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Ciudad de México
Tribuna
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Los laberintos de la memoria: de Colón a ‘La joven de Amajac’

El nuevo proyecto de monumento en el Paseo de la Reforma exalta las elites del pasado indígena dejando de lado a los pueblos contemporáneos

Recreación de la escultura 'La joven de Amajac' en la avenida Paseo de la Reforma
Recreación de la escultura 'La joven de Amajac' en la avenida Paseo de la Reforma.Gobierno de Ciudad de México.

Cada 12 de octubre, llamado hasta hace poco “día de la raza”, el monumento a Cristóbal Colón ubicado en la principal avenida de la Ciudad de México era objeto de protestas. La memoria que exalta su estatua, el “descubridor de América”, se contrapone a la de los pueblos indígenas, para quienes constituye el inicio de una historia de agravios y expoliación que aún prosigue. Temeroso de que terminara por tierra, el Gobierno decidió retirarla el año pasado. Se pensaba restaurar y volver a colocar, pero una carta firmada por 5.000 mujeres indígenas solicitando que su lugar debería ocuparlo un monumento a las mujeres indígenas fue recibida en el Senado. Que el Gobierno tome en cuenta la petición ciudadana de dar un sitio a las mujeres indígenas en la historia nacional que retrasa el Paseo de la Reforma parece encomiable. Pero, ¿por qué la precipitación?

El primer proyecto resultó cuestionable por demás: una mujer-cabeza, en alusión a la llamada cultura madre, la olmeca, con nombre nahuatl, Tlalli, tierra. De rostro estilizado, ojos almendrados, muy al modo Diego Rivera y sus clichés del mundo indígena. Al remarcar la dimensión maternal de la mujer y en su asociación con la Madre Tierra, el supuesto monumento encallaba en un cliché común: América vista por los europeos como un continente húmedo, femenino, representado por una mujer semidesnuda por la falta de civilización, una tierra joven que debe recibir el calor y la energía de los conquistadores, colonos (ahora inversionistas) para salir de tal estado de pasividad. El mismo José Vasconcelos concebía así el mestizaje: buena tierra, cuerpo, que necesita la semilla (¿semen?) del espíritu europeo, y Octavio Paz retoma en parte esta línea de pensamiento (no son pocas las críticas a esta metáfora, entre ellas la formulada por la historiadora maya-k’iche’ María Jacinta Xón Riquiac a la versión “mayanista”).

Ante el debate que suscitó dicho proyecto, el Gobierno decidió retirarlo... para volver a precipitarse; en una ocurrencia al visitar la exposición “La grandeza de México” se decide una nueva propuesta: colocar la réplica de una escultura prehispánica de la cultura teenek hallada en la huasteca veracruzana a principios de este año, conocida como La joven de Amajac. Se trata de la imagen en piedra de una mujer gobernante, ya que sus atavíos, su tocado, corresponden a los de la élite; a decir de la arqueóloga María Eugenia Maldonado, especialista en dicha cultura, en ausencia de un heredero, las mujeres solían acceder a tales cargos, por lo que no era extraño que ejercieran el poder. La réplica tendrá seis metros de altura, tres veces mayor a la original, a fin de que resalte en tan amplia avenida. La ecuación parece simple: mujer indígena empoderada representa a las mujeres indígenas y su resistencia.

Pero, ¿representa una mujer de la élite gobernante prehispánica a las mujeres indígenas del país?, ¿enaltece su memoria, su participación en la resistencia que se pretende destacar? Veamos. La exaltación del pasado glorioso de México constituye una de las piedras angulares del proceso de formación de la nación mexicana. En su pugna por el poder, la élite criolla forjó narrativas e imágenes que engrandecían el pasado de la nueva patria, conformando una historia nacional propia frente a la del imperio, del cual se desprendía un futuro radiante en donde el papel protagónico recaía en ellos, emprendedores e ilustrados, que harían productiva esta tierra tan llena de riquezas, sacándola de la pasividad y el atraso en que se hallaba, civilizando a la población indígena -mayoritaria en ese entonces-, vista como en estado de degeneración, meros despojos de las antiguas civilizaciones, como dijera Humboldt, sin relación alguna con ese pasado glorioso.

La disociación entre los pueblos indígenas del pasado -civilizaciones- y los contemporáneos -población o grupos indígenas, diversidad cultural hoy día- se convirtió en el núcleo del modo de relación establecido por el Estado-nación y la población denominada indígena por igual, sin distinguir sus particularidades ni autodenominaciones. En el siglo XIX, cuando el racismo alcanzó su máxima expresión, el territorio nacional fue visto por la élite tal y como se miraba desde Europa al continente africano: un espacio a colonizar, a domeñar, poblado por razas inferiores que se debía civilizar, por la fuerza si necesario, a fin de llevar el “progreso” a tales latitudes, siempre bajo la tutela de la llamada raza blanca (así se percibían los criollos en México).

