_
_
_
_
_
La Sabatina
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Transformación militar

Cuando se trata de sus políticas o de sus obras, el presidente López Obrador no está para remilgos democráticos ni de desempeño

Salvador Camarena
El presidente López Obrador pasa revista a los elementos de la Guardia Nacional.
El presidente López Obrador pasa revista a los elementos de la Guardia Nacional.Manuel Velasquez (Getty Images)

El rol primigenio del Estado es la seguridad. La actual Administración decidió dar todo el poder para cumplir esa función al Ejército. Militarizar la Guardia Nacional (GN) es poner a la nación en manos de la institución que desde tiempos de Cárdenas/Ávila Camacho fue apartada del gobierno. No es poca cosa, pero encima las Fuerzas Armadas tienen ahora otras tareas claves en la gobernabilidad: vigilan carreteras, administran puertos y aduanas y, por supuesto, terminales aéreas, y un largo etcétera. Si una transformación se ha vivido en este sexenio, es la transfomación militar.

El candidato López Obrador expuso antes de la campaña presidencial de 2018 que el Ejército no volvería a los cuarteles, sino que sería empleado en labores de seguridad. En su libro La Salida, Andrés Manuel argumentaba que la problemática de la violencia no podría ser enfrentada sin un cuerpo de envergadura, y que para constituir éste habría que utilizar la capacidad ociosa de las fuerza armadas: aprovechar a decenas de miles de elementos que aguardaban una invasión extranjera que no ha ocurrido en décadas.

El presidente siguió esos apuntes al pie de la letra apenas iniciar su gobierno. Enterró a la Policía Federal y con el respaldo de la oposición creó la Guardia Nacional, que tuvo un barniz de institucionalidad civil pues depende de la Secretaría de Seguridad Ciudadana. Durante los casi cuatro años que van del sexenio estos soldados con uniforme distinto han construido decenas de cuarteles en todo el país, convirtiéndose de facto en una estructura paralela a las zonas militares.

Porque la mayor --sino es que la única-- virtud de la Guardia Nacional es existir, ser vista. En su pulsión adánica AMLO quería crear un nuevo cuerpo para combatir a la delincuencia. Y lo tiene. No hacen gran cosa, pero están. No pesan realmente, mas son visibles. Se despliegan por todos los rincones, realizan los rondines de la nación.

Expertos en seguridad como Alejandro Hope han publicado los tristes números de la actuación de esta policía lopezobradorista: en todo 2021, en un país con más de 70 asesinatos al día la GN entregó al ministerio público a seis personas acusadas de homicidio doloso; con “labores de inteligencia” detuvo a 14 más; remitió a 50 por delitos contra la salud, y a 60 por delitos del fuero federal. Esa es la efectividad de un grupo de alrededor de 100.000 elementos.

Con ese palmarés la discusión no debería ser si militarizar más o menos a la Guardia Nacional. Al final de cuentas, legisladores de toda la oposición hace cuatro años aceptaron esa militarización, aunque, eso sí, con fecha de caducidad a marzo de 2024.

El tema con la Guardia Nacional es si funciona o no, o cómo hacerla funcionar, cómo hacerla incidir en la estrategia de seguridad, cómo justificar con resultados su existencia, incluido, si así se desea, su marcial esquema. Y, finalmente, cómo hacerla rendir cuentas a la sociedad de lo que hace o deja de hacer. Pero eso mismo aplica para cada una de las muchas instancias militarizadas en el sexenio.

Sin embargo, cuando se trata de sus políticas o de sus obras, el presidente López Obrador no está para remilgos democráticos ni de desempeño. Y menos someterá a escrutinio a las que conciernen a la Secretaría de la Defensa Nacional y a la de Marina. Él los utiliza, pero también los protege. Y eso se debe a que, empezando por la Guardia Nacional, él usa al Ejército y a los marinos como el dique más efectivo en su afán de cimentar la irreversabilidad de la autonombrada Cuarta Transformación.

Los modos lopezobradoristas de estos días evidencian lo que hay de fondo: la noche del viernes Morena y aliados atropellaron en la Cámara de Diputados a la Constitución y a cualquier opinión en contra, para aprobar, al vapor y con prisa (que no son lo mismo), leyes secundarias que pretenden ir más allá de la ley magna en la entrega de la Guardia Nacional a las Fuerzas Armadas.

Con todo lo grave que podría resultar poner la seguridad de las y los mexicanos en manos de la milicia, la forma en que López Obrador pretende que el Congreso le apruebe la decisión de militarizar de lleno a la Guardia Nacional subraya la decisión que en algún momento, ese sí no descrito en libro alguno de este prolífico autor, Andrés Manuel tomó: atar su legado a las fuerzas castrenses.

En un combate, cualquiera de las partes en conflicto quieren hacerse pronto de todos los medios de comunicación. Es estratégico ocupar antes que el adversario puertos, terminales aéreas, caminos, vías férreas y, por supuesto, las plataformas que ayuden a la dispersión de propaganda.

No es improcedente usar analogías bélicas dado que AMLO tiene rato que se asumió como un mandatario que desprecia a una parte de los mexicanos. Menos aún cuando el presidente ha entregado a la Defensa o a la Marina puertos, aduanas, aeropuertos –literalmente el más importante, el de la Ciudad de México, está administrado por un marino y vigilado por estos— y ni qué decir trenes (además del Maya, el corredor transítsmico será operado por marinos). De igual forma, la Guardia Nacional es la policía de caminos.

