López Obrador o la domesticación del rencor
El presidente ha sido consecuente y sistemático con imprimir un giro en el Gobierno en beneficio de los sectores populares, sin poner en riesgo la estabilidad política y económica
En alguna ocasión el presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó que se quedaría en el poder durante dos sexenios y consiguió detener la respiración de muchos durante un instante, solo para añadir que en realidad haría en un sexenio lo que otros hacen en dos, gracias a la intensidad con la que trabaja. Al escuchar el tercer informe de Gobierno, justo a la mitad de camino, parecería por el contenido y el tono que en efecto hizo un balance de un sexenio completo. Él mismo afirmó que la magnitud del cambio que su gobierno ha logrado en tres años le permitirían, incluso, retirarse hoy con la conciencia de haber cumplido su trabajo. Y en algo tiene razón el presidente, el vendaval obradorista nos ha mantenido para bien o para mal al borde de la silla; otros dirían que con el Jesús en la boca. No queda claro si se trata de una Cuarta Transformación, pero es evidente que, en más de un sentido, los primeros tres años de su Gobierno han sacudido al país.
Desde luego no todos están de acuerdo con la naturaleza de estos cambios o la manera de llevarlos a cabo. El presidente ha convertido la confrontación verbal y el hostigamiento a sus adversarios reales o supuestos en el combustible que alimenta sus afanes y desvelos. Pero mal haríamos en confundir un método con el fondo. Más allá de lo que parecen ocurrencias, empecinamientos y obsesiones, y en gran medida lo son, López Obrador ha sido extraordinariamente consecuente y sistemático con un objetivo: imprimir un giro a la conducción del Gobierno en beneficio de los sectores populares, sin poner en riesgo la estabilidad política y económica del país.
Es justamente lo que quiso comunicar en su tercer informe de Gobierno. Su listado de logros macroeconómicos podría haberlo firmado el director del FMI: apertura a la integración con Estados Unidos, equilibrio en las finanzas públicas, aversión al endeudamiento, control de la inflación, mejoramiento de la recaudación fiscal sin aumento de impuestos, fortalecimiento de la moneda sin intervención viciada del banco central. En su informe el presidente presumió récords históricos en materia de estabilidad del peso, reservas internacionales, control de deuda pública, inversión extranjera y otros indicadores. Ciertamente muchos de ellos responden a multiplicidad de factores y no necesaria o exclusivamente a la gestión pública. Pero es evidente que tienen como telón de fondo una actuación responsable de quien solía ser acusado de constituir una amenaza para México.
La rijosidad del presidente, los codazos con los que pretende abrirse camino frente a otros actores políticos, los brochazos pintorescos y sus obcecaciones suelen desesperarnos una y otra vez a lo largo de la semana. Pero habría que preguntarnos cuánto de eso responde a una estrategia, consciente o intuitiva, para congraciarse y mantener su vínculo con el México sumergido que lo llevó al poder y, en esa medida, impedir que la desesperanza se convierta en inestabilidad. En tanto los que tienen muchas razones para inconformarse sigan asumiendo que el presidente de México habla y gobierna para ellos, menos probabilidades de un estallido social.
Pero este informe de Gobierno, a diferencia de su conferencia de las mañanas, no iba dirigido a la tribuna sino a las élites. No hubo ataques ni las provocaciones innecesarias que nutren sus ruedas de prensa. El mensaje pretendía decirle a los otros poderes que su Gobierno ha sido incluso más responsable con la estabilidad y el crecimiento que el de administraciones anteriores.
Como cualquier otro informe de gobierno, el que hizo López Obrador constituye una selección de los positivos de su gestión. No se trata de una visión imparcial o realista, aunque eso no significa que sea falsa. Pero eso no quita que, como suele suceder con un informe de gestión, sea un acto de propaganda. Habrá estadísticas para confirmar lo expuesto por el presidente y estadísticas para contradecirlo.
Ciertamente habríamos querido que el mandatario hubiera realizado algún reconocimiento a lo que pudo haberse hecho mejor y no se hizo, o de plano a lo que ha funcionado mal. A la violencia del crimen organizado, a la escasez de medicinas por acciones precipitadas, al fracaso del Insabi para otorgar salud gratuita universal, a la preocupante militarización de la administración pública o al medio millón de víctimas que habría dejado la covid en cifras estimadas. Eso, desde luego, no fue abordado.
Pero hay algo en lo que no se equivoca. Quizá el mayor legado que vaya a dejar su Gobierno resida en los nuevos usos y costumbres de la vida pública. Leyes y reformas podrán revertirse, desde luego, pero es cierto que hay aspectos de la cultura política que quedarán instalados cuando él se vaya. O como lo dijo en su informe de este miércoles: “Cómo podrían los conservadores quitar las pensiones a los adultos mayores; como podrían suprimirse las becas a los estudiantes pobres; como volver al lujo, a las extravagancias en el ejercicio del gobierno; cómo regresar a la condonación de impuestos a las grandes corporaciones económicas o financieras; cómo retornar a la privatización depredadora de los bienes públicos”.
En ese sentido el obradorismo es una expresión política de los déficits sociales y los excesos políticos que construimos en las últimas décadas. A muchos puede no gustar en los detalles, pero habría que entender que existe un componente de resentimiento inevitable; un resentimiento que lo trajo al poder y sobre el cual el presidente cabalga haciendo lo necesario para que no se desboque.
López Obrador habló del impacto histórico que tendrán sus transformaciones. Y en parte no se equivoca. El obradorismo llegó para quedarse un rato, y habrá que asumir las implicaciones. Si el panismo duró dos sexenios en Palacio, el giro de timón que encabeza esta corriente política podría quedarse más de uno, sin duda. Las encuestas muestran claramente que Morena no tiene rival para las siguientes elecciones presidenciales. Lo que la oposición tendría que entender es que más allá de un reacomodo pendular, se trata de una realidad sostenida por el descontento de las mayorías por la pobreza y la desigualdad imperante. Mientras estas sigan vigentes y el obradorismo sea su expresión política, se mantendrá en el poder. Unos lo verán como la peor de las pesadillas, otros como esperanza de una vida mejor y algunos más como un parapeto frente a escenarios más dramáticos, como pueden ser el caos o la represión.
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