Frente a los demás países, esta élite gobernante comenzó a presentar a la nueva nación como un territorio en pleno progreso, que hacía honor a su glorioso pasado. Los gobernantes y guerreros “aztecas” reencarnaron en sendas esculturas y pinturas, acompañando por el mundo vestigios arqueológicos, códices y otras “antigüedades” que daban fe del mismo en las exposiciones universales. Fueron imágenes de la élite prehispánica las que sirvieron para enaltecer lo indígena; ni los pueblos antiguos ni los contemporáneos figuraban. Poco cambió esto tras la Revolución Mexicana: la redención del indígena marginado, excluido, fue erigida en bandera, disociado éste nuevamente del esplendor de guerreros y gobernantes prehispánicos, de sus magnas obras reconstruidas en los sitios arqueológicos. Los libros de texto, el Museo Nacional de Antropología, los calendarios de “cromos” y la cultura de masas del siglo XX (cine, televisión, etc.) dan cuenta de ello. Tizoc, un clásico del cine nacional que aún se puede ver en la televisión, es ilustrativo: el indio Tizoc (Pedro Infante) desciende de nobles tacuates, es por tanto hábil cazador, habla con las aves y, además, es buen cristiano; eso lo hace individuo, en contraposición con el pueblo indígena, indistinto, una masa en movimiento, que le tiene resentimiento por sus cualidades (ver mi libro El racismo en México).

El nuevo proyecto de monumento que reemplazará a Colón incurre en la misma disociación, exaltando el pasado indígena, las elites, en este caso con un barniz de género -una mujer gobernante-, dejando de lado a los pueblos contemporáneos -binni záa, me’phaa, wixárika, ayuuk...-, reducidos meramente a folklor, atractivo turístico, diversidad cultural, abajo firmantes de una petición, reproduciendo así la misma y constante relación entre Estado y pueblos indígenas considerados menores de edad, carentes de memoria propia y territorio, sin autonomía. No habrá diferencia alguna entre la inauguración del monumento a Cuauhtémoc por Porfirio Díaz y la del propuesto ahora: es la memoria nacional construida desde el Estado lo que consagrará el nuevo monumento, no la de los pueblos indígenas, menos aún de las mujeres.

Varias preguntas quedan en el aire: ¿por qué si se pretende crear un “lugar de memoria” no se toma en cuenta la memoria de las mujeres indígenas?, ¿por qué un monumento y no un memorial, ya que se trata de una memoria colectiva? Dado que en otros países hay casos notables de memoriales que, mediante procesos creativos, han logrado plasmar memorias colectivas, ¿por qué no tomar el tiempo necesario para impulsar un ejercicio colectivo que dé voz, que permita crear un sitio en donde los pueblos indígenas sí reconozcan su propia historia, su memoria? Asimismo, la categoría de “indígena” no deja de ser algo difícil de delimitar hoy día; ¿Benita Galeana era una mujer indígena?

Por último, en este laberinto de memorias, al mover solo de lugar la estatua de Colón, llevarla a Polanco lejos de manifestantes indígenas, se está dejando intacta su glorificación. ¿Merece ser preservado el monumento que enaltece su memoria? En el mundo entero se ha pedido retirar las estatuas de esclavizadores, no solo cambiarlas de lugar. Si efectivamente, como lo han documentado varias investigaciones en los últimos años, más que un visionario se trata de un comerciante ambicioso, decidido a vender seres humanos, enviando a los nativos de este continente a Europa para ser esclavos, muy dado al maltrato de los que quedaron a su merced en los dominios que le otorgara la Corona por sus servicios. La memoria nunca está desligada del presente. Mientras la relación entre el Estado y los pueblos indígenas no cambie, la presencia de Colón seguirá evocando una herida abierta.

Adenda

Alfredo López Austin dedicó parte de su labor académica a demostrar la continuidad entre los pueblos prehispánicos y los contemporáneos. Ciertos estudiosos consideran que es excesiva dicha continuidad, otros que es totalmente exacta. Espíritu libertario, Alfredo se mostró siempre mucho más matizado en su pensamiento, modificando sus conceptos con nuevas lecturas y reflexiones, alejado de tales polarizaciones. Su vasta obra da cuenta de ello. Quizá por eso se divertía tanto con las andanzas y travesuras del tlacuache. La unidad y diversidad, la continuidad y el cambio en la historia y devenir de los pueblos mesoamericanos son parte del pensamiento que nos legara para trazar caminos que afinen nuestra comprensión. El mejor homenaje que podrían rendir las instituciones sería el rehacer los libros de texto de educación básica con tal enfoque a fin de construir desde la escuela una visión pluricultural de nuestra sociedad, de la nación, y evitar así las narrativas que poco aportan a la imagen que se tiene de los pueblos indígenas, forjadas por las élites, impregnada de racismo. A la larga podría entonces terminarse el clientelismo, el tutelaje, la imposición de proyectos de “desarrollo” con que el Estado busca resolver lo que se denominó “el problema indígena” y dar paso al ejercicio pleno del derecho de los pueblos indígenas a decidir su propio futuro.

César Carrillo Trueba es profesor de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

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