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Educación
Tribuna
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Educación superior en América Latina: ¿se acabó la fiesta?

La factura que deja la pandemia en términos de deserción, pérdidas de aprendizaje y costos socioemocionales se añade a un modelo que desde hace años debe cambiar de forma irreversible

Estudiantes toman examen de admisión con medidas sanitarias por COVID-19
Estudiantes ante el examen de admisión a la UNAM, en Ciudad de México, en agosto de 2020.Hector Vivas (Getty Images)

Si los Gobiernos, rectores, estudiantes, padres de familia, empleadores y, en general, la sociedad, quieren que la educación superior que reciben los jóvenes latinoamericanos siga siendo una vía para mejorar sus trayectorias personales y profesionales y para que los países crezcan de manera productiva y sostenible, van a tener que mover el paradigma. Y no se trata solamente de los saldos que deje la pandemia en términos de deserción, pérdidas de aprendizaje, costos socioemocionales y contracción económica y del empleo, sino también, y más relevante, porque desde hace unos años el modelo tradicional de provisión de estudios superiores ha venido cambiando de manera irreversible. Por tanto, todos los actores involucrados en este campo tendrán que afrontar los retos que la crisis sanitaria y económica presenta, ser mucho más creativos para inventar el nuevo paradigma y acelerar, en su caso, la transición hacia lo que demandarán las próximas décadas. Veamos.

Por ejemplo ¿hay espacio para que siga creciendo la matrícula universitaria? Muy poco. Hasta antes de la pandemia, la tasa bruta promedio de matrícula en América Latina y el Caribe (ALC) alcanzaba ya casi el 52% de los jóvenes en la edad típica; ahora, los crecimientos futuros serán probablemente marginales y si acaso compensarán el abandono derivado de la crisis sanitaria. En las actuales condiciones económicas y calculando conservadoramente la tasa de crecimiento de esa matrícula en 1% anual, podría tomarle al menos dos décadas a la región alcanzar el promedio actual de los países de la OCDE que es de 75,6%. ¿Es una mala noticia? No necesariamente: si se interpretan bien las señales, permitirá liberar espacios y recursos para poner ahora un mayor acento en la formación del posgrado, la investigación aplicada y la producción y transferencia de conocimiento de alta calidad.

Ahora bien, en segundo lugar, ¿la universidad asegura las probabilidades de éxito para los egresados? No. El tiempo en el cual la mera posesión de un grado o título era el pasaporte para todo lo demás, se acabó. Por un lado, la tasa de retorno que ofrezca dependerá de la especialidad cursada, la calidad y reputación de la institución educativa y desde luego el desempeño, talento y capacidad del egresado. Pero, por otro, será decisivo el grado de absorción de este capital humano que muestren las economías nacionales, el cual estará sujeto a sus niveles de productividad, innovación y diversificación. En este punto, la región tiene enormes desafíos. El índice Global Leaders in Innovation de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual, que clasifica 129 países y economías en 80 indicadores relacionados, reporta que en 2019 se presentaron 18,9 millones de solicitudes de patentes, registro de marcas y diseños industriales. De ellos, Asia representó el 66,8%; América Latina, en cambio, supuso únicamente el 1,7%. Y el Bloomberg Innovation Index 2021 arrojó una fotografía similar: entre las 60 economías más innovadoras del planeta, de la región solo aparecen Brasil, Argentina y Chile en las posiciones 46, 51 y 54, respectivamente.

En tercer término, aunque no hay datos agregados sobre empleabilidad de los egresados universitarios para el conjunto de la región, un informe de la OEI (2019) mostró que el desempleo juvenil en América Latina era ya de 19,8%, y en algunos países en particular, como México, la desocupación desagregada por nivel de instrucción llega al 30% en el caso de quienes tienen educación superior. Las razones son varias, desde luego. Unos suponen que hay un exceso de oferta de egresados y una alta concentración en áreas tradicionales del conocimiento (55% están en ciencias sociales, humanidades y administración, contra 25% en la zona OCDE) que el mercado laboral no puede absorber; otros plantean que hay brechas de calidad que dificultan contratarlos, y algunos más lo atribuyen a la baja productividad de las economías nacionales. Lo más probable es que sea una combinación de todas esas causas a las que ahora hay que añadir, por un lado, la contracción económica asociada a la covid-19, y, por otro, que la recuperación del empleo, si la hay, se dará más rápidamente entre el personal no universitario.

