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América Latina
Una ilustración de los países latinoamericanos.Diego Areso
América Latina
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El fantasma de la decepción

La ficción jurídica del contrato social apenas tiene cabida entre nosotros puesto que, salvo honrosas excepciones, en América Latina la justicia simplemente no existe

Jorge Volpi

Un fantasma recorre América Latina —y buena parte del mundo—: el fantasma de la decepción. O, más bien, de múltiples decepciones: hacia la democracia, en primer lugar, tan añorada como vilipendiada, y hacia quienes la socavan, cuestionan y menosprecian día con día. Si durante buena parte del siglo XX esta se nos aparecía como un sueño siempre pospuesto que acabaría con nuestros regímenes autoritarios o dictatoriales e instauraría un futuro luminoso, cuando finalmente se instaló en nuestra región —al menos en su vertiente electoral— no ha hecho más que desencantarnos. En los albores del siglo XXI, ninguna de sus promesas parece haberse cumplido: seguimos atascados en nuestros mismos conflictos ancestrales, acentuados ahora por esta doble frustración.

Cuando, días atrás, participamos en un foro organizado por el ministerio de Asuntos Exteriores de España en torno a la desafección por la democracia que impregna al subcontinente, tanto Martín Caparrós como yo nos referimos con cierta incomodidad a la idea de que en América Latina el “contrato social” que alimenta a la democracia necesita una reforma urgente. Caparrós insistía, con razón, en que, en nuestro ámbito latinoamericano, ese contrato social jamás ha existido; por mi parte, yo lo equiparaba con el acuerdo que firmamos al ingresar, por ejemplo, a Facebook: no nos detenemos a leer la letra pequeña y jamás reparamos en las condiciones leoninas que permite a la empresa vender nuestras identidades al mejor postor.

Si existe, en América Latina el contrato social que inadvertidamente hemos signado sus habitantes es uno que, desde nuestras independencias, está diseñado para beneficiar solo a unos cuantos: las mismas élites que crearon nuestras constituciones y nuestros sistemas legales con el único objetivo de resguardar sus propios intereses. Que a lo largo de estos dos siglos esas élites hayan sido desplazadas por otras no ha significado, casi nunca, un cambio de paradigma: continuamos en sociedades pensadas para garantizar la desigualdad. O, más bien, múltiples desigualdades: políticas, económicas, jurídicas. No es, pues, que nuestros sistemas no funcionen o requieran ajustes: funcionan a la perfección en su misión de proteger solo a unos cuantos y dejar a los demás en una absoluta desprotección.

La ficción jurídica del contrato social apenas tiene cabida entre nosotros puesto que, salvo honrosas excepciones, en América Latina la justicia simplemente no existe. O solo existe, otra vez, para unos cuantos: quienes gozan ya de privilegios políticos o económicos. Valga como ejemplo el caso mexicano, no muy distinto de la mayor parte de Centroamérica o de los países andinos: un lugar donde solo el 0.4% de los delitos que se denuncian terminan resolviéndose. Es decir, donde el 95.6% de ellos queda impune y donde no hay posibilidad siquiera de conocer la verdad de los hechos. Un sistema, pues, en el que no hay estado de Derecho.

Azotados por tiranos de distintos colores y sometidos a brutales reglas oligárquicas, durante décadas los latinoamericanos nos batimos denodadamente, al costo de miles de vidas, por la democracia: esa panacea que habría de aliviar nuestros males ancestrales. Por desgracia, cuando, entre finales del siglo XX y principios del XXI, esta al fin se expandió ampliamente en la zona —salvo algunas pertinaces excepciones—, lo hizo solo en su vertiente neoliberal: a partir de ese momento gozamos de elecciones más o menos transparentes y confiables que permitían la alternancia en el poder, pero los nuevos demócratas no se preocuparon por socavar las abominables estructuras de opresión inscritas en el sistema, sino que, en aras de la globalización y la libertad de los mercados, los volvieron todavía más profundas.

Los culpables de la desafección hacia la democracia son los propios demócratas: es decir, todos esos políticos que, vanagloriándose de la legitimidad que les conferían las urnas, preservaron las reglas anteriores o, peor, las torcieron aún más: gracias a ellos, en muchas partes el Estado se convirtió en una maquinaria de extracción de recursos desde las clases populares y medias hacia las élites, que se han enriquecido como nunca. La corrupción, en ese esquema, no representa una anomalía, sino una condición esencial del sistema. Esta es la razón de que empresas como Odebrecht pudieran comprar políticos en cada nación: el verdadero sueño de Bolívar.

La democracia, pues, solo pareció empeorar la situación de la mayoría: en sitios como México, no hizo sino desatar cotas de violencia nunca vistas —la “guerra contra el narco” de Calderón— y una corrupción generalizada que superaba a la del priismo hegemónico. En otros lugares el resultado no fue muy distinto: élites que, sin importar su adscripción ideológica, solo se preocupan por sí mismas. Apenas sorprende que se asimile a todos los políticos profesionales en un mismo cajón: una casta de corruptos donde todos son, digan lo que digan, iguales.

Era inevitable que aquí y allá surgieran nuevos liderazgos, al margen de los partidos tradicionales, creados o auspiciados por los medios y las nuevas redes sociales, dedicados de tiempo completo a vapulear la política tradicional y el propio juego democrático. Lo peor es que acertaban por completo en su diagnóstico: sus denuncias recogían, sin la condescendencia de sus rivales, el desencanto, los temores y la rabia de millones. Tachados de populistas de izquierda o de derecha —un término que ha terminado por vaciarse—, se han hecho con el poder a fuerza de exacerbar las emociones y la decepción de sus partidarios y fanáticos.

La lucidez de sus diagnósticos contrasta, sin embargo, con la torpeza radical de sus soluciones una vez en el gobierno. En casi todas partes, sus medidas para corregir las desigualdades que antes denunciaron no han hecho sino acentuarlas. En numerosas ocasiones, apenas han tardado en reiterar las políticas neoliberales de sus adversarios —y, en ocasiones, las han llevado aún más lejos— o en adoptar idénticas estrategias para medrar a costa del erario. Para eludir o enmascarar sus fracasos, se han valido astutamente de las mismas herramientas que permitieron sus triunfos: declararse en campaña permanente, demonizar a cualquier crítico —y en particular a la prensa—, señalar traidores a la patria por doquier y polarizar al máximo el discurso público, a imagen y semejanza de las redes: conmigo o contra mí.

Este es el pavoroso escenario que hoy enfrentamos los latinoamericanos: imposible no sucumbir a la decepción. No se atisban demasiadas salidas: necesitamos nuevos modelos de convivencia, pero, en contra de la polarización, el asistencialismo y la inmovilidad que defienden los llamados populistas, necesitamos crear sistemas de justicia independientes y eficaces que terminen con la apabullante desigualdad ante la ley; escapar del modelo neoliberal —no solo de palabra— y edificar estados que en verdad corrijan las desigualdades del mercado, por ejemplo, tasando a los más ricos; y, en fin, alentar la crítica no tanto a los rivales, cuanto a las añejas estructuras diseñadas desde hace siglos para proteger a unos cuantos.

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