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CORRIDAS DE TOROS
Columna
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Toros: la última tarde

El 31 de diciembre de 1978 y el 1 de enero de 1979 se llevaron a cabo los dos festejos con que se dio fin a la historia de la plaza de toros El Progreso de Guadalajara, una plaza centenaria

Niños ensayan pases taurinos en un lugar rural de España, alrededor de 1950.
Niños ensayan pases taurinos en un lugar rural de España, alrededor de 1950.Keystone (Getty Images)
Salvador Camarena

Este fin de año hará 45 años que cerró sus puertas la plaza de toros El Progreso de Guadalajara. Pero si ustedes creen que este texto es nostálgico de la fiesta brava, se equivocan. No. O solo muy oblicuamente. Es sobre el fin de las corridas de reses bravas y la pertinencia de que ello suceda. El 31 de diciembre de 1978 y el 1 de enero de 1979 se llevaron a cabo los dos festejos con que se dio fin a la historia de una plaza centenaria. Después de ello la tumbaron y me cansé de oír gente lamentarse de que en el Nuevo Progreso, que todavía existe, la fiesta nunca fue igual.

Fui al Progreso, pero mi recuerdo es vago. Fui porque me llevaba mi abuelo materno, que me quiso mucho, pero de mimos sabía nada o muy poco. Cuando llegábamos a la plaza se olvidaba de mí. Y si tenía que ir al baño, como todo crío inoportunamente hace, me mandaba solo. Qué tiempos.

Esas idas al baño son lo que más recuerdo. Nuestra localidad de sol daba a los patios del coso y para llegar al mingitorio, además de seguir el hedor, había que serpentear entre picadores y caballos, maletillas, carniceros, vividores, gente sin quehacer, pero a las vivas y, of course, aficionados.

Esa plaza —dicho está— ya no existe. Y, repito, hubo quien pensó que justo en ese momento de hace medio siglo, la fiesta brava en Guadalajara comenzó su declive. Para prueba cito aquí a Carmelita Madrazo, gran aficionada, buena escritora, gentil tapatía y heredera de familia criadora de ganado bravo.

Carmelita escribió un libro llamado “La última tarde”. La copia que tengo es de 1991. El texto fue prologado por Conchita Cintrón, rejoneadora conocida desde los años cuarenta del siglo pasado como “La diosa rubia del toreo”, y quien terminaría afincada en la capital de Jalisco. Cintrón alternó, a caballo, con los grandes de su tiempo. Manolete, para empezar. Pero si estas líneas transminan una defensa a ultranza de que las corridas deben seguir en el primer cuarto del siglo XXI, mi idea no va por ahí.

Conchita Cintron en París (Francia), en mayo de 1949.
Conchita Cintron en París (Francia), en mayo de 1949.Keystone-France (Getty Images)

Y es que una cosa es reconocer, incluso con emoción, que algo había en la tauromaquia que hechizaba, y otra que esa actividad ha degenerado (mucho) y que, paralelamente, la toma de conciencia sobre los animales hace inviable hoy cualquier intento de justificación del maltrato a los mismos.

Cintrón ayuda en el primer punto cuando en el prólogo dice: “el porqué del toro como símbolo es un misterio que se pierde en la distancia de los siglos. Y la razón de las raras características que hacen del astado de lidia el pilar de una fiesta que subyuga a pueblos enteros y conduce a ciertos seres humanos a morir por conocerla es otro misterio insondable”.

Cintrón fue, como Carmelita, un personaje de un mundo que se ha ido desvaneciendo. Pero no solo por decisiones absurdas (tirar un coso centenario que podía servir para otros fines), sino porque la indignidad de la fiesta y la dignidad de los animales han aumentado.

Conchita Cintrón, en 1949.
Conchita Cintrón, en 1949.Roger Viollet (Getty Images)

Hoy en México las plazas de toros se abren y se cierran amparo en mano. Es una lucha jurídica perdida de nostálgicos que se niegan a ver la dual realidad ya mencionada. El tiempo pasa factura por los errores del pasado, y la nueva conciencia obliga a cancelar tanto maltrato animal como sea posible.

De lo segundo no es necesario argumento alguno. De lo primero, hagamos uno, homeopático: citemos a un gran taurino que en 1986, sí, un puñado de años después de que cerró El Progreso, planteaba las razones de la crisis del toreo. Y eso, a fe mía y de cualquier aficionado honesto, solo ha empeorado.