Hay quien explica esta militarización de la vida nacional como una táctica nada ideológica de López Obrador: recurre a las Fuerzas Armadas, nos dicen esas voces, para evitar que la burocracia retrase sus proyectos y políticas.

A diferencia de otras instancias de Gobierno, los uniformados acatan órdenes y si se les pide no se detienen ante pruritos legales o trámites. Ese argumento de la prontitud de la respuesta militar ante cualquier deseo presidencial se tambalea al atestiguar las formas con las que el oficialismo pretende consumar la militarización plena de la Guardia.

La cerrazón del Ejecutivo para aceptar siquiera discutir iniciativas de leyes secundarias sobre la forma en que ha de operar la GN desnuda el verdadero propósito presidencial. López Obrador apuntala el cariz militar de su Administración para que quien quiera que llegue tenga enorme dificultad para modificar el statu quo que él heredará.

Estamos frente a la manifestación más clara, pero para nada la única, de la añoranza lopezobradorista por convertirse en un régimen transexenal. Para qué quiere alguien intentar la difícil empresa de un maximato si en lugar de ello puedes trazar los acotamientos que, llegue quien llegue, sujetarán al próximo Gobierno. Y nadie te garantizará esa lealtad, cimentada con concesiones de obras o puesto de poder que generan dinero, que esas Fuerzas Armadas que por décadas presumieron de institucionalidad.

El esquema parece perfecto: el único cuerpo que había demostrado que además del Ejecutivo sabía hacer sus relevos sexenalas será el que administre tu legado. Un matrimonio ideal, que ha sido bendecido con públicas promesas de fidelidad y mucho mucho dinero: según cálculos del semanario Eje Central, dado que manejan 26 organismos gubernamentales, hoy el Ejército maneja siete veces más presupuesto que al inicio del sexenio. Ejército y Marina, publicó ese medio el 29 de julio, concentran el 11% de todo el presupuesto.

La falta de deliberación legislativa que Morena pretende para aprobarle más funciones policíacas al Ejército calza con todo lo visto hasta hoy de la relación entre AMLO y el Ejército: les pide muchas cosas, y en los hechos les promete cuidarlos, estar ajenos a la rendición de cuentas.

López Obrador pasará a la historia no como el presidente que puso a las Fuerzas Armadas a realizar funciones policiales. Eso, para su pesar, lo inauguró en gran escala Felipe Calderón en el 2006. Pero lo que sí será una innovación de esta administración es la renuncia gubernamental a que en la formulación de los encargos a la milicia haya algún esquema específico de acotamientos civiles o sociales a la acción de esos cuerpos castrenses.

Este jefe supremo de las Fuerzas Armadas pudo haber decidido que decenas de miles de efectivos del Ejército conformaran un nuevo cuerpo policíaco, sí, pero uno con candados civiles que ayudaran a que la sociedad en todo tiempo sepa que los militares acatan controles democráticos. En vez de ello, lo poco que quedaba de resguardo civil en la Guardia Nacional pretende ser erradicado expeditamente con la ley enviada esta semana por López Obrador al Congreso.

Y en sentido contrario, hay ya algunos signos de la utilización política de las Fuerzas Armadas por parte del gobierno que se asume plenamente como partidista: en la primavera el secretario de Gobernación fue transportado por la Guardia Nacional a cónclaves de Morena; e incluso esta semana el secretario de la Defensa tuvo un comportamiento nada institucional cuando se sumó a un conflicto intrapartidista al plantar a senadores morenistas. El Ejército participando abiertamente en política.

El Gobierno se militarizó en cuatro años. Meter reversa a esa incursión castrense en la administración pública supondrá, en caso de intentarse, azarosas gestiones para quitarle a la milicia posiciones de poder y sumas de dinero que AMLO les ha dado. E incluso si no se intentara la desarticulación de esta non sancta alianza, el mero intento por parte de autoridades civiles y legisladores por someter a rendición de cuentas a los uniformados supondrá un inédito dolor de cabeza para el México del siglo XXI.

Algo de eso también ya se vio. En la ceremonia en junio en la que el Gobierno federal anunció que abriría los archivos de la guerra sucia, el Ejército reclamó que se le viera también como víctima, que se reconociera a sus “caídos”. Las familias de los desaparecidos, y México en general, no daban crédito a lo que se dijo ese día en el Campo Militar Número 1.

Y falta, por supuesto, ver en qué se traduce la institucionalidad castrense en el caso Ayotzinapa. El compromiso del Gobierno de López Obrador por hacer justicia a las familias de los 43 pasa por el castigo a los responsables de esa masacre. Las pesquisas apuntan ahora a una veintena de mandos y elementos de las Fuerzas Armadas, que serán citados en un juzgado. Andrés Manuel no puede faltar a su promesa con las familias de los estudiantes desaparecidos, pero sus subordinados de las FFAA son, históricamente, poco dados a sujetarse a la justicia civil.

En todo caso, Ayotzinapa proviene del pasado que tanto reditúa políticamente a López Obrador. Él podrá decir que los soldados hicieron cosas indebidas que los corruptos de antes les pidieron hacer, como violar derechos humanos. Pero que eso ya ha cambiado. Que el Ejército de hoy es puro como lo es su jefe supremo, que igualmente los hermana la honestidad y la vocación de servicio a la patria. Tanto así que en vez de regresarlo a los cuarteles, le encargaron sensibles áreas de la administración que han dejado de ser operadas por civiles.

Toda una transformación militar cuyas consecuencias es hoy imposible de atisbar.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_