren, decidieron incrementar los reportes para acrecentar los registros. Frente a lo que, de ser cierto, la sobreestimación señalada debiera ser un caso mayúsculo de responsabilidades; sin embargo, el Gobierno guardó un cómodo silencio. Se limitó a mirar el problema como una mera cuestión de números y poco más. En el contexto de las suspicacias que estamos viviendo, este tema refuerza la idea de los acomodos numéricos frente a las realidades nacionales.
En la vorágine del fin del sexenio y la descarnada lucha por conservar el poder y subirse al carro de los que ya se asumen como ganadores, será difícil que quienes emitieron el nuevo y ajustado informe, tengan la disposición de discutirlo. Ello no obstará para que, desde la sociedad civil, se insista en la apertura de un proceso crítico que, ante la negativa, tiene posibilidades de constituirse en un movimiento político poderoso, legítimo y plenamente justificado. En su afán disimulador, el Gobierno ha querido borrar de sus registros a quienes estaban desaparecidos sin mostrar la más mínima empatía. Pero ello no es lo más grave. Ha mostrado su más grande inmoralidad al desaparecer el nombre y la condición jurídica de quienes ya lo habían sido de manera física. Decidió despersonalizar a quienes carecen de cuerpo.
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