Ese personaje es ni más ni menos que Joaquín Vidal, por varias décadas el cronista que para El País fue y vino al mundo taurino haciendo las crónicas de los festejos, señeros o pueblerinos, de su tiempo.

Dicen que en la escuela de periodismo de El País ponían a los estudiantes a leer a Vidal, así no les gustaran los toros. Verán por qué de esa tarea —fondo y forma de un gran estilo— en estos párrafos de su prólogo al libro Lo que confiesan los toreros (J. López Pinillos Parmeno, Turner/El Equilibrista 1994):

Cuánto han cambiado los tiempos, ¿verdad? Ahora los toreros, salvo alguno que se las ingenia para que lo saquen en la televisión, por la calle son mindundis. Nadie los conoce.

Los tiempos cambian, sí, pero disiento de que esta lamentable falta de popularidad de los toreros actuales se deba a los nuevos usos y costumbres de nuestros conciudadanos. Antes al contrario, en esta época electrónica, pragmática y mediocre que vivimos, quien se juega la vida gallardamente vestido de fulgurantes alamares debería ser un valor esencial e indiscutido, con proyección galáctica, aunque solo fuera por su rareza. No. La decadencia en que ha caído la personalidad del torero es culpa del propio torero, que ignora la grandeza de su oficio; y ya viene de lejos.

La mayoría de los diestros actuales, menos mal, acuden a los cortijos y a las dehesas, con el fin de entrenarse y mantener en el tono debido la costumbre de estar ante la cara del toro. Pero cuando regresan a la ciudad (o allí mismo, fuera de la placita de tientas) vuelven a ser mancebos de botica en versión moderna. En tales condiciones, qué se va a esperar de ellos cuando salen a la plaza. Que te muelan a derechazos, y aún gracias.

El erial en que los toreros de esta hora han convertido el riquísimo repertorio de suertes que alumbró la tauromaquia no obedece a su falta de capacidad física o intelectual. La materia prima de que está hecha el torero de hoy es similar a la de los grandes diestros de la edad clásica del toreo, con la única diferencia de que está mejor provista de calorías y vitaminas. El erial en que los toreros de esta hora han convertido el riquísimo repertorio de la tauromaquia es consecuencia de su total ausencia de torería.

La admiración por el torero empezaba en la plaza. Si la habilidad histórica de los toreros consistiera en pegar derechazos, la fiesta no habría remontado sus balbuceos. Ocurrió que nació por virtud del toro y del hombre que le jugaba temeridades, y uno y otro fueron depurando, aquel su casta, este su alarde, hasta constituirse en espectáculo reglado donde se amalgamaban, en perfecta armonía ceremonial y técnica, júbilo y tragedia.

En el ejercicio ritual de la corrida, un espectáculo autóctono sin parigual, prevalecieron las suertes de mayor exposición y belleza, y la cimera de todas era la estocada. Es muy significativo que sea esta, precisamente, la que ha caído en mayor desuso. Ahora no se matan los toros en la suerte de recibir o volapié: se asesinan.

Qué bonito lo que describe Vidal que era la fiesta… a principios del XX, y qué puntual en cómo decayó a finales del mismo. En el prólogo, no se crean ustedes, habla también de otros culpables de esa crisis. Entre ellos los aficionados.

A quien de verdad gustaban los toros no puede hacer oídos sordos a que si acaso la mera cultura del no maltrato fuera insuficiente como argumento, las razones eminentemente taurinas hace mucho que desaparecieron: hoy abundan mugrero, chapucería y corrupción. Y las excepciones llamadas José Tomás son la confirmación de la regla.

José Tomás durante el último evento de tauromaquia en la plaza La Monumental de Barcelona, en 2011.
José Tomás durante el último evento de tauromaquia en la plaza La Monumental de Barcelona, en 2011.David Ramos (Getty Images)

Entiendo la nostalgia del libro de Carmelita Madrazo, a quien traté, y de Conchita Cintrón, a quien alguna vez saludé. Pero qué simbólica fue la demolición de El Progreso: incluso cuando este cayó no entendimos que más que piedras comenzaba la demolición de una tradición que por varias razones tenía que desaparecer, que teníamos que progresar. Y cuánto nos hemos tardado.

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