En cuarto lugar, muchos de los egresados entran al mercado laboral con brechas importantes de habilidades y competencias que las empresas deben subsanar. Por ejemplo, siete de cada 10 de empresas (según OCDE, World Economic Forum y Manpower) identifica falta de personal calificado como una “restricción significativa” y 75% de las empresas consultadas para otro reporte reciente de la OEI (2020) dijo que tenían que instrumentar programas de re-skilling o up-skilling que son complejos y costosos. Y finalmente, las universidades de la región continúan exhibiendo déficits de calidad que les restan competitividad a nivel global. En el ranking del Times Higher Education 2021, que evalúa 1.500 universidades de 93 países, no hay una sola institución latinoamericana entre las primeras 200; en cambio, hay 16 asiáticas entre las 100 mejores del mundo.

Frente a ese panorama, es muy orientador lo que dicen los empleadores porque ofrece pistas del tejido laboral en el que se tienen que mover los egresados. Por ejemplo, en una encuesta aplicada en 2020, 33 empresas multinacionales de capital iberoamericano declararon que los perfiles más difíciles de encontrar son ingenieros en sistemas, tecnologías digitales, analistas de datos, programadores, especialistas en ciberseguridad y en transformación digital; en cambio, los más fáciles son los administrativos, financieros, comerciales y legales. Y otro estudio de la OCDE señaló que ocho de cada 10 nuevos empleos se ubican en áreas como tecnólogos manufactureros, expertos en TIC’s, finanzas, desarrollo urbano, big data, salud, biotecnología, robótica y servicios. Este abanico de opciones constituye, claramente, una robusta área de oportunidad.

En suma, la crisis sanitaria y económica no ha hecho sino confirmar la mutación de un modelo que ha entrado en una etapa de rendimientos decrecientes, y si las instituciones de educación superior quieren sobrevivir en un siglo XXI incierto y desafiante deberán promover cambios estructurales y sistémicos profundos para insertarse y competir en la sociedad futura, que será una sociedad del conocimiento cuyos trabajadores y profesionales serán la fuerza dominante en el universo laboral.

La educación del mañana tenderá a dar mayor flexibilidad y atención a las características personales del alumno; a desarrollar las inteligencias múltiples de cada uno; fomentará las habilidades para trabajar en equipo y comunicarse en ambientes laborales crecientemente tecnificados; formará destrezas más o menos bien desarrolladas y un grado importante de iniciativa y creatividad personales. Será una educación multicultural, adquirida a toda hora y en cualquier lugar, dentro o fuera de las aulas, de manera presencial y a distancia, y a la medida de las particularidades e intereses del individuo.

Probablemente las carreras universitarias serán menos especializadas y más bien van a combinar contenidos de diferentes disciplinas curriculares para acomodarse a necesidades sociales y productivas más flexibles y complejas o a la solución de problemas multidisciplinarios como el medio ambiente, el agua, el funcionamiento de las ciudades, la energía y las ciencias de la vida. Los grados escolares convencionales serán meras referencias formales, pues la gente cambiará de área de conocimiento y de trabajo varias veces durante su vida útil y requerirá, por lo tanto, aprender a lo largo de toda ella.

¿Están preparados nuestros sistemas de educación superior para hacer frente exitosamente a esta panoplia de desafíos? Lo veremos, pero por lo pronto la disyuntiva no es entre vieja o nueva normalidad, sino entre continuar con la inercia de una educación deficiente o avanzar hacia otra que aporte confianza y certidumbre en el poder de la educación como instrumento de transformación.

Otto Granados es presidente del Consejo Asesor de la OEI, exsecretario de Educación de México y coordinador del libro La educación del mañana: ¿inercia o transformación?, publicado recientemente por la OEI.

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