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Columna
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Querétaro y la espiral de nuestras violencias

Esa forma de violencia que en México se ha metido de repente en un estadio, persigue a los migrantes, a los defensores del territorio, a los deudos fusilados fuera de un velorio, a las mujeres violentadas

Queretaro vs Atlas Liga MX violencia
Varios aficionados se enfrentan a golpes en el partido entre Querétaro y Atlas de Guadalajara, el pasado 5 de marzo.Sergio Gonzalez (AP)
Emiliano Monge

Los estadios Azteca y Olímpico Universitario guardan muchos de mis recuerdos infantiles y de juventud.

Por haber asistido tantas veces a partidos de fútbol, no comparto el lugar común que asevera que antes eran lugares idílicos, en donde no existía violencia alguna y los rivales podían abrazarse y cantar juntos su amistad. Recuerdo un partido en el que el padre de un amigo nos escondió, a ese amigo de mi infancia y a mí, bajo las butacas de concreto, para protegernos de la lluvia de objetos que caían desde arriba, así como el miedo que experimenté ante la primera estampida que me alcanzara en un pasillo.

Por supuesto, estas que refiero son formas de violencia ridículas, comparadas con lo que sucedió en la Corregidora de Querétaro el sábado pasado. Si las menciono aquí, sin embargo, es porque creo que, en el tiempo que media entre aquellos recuerdos y nuestro presente, se encuentra la descomposición que nos explica.

Durante las últimas décadas, al tiempo que el Estado se contraía y los gobiernos se replegaban, la impunidad se volvía moneda de cambio, los servicios básicos se erosionaban, la educación caía en el abandono y lo único que parecía organizarse era el crimen, la sociedad se vio fracturada por los mandamientos de la competitividad y la precariedad, que poco a poco nos convirtieron en islas desconectadas. Los individuos, entonces, fuimos perdiendo la capacidad de mirar al otro, compartir sus emociones, acompañar sus dolores, conectar nuestras existencias y valorar la vida en sus diversas formas, al tiempo que también perdíamos la capacidad de imaginar y de pensar otras formas de ser y estar. En torno nuestro, entonces, sin que pudiéramos verlas, sin que los gobiernos aceptaran que estaban ahí y sin que el Estado actuara en consecuencia, se fueron superponiendo nuevas violencias, violencias cada vez menos ridículas.

De manera gradual pero sostenida, insisto, mientras la urgencia de la vida cotidiana se convertía en la única forma de vida y el Estado —mediante la incapacidad, pero también la indiferencia manifiesta de los gobiernos— renunciaba al monopolio de la violencia física legítima, violencias cada vez más intolerables se fueron superponiendo y aquellas que alguna vez nos parecieron ridículas —eran, en realidad, tolerables— dejaron su lugar a estas que hoy nos hacen estremecernos ante una pantalla en la que vemos a un grupo de muchachos destrozando la cabeza de otro muchacho.

Paradójicamente, una breve biografía de la suerte ante las diversas formas de violencia que hemos enfrentado durante las últimas décadas, sirve para ejemplificar la superposición de violencias intolerables a la que me refiero, así como la descomposición que le ha dado lugar: “si no me avisa el chavo ese, me roban la cartera”; “me robaron la cartera, pero por suerte había dos policías y no me asaltaron”; “lo asaltaron, no había ni un solo policía cerca, pero, como sea, no lo secuestraron, porque había mucha gente”; “lo secuestraron en plena calle, a la vista de todos, fue terrible, ninguna autoridad nos ayudó, pero aunque sea no lo mataron”; “lo mataron, pero no lo desaparecieron”.

“Lo mataron, pero no lo desaparecieron”: apenas unas cuantas décadas después de que la violencia en un estadio fuera un monedazo en la cabeza o doscientos mililitros de orina en la espalda, es decir, apenas unas cuántas décadas después de esa violencia que hoy nos resulta ridícula, ni siquiera de esta forma de la suerte ante las violencias parecen estar libres los estadios, como no lo está ningún lugar del territorio mexicano: “no sabemos nada, sólo eso, que no sabemos nada, pues, que puede estar muerto o no, que está muerto, igual, quién sabe dónde, o no, eso no, no sabemos ni eso”.

Vivimos en un país en donde la violencia ha alcanzado tales cimas, tras haberse superpuesto una y otra vez sobre sí misma, mientras nosotros y nuestros gobiernos y nuestro Estado preferíamos acusar nuestra realidad de ridícula, en vez de asumirla como asfixiante, que la duda es tan atroz como la certeza y tan común como la desesperanza. Ante este golpe de realidad: ¿Quién puede creer, por ejemplo, que no hubo muertos en la Corregidora de Querétaro?

Peor aún: ¿Quién se diría sorprendido de que hubiera habido muertos? Incluso peor: ¿Quién podría asegurar que no se ha impuesto, otra vez, la desaparición? Esa forma de violencia, la más intolerable, que en México se ha metido de repente en un estadio pero que persigue, desde hace años, a los migrantes, a los defensores del territorio, a los deudos fusilados fuera de un velorio, a las mujeres violentadas.

Recuerdo, otra vez, aquella noche en el Olímpico Universitario en la que el padre de mi amigo de la infancia nos escondió debajo de la hilera de butacas de concreto, pero no me parece, ahora, que aquella violencia fuera ridícula: era tolerable, era la violencia que toda sociedad humana conlleva. No pequemos de bienpensantes: no ha existido ni existirá nunca una sociedad humana que no entrañe alguna forma de violencia, pues esta, de cierto modo, ni se crea ni se destruye, solo se transforma.

El asunto es cómo nos relacionamos con esa transformación: si la encausamos o la dejamos encausarnos, si la controlamos o la dejamos controlarnos. El asunto, pues, es como recuperamos nuestras violencias tolerables.

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